martes, 17 de noviembre de 2015

vistas de alta graduación





De arriba a abajo, Edimburgo desde su castillo; algunas de las colinas cercanas al pueblo de Dolar; y el rey Leo.

lunes, 16 de noviembre de 2015

ramas del árbol valioso


Pocas cosas como viajar proporcionan la ocasión de ver sin llegar a entender: Escocia es caro y no lo es. El transporte es caro. Los museos son gratis. Hace frío pero se ve gente en manga corta. Incluso en noviembre hay pantallas gigantes al aire libre mostrando fútbol delante de terrazas enormes y vacías, como si en algún momento fueran a llenarse. Las barricas que no ocupa el whisky parece llenarlas la cultura: En Glasgow se representa estos días la adaptación de Emma Rice del texto de Daphne du Maurier´s Rebecca, que Hitchcock llevara al cine. Edimburgo acoge su Festival internacional de cine que incluye la nueva película de Spielberg con guión de los hermanos Coen, el documental Listen to me Brando a partir de cientos de cintas grabadas por Marlon Brando o Taxi Teherán, de Panahi.
Edimburgo, que vive a la altura del no escasamente ambicioso eslogan, y consecuente web, cityofliterature, dedica una semana anual –esta- a honrar a Stevenson, este año la aplicación de su obra en cine y teatro. Ocho páginas de actividades que incluyen un debate en una sala del Parlamento. El cuadernillo que extracta los medios y programa del centro de escritura creativa, en el bucólico paisaje de Moniack Mhor, se va hasta las cincuenta páginas. El de la Orquesta de cámara de Escocia, radicada en Edimburgo, tiene treinta y cuatro. El del Citizens Theatre, en Glasgow, cuarenta y cuatro. El que contiene el programa del Festival internacional de narradores –Stories without borders-, que viene de terminar estos días, veintiocho. Y acaba solo en teoría: Edimburgo tiene su propio centro de narración escocesa, un lugar en el que aprender a contar historias o solo a escucharlas. Alguno de los programas tiene apenas una actividad cada cuatro hojas. Pero todos son detallistas, diseñados para transmitir una ambición al mismo tiempo que un programa.
Basta asomarse someramente a la lista de escritores nacidos en cualquier capital europea para advertir que Edimburgo es la ciudad que más improbablemente podría nombrarse ciudad de la literatura. Lo más aventurado deja de serlo, no si una decisión política invierte en ello lo bastante, sino si la población cree en la idea con o sin financiación pública. Edimburgo atrae cada verano millones de personas y lo que hace atractivo un festival tan largo no se evapora en septiembre. La cultura puede ser parte activa, y lubricada, de una sociedad o, como en España, solo de su sistema recaudatorio. La diferencia podría no ser la extensión y detalle de los programas teatrales, cinematográficos, musicales o literarios que una ciudad pone al alcance de sus ciudadanos y turistas. Pero es seguro que la demanda, la buena y la mala, bebe de la fuente visible. Y aquí de agua entienden.

domingo, 15 de noviembre de 2015

viendo llover en 1915


La I guerra mundial transcurrió para quienes lucharon en ella entre paredes angostas que rezumaban humedad y el barro que en el fondo de las trincheras tanto facilitaba no moverse como perpetuaba los días inmovilizados, de los que solo se salía para afrontar la intemperie de un granizo de balas y esquirlas de proyectiles. Nadie como los escoceses que acudieron a ella debieron sentirse en suelo familiar. La trinchera social de la que salieron no era, a principios de siglo, mucho mejor: los centros urbanos escoceses eran un nido de pobreza y desempleo que, como en otros países, ofertaba un trabajo al mismo tiempo que una guerra.
La tasa de enlistamiento voluntario se disparó una vez que el gobierno garantizó un salario semanal de por vida a los parientes de los hombres que cayeran en el frente o volvieran discapacitados. El múltiplo previsto de sufrimiento estaba justificado: siendo apenas el 10 por ciento de la población británica en esos días, Escocia aportó el 15 por ciento de las fuerzas armadas nacionales, y eventualmente el 20 por ciento de muertos. Antes de que la escasamente poblada isla de Lewis y Harris fuera famosa por dar el mundo las piezas de ajedrez medievales que llevan su nombre, vio perder a más hombres que cualquier parte, proporcionalmente, de Gran Bretaña.
La mañana que nos dirigimos a visitar un castillo del siglo XV cerca de Sterling, en un pueblo que no llegara a los mil habitantes una multitud de hombres y mujeres se congregaba en el día nacional de los caídos. Silentes e inmóviles como tumbas de paisano, permanecían de pie rodeando lo que parecía un pequeño prado rectangular cubierto de césped, como aquí por igual jardines y cementerios.
La forma en que la sociedad civil honra unas causas e ignora otras tiene mucho del empeño gubernamental, ya sea local o nacional, en ganar guerras aún no libradas y que seguramente no necesitemos librar. Y en ello esta presencia silenciosa bajo la lluvia sugiere un bando extrañamente puro: el del compromiso individual que no merece ser manchado con eslóganes idiotas que animen a dirigir contra alguien lo que sientes. El sacrificio de fondo que se honra seguramente ha de ser más fácil de atesorar si las guerras que recuerdas lo son en defensa de una causa noble o necesaria, y no contra tu vecino de calle.
Causa común. Escoceses de la Commonwealth y la Gran Guerra” -reza el título de la exposición que el año pasado unió a los Museos nacionales de Escocia. Pasmoso como sea imaginar algo así en España, lo es aún más el grado de reflexión que sugiere el eslogan que acompaña al logo creado para conmemorar el centenario del comienzo de ese conflicto: “¿Qué aprendimos de todo esto?”. Esa lección: cómo honrar una trinchera exige antes salir de ella.

