
Te recuerdo Lucía, la calle mojada, corriendo a la
fábrica donde trabajabas. La sonrisa ancha, la lluvia en el pelo, no importaba
nada, ibas a encontrarte con él. Vale, era otro él. Es a su boda a lo que hemos
venido. Entramos. Hay que imaginarse a Boris Izaguirre con ganas de juerga en
el papel de juez civil en una sala minúscula y atiborrada de los juzgados de
Quilmes. Así, cuanto antes se desvanezca el asombro, y si se calla, antes puedes
percatarte de que allí donde se realizan las bodas civiles cuelga un crucifijo
en la pared. Como una dosis de realidad en vena se cura con otra, y mejor si
antagónica, en la mesa del banquete caigo entre un juez que parece saberse
nuestra guerra civil con minuciosidad de historiador, y un orondo protomarxista
en ejercicio al que uno observa con ternura y admiración. Y así, correspondiéndome
el papel del aire por el que van y vienen sus disquisiciones sobre
paleontología del socialismo y sus derivados en la primera mitad del siglo XX, mi
asombro deriva al cabo en gratitud, una suerte de pasmo emocionado ante el
calibre de lo que la tragedia arrumbada de mi país importe a estos dos
hombretones, con vidas enzarzadas en el presente, como todos. Tras cada plato
se baila, asi que la digestión se hace por trozos. Los no digeridos se las
apañan como puedan una vez trasegado el postre. Hermanas del novio: cinco.
Hermanas de la novia: dos. A cual más guapa, resulta una gymkhana hasta que,
volviendo de un receso, me acerco a la mesa donde se sientan dos tías de las
cinco primeras y dirigiéndome a la mayor –sonrosada, pelo blanco, afable, dulce,
sesenta años largos cumplidos- le digo que es la mujer más bonita de la fiesta.
Y por el dios de las bodas civiles que lo es.