sábado, 14 de noviembre de 2015

poleas de la sociedad impermeable


Como un tic cuyas poleas interiores uno solo imagina, la ingesta de alcohol en estas tierras –que por ejemplo permite ver pedir dos pintas de una vez para ahorrarse un segundo viaje a la barra- tiene en el Museo de Autómatas de Glasgow un espejo no por nada originario de otro lugar, Rusia, en el que no se bebe menos ni de forma menos catastrófica: ruso es el autor de las maquinarias de la alegría y la tristeza que, encadenadas de forma no previsible –la que sigue a la que estás viendo podría estar en el otro lado de la sala y no al lado de ésta- acompasan sus engranajes al ritmo y tono de las músicas elegidas para cada una de ellas, y que van desde un pasaje jazzístico a un fragmento de una pieza de Barber, un fox trot, un vals o una tonada popular zíngara.
Descrito por un grupo de españoles que trabaja en la Universidad de Stirling, las músicas que uno percibe de primeras –una amabilidad no enfática pero sí omnipresente- son, no los ritmos a los que se mueven las poleas sociales, sino su eco: una forma de cortesía, de profundidad pactada y estricta, en el que las fiestas de cumpleaños infantiles empiezan y acaban a una hora clara y predeterminada, tras la cual la primera persona en irse es la madre del niño que festeja. Donde una invitación a la vecina de enfrente –que no trabaja y por lo tanto está en casa casi todo el día- a tomar café genera de vuelta una cita dentro de quince días. O donde, de salir el sol por sorpresa –como si aquí hubiera otra forma-, los únicos que se presentan a la invitación súbita son españoles. El “too rude” podría, así, servir para cerrar un círculo que empieza justo en la misma sensación que acoge a quien intenta profundizar en una invitación permanente, de roce diario.
Una de las poleas extrañamente conectadas a esa discreción del individualismo más correcto es el alcoholismo gregario, inmediato y furibundo que reúne en los bares a quienes mientras no sostienen una cerveza sostienen la actitud más opuesta imaginable. Es una visceralidad amparada, protegida por un momento y un lugar concretos que, sin embargo, posee la cualidad adaptativa más insospechada, como cualquiera puede apreciar al ver deambular determinado turismo británico al llegar a España, como si un país tuviese el poder de ser, a sus ojos, ese lugar y momento concreto 24 horas al día.
Irónica como pueda ser semejante transfusión de identidad en un país en el que la identidad es justo un caballo de batalla ubicuo, ni siquiera la familiaridad escocesa con los usos etílicos españoles podría explicar la afinidad súbita: los ingleses beben más que nosotros. Así que pudiera ser solo el benéfico influjo de no hallarse entre iguales. La paradoja es que, tratando de ser nosotros, son lo opuesto: pues si algo es un español es español en todas partes, es decir: mejor, más cómodo entre 10 compatriotas que entre tres, mejor entre 100 que entre 50.
Con lluvias fácilmente constantes todo el año, aquí no se viaja, se huye. Es más sencillo encontrar un escocés de turismo en Murcia que en las Highlands. Eso no significa quedarse en casa hasta entonces: hay mucho excursionismo, la gente corre, juega al golf o al fútbol con mucha o poca lluvia. Para compensar semejante indiferencia, el clima es cruel con ellos: en los cuatro días que hemos pasado allí los cielos estaban despejados de noche y totalmente cubiertos de día.

viernes, 13 de noviembre de 2015

meet the scottish





El Museo Nacional de Escocia alberga estos días Photography, A victorian sensation, un recorrido por el rostro de la fotografía en el siglo XVIII y XIX. El nuevo brillo de la fiel reproducción del mundo llegó de la mano de la opacidad del mismo mundo representado. La revolución industrial, auspiciada por la máquina de vapor del escocés James Watt en 1769, oscureció los cielos de las ciudades mientras en su núcleo prosperaba el pulmón de la sociedad futura: la clase obrera, posteriormente burguesía, que hizo de Glasgow un lugar floreciente, al menos durante setenta años. Los astilleros y los talleres de la industria del algodón que en 1840 llevaron su población hasta los 20.000 habitantes vieron perder en 1931 el 65% de esos empleos.
Cuando el petróleo del mar del norte reinició los motores de la economía nacional en la década de los setenta, ya no existía en qué emplearlo: el país que empezara el siglo como potencia mundial en ingeniería naval y construcción, en producción de tejidos, acero, hierro y carbón había declinado irremediablemente, de camino a la revolución industrial del siglo XXI, que ha cambiado la emisión de vapor por la de activos tóxicos. Edimburgo es hoy una de las plazas financieras más importantes de Europa. Y en ello, acaso una de las pocas en las que el consumo desorbitado de Whisky está justificado.
Hoy, cuando llamar “inglés” a un jugador escocés durante la retransmisión de un partido de fútbol provoca cientos de llamadas de protesta a la BBC, la identidad nacional sigue saliendo a la calle vestida de ambos bandos: orgullosa, rabiosamente escocesa, pero capaz de votar mayoritariamente a favor de seguir siendo parte del Reino Unido. Al menos tan ingleses como el resto. O exclusivamente escoceses de puertas adentro, que también podría ser.

jueves, 12 de noviembre de 2015

el rey colmillo


En una tierra en la que la identidad nacional viene en no poca medida de negar la inglesa, las voces opuestas que Shakespeare puso a torturar el interior del único rey escocés de su catálogo podrían ser, dentro de la cabeza de Macbeth, solo la misma voz con diferente acento: escrita por un dramaturgo ingles a partir de las Crónicas de otro –Raphael Holinshed- acaban siendo la voz inversa: no la de un escocés en manos inglesas, sino al revés, pues Holinshed tomó la suya de la Historia de los escoceses, escrita en latín por el escocés Hector Boece.
Escrita por Shakespeare quinientos años después de que el Macbeth real reinara en Escocia en el siglo XI, aúna la fidelidad a Boece con un matiz perverso en ella: ensombrecida por éste la figura de Macbeth para agradar al rey de aquellos días, Jacobo V de Escocia, la maldición que Shakespeare puso en manos de tres brujas es una que los reyes antiguos temían tanto como sabían cierta: Macbeth reina tras asesinar, entre otros, a Banquo. Pero es solo para cumplir el designio ajeno, pues al matarle permite que la profecía –matar al padre para propiciar el reinado del hijo- se cumpla: el hijo de Banquo regresa para matar a Macbeth. Jacobo V hubiera apreciado el matiz Shakesperiano: si Boece trató de exaltar a un hipotético antepasado de éste, de nombre Banquo, el propio Jacobo V era ya su sucesor real y a la vez el descendiente novelado, convertido en rey a la edad de un año.
Si en la ficción Macbeth se abre paso en la historia escocesa a través de la sangre derramada de reyes escoceses, la realidad es aún más novelesca: tras matar al rey Duncan, Macbeth sería asesinado por el hijo de éste –Malcolm Canmore. Si en la ficción es Macbeth quien asesina o intenta asesinar a los hijos de sus contendientes, en la realidad sería el suyo, su hijastro, el que cayera a manos de Canmore.
Puede leerse como una partida de ajedrez entre la biografía y el teatro, y de hecho ese ajedrez existe: tallado en el siglo XII a partir de dientes de morsa, y de origen escandinavo, setenta y ocho piezas fueron halladas en la isla escocesa de Lewis a principios del siglo XIX. Cómicamente elaborados, y perfectamente conservados, contienen reinas que se aburren sentadas en el trono, obispos que sostienen el cetro como si un paraguas, o soldados que muerden el escudo tras el que se esconden, mezcla de hambre y ferocidad. En todos hay ojos que uno puede encontrar hoy en una serie de dibujos animados como South Park. Macbeth reinó un siglo antes de que fueran talladas y la parodia que representan arduamente bebía entonces de reyes que llegaban al trono entre sangre vertida y salían de él de la misma manera. Ningún tablero se conserva, pero se cree que éstos pudieran ser rojos, como para añadir realidad a la ficción.
Solo once se conservan en el Museo de Escocia en Edimburgo. El resto está, dónde si no, en manos inglesas en el Museo Británico. Fue un islandés –Gudmundur G. Thórarinsson- el que en 2010 sugirió una salida al problema de la identidad de la monarquía, y más importante, de la religión dominante en el tablero británico al sugerir que las piezas podrían haber sido talladas en Islandia, al hallarse varios guerreros vikingos entre las piezas, frecuentes en sagas y poemas, cuyo ardor en batalla les llevaba a morder sus propios escudos. Un ajedrez Shakespeariano mostraría a Macbeth, no como rey –que eso queda reservado a Lear- sino como peón, el peón más cercano al rey. Quien tallara las piezas en el siglo XI no pondría muchas pegas a que Falstaff fuera la reina.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

we, the objects



Uno de los museos más pequeños de Edimburgo acoge cientos de ellos –el de la imprenta, el de la judicatura, el de la importancia de lo postal, de la vestimenta, de la vida en tiempos de guerra. The People´s Story, en Canongate, muestra la vida tal y como es, hoy y hace cien años: dividida no en días –demasiado parecidos siempre- sino en objetos, en aquellos que empleamos a diario, en los que solo una vez, en los que nunca. En los que queremos y los que odiamos tener que usar. Distribuidos en no muchas vitrinas, son ellas, las cosas, las que cuentan la vida en Escocia desde finales del siglo XVIII: la vida de una cocina durante la guerra, de un camarote, de un calabozo, de un vagón de tren. Steph, a quien provoca escalofríos ver muñecos de cera adoptar la postura y la mirada de un hombre, quizá lo que dice con ello es que son las cosas las que, incluso envejecido o perdido su uso original, siguen vivas entre nosotros, esperando la ocasión de que un súbito declive de la prosperidad y la técnica asociada a ella vuelva a llamarlas, a depender de ellas. En un país en el que o acaba de llover o está a punto de hacerlo, el plástico que cubre desastradamente a algunos de quienes pasean sus calles parece venir de una vitrina más, la de un café a estas horas.

martes, 10 de noviembre de 2015

Islas de tesoros parciales


Nacidos con apenas ocho años de diferencia en Edimburgo –Robert Louis Stevenson en 1850, Arthur Conan Doyle en 1859-, un nexo mayor les esperaba detrás y otro delante. Y si la invención de Sherlock Holmes en 1891 es también la reinvención mejor, más ancha, contradictoria, nítidamente humana, del molde tópico que Stevenson publicará en 1878 bajo el nombre de Florizel, Príncipe de Bohemia, mucho antes, en 1605, Don Quijote les observaba partir hacia sus aventuras con similar familiaridad: a Doyle en la no velada crítica que Holmes dedica a “su Boswell”, tan próxima a la que el Quijote queja respecto a su transcriptor, Benengeli. A Stevenson, en la figura, tiesa de puro estereotipo, del caballero de Bohemia que vive para serlo, que necesita serlo en cada afirmación, en cada gesto, como si más que el honor luciera un lifting estiradísimo del apellido y lo que éste conlleva.
De igual forma que Holmes parece encarnar al hombre sin las servidumbres del hombre –“Todas las emociones, incluida el amor, resultaban abominables para su inteligencia fría y precisa pero admirablemente equilibrada. Siempre lo he tenido por la máquina de observar y razonar más perfecta que ha conocido el mundo… jamás hablaba de las pasiones más tiernas, si no era con desprecio o sarcasmo” –escribe John Watson en el prólogo a Escándalo en Bohemia (1891), el Florizel de Stevenson, príncipe de Bohemia que Doyle acaso pudo haber leído antes de cumplir los veinte años, es un detective sin las servidumbres del nombre. “los príncipes y los detectives sirven en el mismo cuerpo. Ambos somos combatientes contar el crimen… ambos sirven igualmente para hacer honorable a un hombre virtuoso… yo preferiría ser un buen detective que un soberano débil e innoble”-dirá en el último capítulo de El diamante del Rajá.
Así, tal si a Holmes bastara el dr. Watson, como a Florizel el coronel Geraldine, tan irreal es imaginar en la Bohemia de 1887 a Holmes suspirar de amor por Irene Adler –al cabo, guardado entre sus papeles entre “un rabino hebreo y un comandante de estado mayor, autor de una biografía sobre los peces abisales”- como, unas calles más allá, a Florizel guardar para sí a la srta. Vandeleur en lugar de casarla con Francis Scrymgeour. Y si la altiva forma de Florizel de recordarle a su escudero su lugar social paga en moneda rara a Geraldine tras salvarle éste la vida en El club de los suicidas, el respeto reverencial de Watson parece tener como destinatario a aquel Florizel y no a Holmes –“había en su manera magistral de captar las situaciones y en sus agudos e incisivos razonamientos, que hacía que para mí fuera un placer estudiar su sistema de trabajo y seguir los métodos rápidos y sutiles con los que desentrañaba los misterios más enrevesados. Tan acostumbrado estaba yo a sus invariables éxitos que ni se me pasaba por la cabeza la posibilidad de que fracasara”. Magistral, agudos, incisivos, un placer, rápidos, sutiles, invariables éxitos. Todo eso en solo seis líneas. Ni en los más álgidos instantes de gloria del Príncipe de Bohemia, el coronel Geraldine llega a tanta adulación.
Es una posibilidad imaginar al propio padre de Florizel bajo los ropajes y la máscara del falso conde de Bohemia, von Kramm, que se presenta ante Holmes para pedirle ayuda, a él, un verdadero detective, en un asunto que concierne a la gran casa de Ormstein, reyes hereditarios de Bohemia. Un asunto que bien podría ser, siguiendo el juego, poner coto a las andanzas de su hijo, el Príncipe heredero, que con la ayuda de Stevenson, el tiempo y como producto del aburrimiento, perderá el trono al final de El diamante del rajá. Olvidas que este rey Guillermo Gottsreich tiene en el relato de Doyle apenas treinta años y funciona.
La mayor diferencia es, por supuesto, de credibilidad: las formas aristócratas de Florizel se leen casi como una sátira del género detectivesco, mientras que lo que hace humano a Holmes es hoy aún más humano que en 1887 –“¿no le importa infringir la ley? –Holmes. Ni lo más mínimo –Watson. ¿Y exponerse a ser detenido? –H. No, si es por una buena causa –W.” Y mientras no hay una respuesta del escudero de Florizel que no sea estrictamente honorable, Watson es libre, en la misma novela, de decir de Holmes la ristra de halagos previos y también de espetarle “Si hubiera usted vivido hace unos siglos le habrían quemado en la hoguera”.
Los personajes imitaban a quienes los escribían: además de su perfectamente opuesta postura ante el alcohol, mientras Doyle se doctoraba en medicina en 1885, Stevenson entraba en los últimos nueve años de quebrantos de salud, y si la biografía de Holmes incluye una grave enfermedad que le tuvo postrado todo el invierno de 1865, la de Stevenson hacía lo propio arrastrando la fragilidad que le dejara la tuberculosis padecida de niño. Y solo unos meses separan el viaje de Doyle a las cataratas suizas de Reichenbach en que ubicaría la primera muerte de Holmes, de la que, más seriamente, afrontaría Stevenson en 1894. Por un pasillo no menos discreto se llega al Writers´ Museum desde la calle Lawnmarket, en Edimburgo. Es un túnel que desaparece una vez dentro, pues el mapa literario expuesto solo contiene a Stevenson, a Robert Burns y a Walter Scott. Holmes se hubiera quedado en casa al saberlo, probablemente a leerlos.

jueves, 24 de septiembre de 2015

Otros platos






Instrucciones para saber qué soy


Si no fuera porque su propia definición la destina a la categoría de exposición temporal, la evolución de las opiniones de una parte del mundo acerca del resto crearía un museo en el que las confluencias y los desencuentros llenarían salas innumerable, darwinianamente repletas de formatos del juicio humano sobre sí mismo –fosilizado, tumoral, inmune, autodestructivo, con o sin núcleo dentro.
En la mochila de un soldado británico que recorría Francia en 1944 viajaban, como una vitrina de papel, las Instrucciones sobre qué encontrar en tiempo de guerra y cómo afrontarlo. Publicadas hoy en nuestro país junto a los no menos estimulantes Instrucciones para un soldado norteamericano en Gran Bretaña y las Instrucciones para un soldado británico en Alemania, tanto condensan la historia de páginas más atroces y antiguas entre los dos pueblos en cuestión, como extractan qué pensar y sentir, qué aceptar y a qué renunciar una vez en un país que no es momentáneamente el que es; que no está donde dicen los mapas sino en Alemania; y que es gobernado por franceses que el resto no reconoce como tales.  
Pulcro, respetuoso, magníficamente atento a la verdad incluso cuando ésta es menos conveniente, el panfleto glosa la historia reciente de Francia, el historial de su relación con Gran Bretaña, y antepone a la obligación de comportarse con corrección el que los alemanes lo hubiesen hecho antes en esa misma tierra por entonces, pese a ser la fuerza invasora –“su comportamiento ha sido deliberadamente mucho mejor, se han comportado con extrema corrección”
Leídas hoy, algunas de sus directrices semejan instrucciones para mirar un cuadro mientras éste es pintado y borrado delante de quien lo observa –“el mero hecho de comprar comida en una granja puede significar con toda probabilidad que algún niño de una ciudad cercana se quede sin comer” y terminan por contar esencialmente la mirada del que llega –“son más educados que la mayoría de nosotros y disfrutan con una discusión intelectual más de lo que lo hacemos nosotros… en esencia, son tanto o más tolerantes que nosotros… han destruido menos edificios notables en proyectos de mejora urbanística… el francés de a pie es bastante más consciente del arte que el ingles de a pie”. La coda del manual consta de instrucciones de cortesía que hoy asombrarían por su delicadeza, por su sensibilidad en tiempos de guerra.
En una versión más contundente, el museo de lo que pensamos de los demás hasta que entramos en razón tiene sedes en todo el mundo: Museos de la guerra, del genocidio, de la invasión, de la colonización, de la esclavitud, de la desaparición de culturas hasta su extinción.
Uno que aglutinara lo que Bélgica pensaba del Congo a finales del siglo XIX, lo que Lousiana de la raza negra a principios de ese mismo siglo, pero también lo que esa misma población, belga o norteamericana, convertida en prototurismo, dejó escrito acerca de esos mismos temas en sus viajes al otro lado de la verdad sembraría de Museos de las Confluencias lo que la palabra “diversidad” reúne de forma menos cultural, política o económica que genealógica.
El soldado británico que disparaba a un alemán en 1944 lo hacía en un país que no era el suyo, para liberar a gente cuya lengua no entendía. Y a la vez, lo hacía no conminado a exterminar al pueblo invasor, sino a “devolverles al país del que salieron”. Una forma más barata de crear esos museos por doquier sería imprimir, en tiempos de paz, lo que cada país elige contar a sus ciudadanos cuando viaja a otro: adjuntar a la mochila de cualquiera, junto a la Lonely Planet, la inexistencia de un Lonely country.
Una de esas guías impresas hoy día podría contar la historia de un país a través de lo que sus nativos dieron al mundo antes de nuestro tiempo: cómo un país cualquiera, unificado en 936, llegó a ser un estado altamente desarrollado y en el siglo XIV empleó la primera imprenta de tipo movible del mundo. Cómo vivieron casi doscientos años en paz hasta mediados del siglo XIV. Y ni Corea del Norte podría negar hoy que su aislamiento actual es solo torpeza política, no destino.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Confluencia y extravío



Por apenas unos meses Oliver Sacks no ha llegado a tiempo de ver representada en Lyon la ópera de Michael Nyman El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, basada en el libro del mismo título que aquel escribiera en 1985. Su último libro publicado en vida –Alucinaciones- contiene una explicación que puede aplicarse también al fenómeno religioso -"Las alucinaciones no pertenecen en su totalidad a la locura. Mucho más comúnmente, están vinculadas con la privación sensorial, la intoxicación, la enfermedad o el prejuicio".
Sacks se habría encontrado a gusto al visitar el Museo de las Confluencias, un compendio espléndidamente ensamblado de ciencias de la biología y artes de la cultura humana, antigua y contemporánea. La ciudad que previo a la Segunda Guerra Mundial era “una metrópolis del Catolicismo”, al extremo de que el gobierno títere de Vichy fue bendecido por las autoridades eclesiásticas, alberga hoy una sala que divide la ambición humana en los epígrafes Creadores y Organizadores, y ubica la práctica religiosa en esta última.
Una pantalla con siete videos permite sondear la visión del hecho religioso hoy, a manos de un agnóstico, un católico, un musulmán, un judío, un taoista, un cristiano ortodoxo y un budista. Ninguna de ellas es inmune al rumbo del mundo e incluso una de las que menos parece distinguir el tiempo en que aplica sus fantasías, como el judaísmo actual, sorprende con una mirada lúcida y atemperada del hecho religioso como algo que o logra conciliar su papel con el de otras religiones y preceptos cívicos, o habrá de replegarse y aceptar un rol muy secundario. Sacks lo habría llamado una alucinación necesaria, es decir el reverso de su definición.
Estos días reluce una exposición temporal sobre los Gabinetes de curiosidades, creados en Europa al viento de la exploración naval que trajo el Renacimiento, que en el siglo XVII tanto podían mostrar colecciones de monedas, medallas y cuadros, como piedras, plantas y animales. En el siglo XVIII, ya adscritas mayoritariamente a Bibliotecas públicas, Sociedades y Academias, evolucionaron hacia la especialización temática, y un siglo más tarde dieron lugar a lo que hoy conocemos como Museos.
Constituidos en una era en la que el conocimiento científico se abría paso entre las brumas del permiso divino, las colecciones, organizadas arbitrariamente a medida que los nuevos especímenes se acumulaban y recalificaban el orden previo, tanto iniciaban el dibujo de un árbol de la vida como, en el caos, celebraban que éste solo pudiera venir de Dios. La alucinación estaba ya en el propio proceso de búsqueda, anclado en lo bizarro y lo monstruoso, en lo que podía, alternativamente, ser catalogado de misterioso por la ciencia y de fabuloso por la fe.
La superstición que guardaba un bote o mostraba un cuerpo disecado acabó por atraer su antídoto: el carácter híbrido, en el límite de distintos órdenes naturales, de algunas de sus muestras generó debates y éstos trajeron consigo la investigación metódica, el genuino pensamiento científico que actuó de ventilador llegado el día. Cuando ninguna mujer pudo ser confundida con un sombrero, o cualquier otro objeto inanimado, la fe terminó de merecerse a Sacks. 

martes, 22 de septiembre de 2015

Tintes para la copia mala



La falsificación permea la vida de las naciones y su memoria no escapa a esa trampa. Preguntados por aquello que representa su nación en el mundo hoy día, franceses de diversas partes del país recurren a una visión imposible del idealismo democrático en que fueran educados: son parte de algo que ya no se cree nadie. Es un rasgo contemporáneo que comparten, pero su decepción viene acaso de un lugar mejor: preservada la cultura y la educación como banderas no muy remendadas, lo que defiende su presencia en el mundo está hecho de ataques a su misma esencia.
Camuflada la dignidad perdida del obrero en su redefinición a la baja forjada en los mercados laborales sudamericanos, asiáticos y africanos; convertida la patria de la separación de poderes en la de quien vende, por separado, más armas que nadie en Europa a quien lo demanda, Francia vive mejor en los ojos de quien llega a ella que en los de quienes la habitan.
Paradójicamente, el rasgo tan francés del debate ideológico, de la discusión y la confrontación racionalmente entendida como herramienta permanente ha acabado por reproducir, a su pesar, la contradicción que gobierna su forma política de estar en el mundo. En la discusión, no siempre creadora de decisiones, que les anima habita hoy el racismo indisimulado, y exitoso, que defiende marine le pen; la solidaridad extraviada que el socialismo echa en las espaldas de la globalización, o la conversión de la cosa pública en un saco en el que poder parecerse todos demasiado.
Preguntados por cuándo se torcieron las líneas maestras, sarkozy convive con la alternancia de poderes como muro que impide apreciar el momento en que se quiebra. La defensa de los derechos humanos comparte habitación con una cierta indecencia a la hora de aplicarlos cuando más escuece su factura. Inevitablemente, al mundo le es más fácil ser sí mismo en Francia de lo que a Francia le resulta ser ella en el mundo.
En una de las salas del Centro Histórico de la Resistencia y la Deportación se lee acerca del diario colaboracionista Le Nouvelliste, y cómo para ridiculizar la labor de éste la Resistencia logró imprimir clandestinamente en 1943 25.000 ejemplares en todo idénticos al diario original, alterando las noticias para poner en evidencia su papel como marioneta impresa del nazismo. 
En marzo de 2016, producido por la Ópera de Lyon, el Teatro de la Croix-Rousse acogerá nueve representaciones de la ópera infantil Brundibar, compuesta por el checo Hans Krása entre 1942 y 1943, y que fue parte fundamental del ocio infantil en el campo de concentración falsificado que el nazismo erigió en Theresienstadt, Checoslovaquia, para engañar la inspección occidental que las fuerzas aliadas delegaron en la Cruz Roja, y ésta en el suizo maurice rossel, quien con el tiempo sería puesto en su sitio por Claude Lanzmann en uno de sus documentales.
Los niños que participaban en las representaciones eran enviados a Auschwitz cada tanto, asi que el reparto de la ópera era renovado continuamente. Preguntados quienes asistían a ellas, pocos hubieran podido decir algo bueno sin recordar antes lo perdido una semana antes, en el mismo escenario, bajo la misma música, en el mismo idioma e idénticos ropajes. 

lunes, 21 de septiembre de 2015

Afluentes del monstruo de la identidad



Si bien inicialmente más cerca de Ginebra que de Lyon, Mary Shelley ubicó parte de la peripecia de su monstruo de Frankenstein junto al Ródano, y es finalmente hasta el Mediterráneo que cruza Victor Frankenstein en busca de su creación, que es decir en busca de sí mismo, de una forma evolucionada de su conciencia que no acierta a advertir, nublado por el crimen de aquel, que es consecuencia directa de la acción de su inventor.
El Ródano atraviesa el sureste de Francia, y una monstruosidad actualizada desciende con él sin dejar de nadar en aguas de lo que Shelley pusiera en el creador de aquella desdichada criatura hecha de cosas muertas: en un país en el que el racismo presume, vía lepenismo, de costuras evidentes, la idea que huye de quien la creara habla francés sin asomo de acento marroquí y cada vez que vuelve la cabeza para advertir a sus perseguidores ve gente normal, que al tiempo que pugna la marginación étnica cultiva viñedos o va al teatro.
Extracta John Carlin en El País 14.9 el libro de Benjamin Barber, Yihad versus McMundo: cómo la globalización y el tribalismo están remodelando el mundo -“Las rebeliones de la izquierda, de la derecha, de los nacionalismos y del islamismo radical que definen el mundo en 2015 se expresan de diferentes maneras pero todos comparten un impulso “yihadista” similar: su rechazo a un mundo culturalmente y económicamente globalizado (“el McMundo”) en el que las multinacionales, los bancos de inversión e instituciones transnacionales como el Fondo Monetario Internacional o la Unión Europea subvierten la democracia, la identidad o la tradición. “Se reúnen aislados el uno del otro”, bajo diferentes banderas étnicas, religiosas o ideológicas, escribió Barber, pero en una lucha común contra “el capitalismo cosmopolita” cuyo dios es el mercado… Esto ha ocurrido como consecuencia del cinismo que ha generado el carácter antidemocrático de las instituciones financieras y la corrupción en las instituciones políticas. El hecho es que sí existe un déficit democrático y parte de la responsabilidad por la reacción que ha provocado la tienen que asumir las democracias europeas”.
La dependencia que Barber sugiere a partir de la propia naturaleza del conflicto –“Lo que propongo en el libro es que hay un choque entre, por un lado, el triunfo del capitalismo global y de un mundo unido alrededor de la comida rápida, los ordenadores rápidos y tal y, por otro, las fuerzas que se oponen a esta noción de la modernidad… La idea clave es que los unos necesitan a los otros, incluso que los unos crearon a los otros”- es la de un monstruo creado por otro, donde, como en la obra de Shelley, cada uno pide cuentas al otro. Y donde, enésimamente, uno no se reconoce como padre del que huye de él. 
Tunecinas, marroquíes, argelinas… como ciudades temáticas, poblaciones en torno a París aglutinan población negra y árabe que demuestran que la renta es la barrera última de la integración. A imagen y semejanza, el ladrillo del muro lepenista, hecho de pérdida de posición social de la clase media oriunda, de voto anciano y poco próspero, acaso también lo es de cierta sensación de inferioridad idiomática respecto a quien habla su lengua tras hablar la de su lugar de origen, al menos atemperado por el hecho de que en Francia se valore la cualificación, venga de donde venga o en el color que venga.

domingo, 20 de septiembre de 2015

Vino que envejece en el oído



Recorrer en descapotable las colinas sembradas de viñedos que conducen a Oingt, al noroeste de Lyon, en un día soleado, añade quilates a penetrar el llamado País de las piedras doradas, a las que el óxido de hierro confiere un aspecto complementariamente antiguo en una zona vinícola en la que predomina el Beaujolais, un vino joven que oferta las tres variedades en un formato de cooperativa que agrupa a 80 productores.
El órgano que define un territorio oculta cuarenta más, aunque no los oculta mucho: expuestos en una de las casas en forma de servicio municipal, unos cuarenta organillos y fonógrafos de distintas épocas permiten escuchar polkas, valses, tangos, tonadas populares, incluso himnos que surgen de barricas que más recuerdan hoy a diligencias que crujieran armónicamente mientras las agitas.
Como los vinos cuya conclusión de la cosecha se celebra el día que llegamos, los organillos que hoy suenan una vez al año en un festival que cumple 35 años, animaron ferias y verbenas durante décadas, transitando del siglo XIX al XX mientras mutaban en muebles que guardaban un siglo súbitamente envejecido. La I guerra mundial los convirtió en otro tipo de tumba, al que el gramófono añade paletadas de tierra al dejar escuchar una canción francesa de entreguerras.
Hechos a partir de un pliego de cartón en cuyos orificios el aire crea el sonido, los organillos crearon un molde al final de su era, que conservando el procedimiento –pequeñas incisiones a modo de notas- alumbraron lo que sería su olvido: en la última de las salas, un organillo eléctrico muestra, una vez abierta la tapa frontal, un disco metálico del diámetro del tambor –el tambor- de una lavadora. Desescalado, lo que gira tortuosamente mientras pugna por sonar como sus antepasados, es ya el disco de grafito que vendría a posarse en el mundo y en el gramófono que hoy, como en un panteón familiar, duerme el mismo sueño justo al lado. 

sábado, 19 de septiembre de 2015

Recuerdos del paredón


Como a otros Museos similares en Moscú, Londrés, Varsovia o Berlín, al Centro de Historia de la Resistencia y la Deportación de Lyon se entra como se subía el viajero del tiempo en la máquina imaginada por Wells en 1895. El paseo por sus últimas salas es también la idea final de la peripecia Wellsiana: de ese viaje parecerías no poder volver.
Precariamente iluminada para simular las deficiencias eléctricas en tiempos de guerra, o el miedo que la iluminación excesiva podía atraer en un mundo de sombras, la calle francesa recreada termina en una casa a la que se entra como a un mundo ya extinto y sin embargo instantáneamente vivo, o lo que es peor, posible: sus paredes y lo que albergan transportan indefectiblemente a la Francia ocupada de 1940.
Una radio emite un boletín de aquellos días, alternado con música de la época, forzosamente triste entre esas paredes; la mesa, con tres platos puestos sobre un mantel de hule roto a la espera de la comida; un estante con pocos libros; un ropero; una maleta acaso siempre preparada; una bombilla precaria alumbrando u ocultando cada parte al resto; un desvaído papel pintado en la pared. Pero es encontrarte a solas y en silencio lo que crea el espejismo y lo fija. Es día laborable de septiembre y no somos muchos ese día en el Museo, asi que uno se queda en medio de la habitación, sintiendo la parálisis de aquel mundo, la desolación como una vela que se consume pero nunca logra apagarse.
Esa penumbra fue el reino de klaus barbie, quien comandó los crímenes de la Gestapo en Lyon entre 1942 y 1944. Es toda una declaración de intenciones el que el recorrido anteponga a la voz muda de las cartillas de racionamiento, paracaídas, ametralladoras o imprentas clandestinas la del asesino y sus víctimas en el documental con que se inicia el recorrido, y que recoge algunos de los testimonios grabados durante el juicio celebrado en 1988.
La imperturbabilidad de aquel durante la parte del juicio que fue forzado a atender es la de quien trata a los supervivientes como a muertos de permiso, o como a piezas de un museo que no le interesara por sabérselo ya. Muchos, si no todos, de quienes hablan con voz entrecortada narrando las torturas –algunas de ellas irreproducibles- fueron sacadas de casas como la que se reproduce al final del recorrido museístico.
Miles de judíos no volvieron a ellas ni a sitio alguno. Y la Francia que, bajo el régimen de pètain, quiso construir paredes aún más antiguas dentro de las existentes acabó garantizando a barbie un juicio tan justo que incluso le permitió no escuchar las atrocidades que escucharon los jueces al oír a los supervivientes. Y sin buscarlo, hizo por fin algo humanitario por sus víctimas: uno no imagina, viendo a tantos hombres y mujeres, adultos o ancianos, llorar al narrarlas cuarenta años después de sucedidas, si hubiesen sido capaces de hablar de hallarse en la misma sala el asesino.
Antes de ser extraditado tras cuatro décadas de libertad impune en Bolivia, barbie trabajó para el contraespionaje estadounidense en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Acaso justo ese panel que explicara la posición norteamericana espera el olvido en medio de la calle oscura que lleva a la casa vacía o vaciada. 

viernes, 18 de septiembre de 2015

Túneles al aire libre



Considerada la capital gastronómica de un país cuyo lema –libertad, igualdad, fraternidad- suena también a principios del placer de comer, Lyon permite un segundo símbolo que viaja por debajo, oculto tras puertas anónimas en la parte más antigua de la ciudad: más de trescientos pasajes secretos –traboules- comunican más de doscientas calles, camuflando un perímetro de 50 km. en pasadizos angostos, oscuros y no bien ventilados.
Construidos por los comerciantes de la seda en el siglo XIX para poder desplazar sus mercancías sin exponerlas a la lluvia, y utilizadas por la Resistencia durante la Segunda Guerra Mundial, permiten preguntar por los pasillos ocultos que unen la identidad de un país bajo el alfombrado ubicuo de urbanismo, clima, cultura y población visible.
Respuestas nacidas en Lyon, Marsella o Toulouse dibujan el mapa de un lema antiguo que, en su avanzar por el pasillo del edificio nacional, parece haber quedado atascado, incapaz de avanzar, tortuosamente renuente a pensar que retrocede: libertad, igualdad y fraternidad huelen hoy, en la definición difícil de los consultados, al tamaño de sus respiraderos más que al de horizontes no tan antiguos.
Lo que fuimos y ya no; lo que se quita a todo el mundo a la vez, no solo a quien nace aquí o allí; lo que se suponía que debíamos seguir siendo, lo que se nos enseñó a ser. La nostalgia de un mundo atrincherado entre tres palabras grandiosas no resiste la presión de las paredes empujadas hacia dentro por fuerzas que escapan a una mera identidad nacional, por ancestral o poderosa que sea en la defensa de sus principios.
La pérdida de peso en el mundo como reflejo de la pérdida de peso individual en una sociedad que prima el individualismo mientras lo vende a precio de saldo por acumulación de stock. La educación como sector en el que se invierten las mejores vigas. La influencia de la francmasonería en decisiones de calado nacional. El racismo como hijo tonto de un colonialismo mal digerido, deseado tragar de una pieza para que pase mejor.
La autocrítica solicitada suena más doliente en un país en el que, al contrario que en el nuestro, la gente se moviliza para pedir cosas o denunciar el menoscabo de otras. En un Liceo francés la educación es pública para un nativo y privada para el resto. Entre sus paredes, por ley, la obra de Claude Lanzmann es tan obligatoria como la de Moliére. En Francia está mal visto hablar de dinero, de la ostentación que sarkozy tan explícitamente representa.
Una mujer parisina explica que esos túneles pudieran constar de dos muros superpuestos: uno compartido por todo francés, sea cual sea su origen o pretensión étnica, hecho de rasgos comunes ligados al aprecio cultural, idiomático y geográfico que incluye laicidad, igualdad, derechos inalienables. Y otro, constituido por identidades secundarias, más o menos confortablemente asentadas sobre tan sólido somier. Y es un compromiso transparentemente establecido y exigido: su marido cubano hubo de firmar un contrato de integración.
Es un país que aún hoy ama el debate político y desprecia el fraude fiscal. Donde la calidad es un factor no negociable. Y la solidaridad, un vector social sin necesidad de subvenciones que la mantengan viva. Donde hablar de lo que cenarán es un adecuado tema para la hora de la comida. Y donde una película, estrenada estos días en España, como La cabeza alta (La tête haute) sobre los ímprobos esfuerzos del sistema educativo y judicial francés por no dejar a nadie atrás (frase que suscribe repetidamente mi vecina, una profesora nacida en Toulouse) no se ve como ciencia-ficción.
Abarcar puede servir para que todo duela más o para lo contrario, y sintetizar Francia parece doler por comparación del diseño original con el actual. Nadie de los preguntados habla de lo conservado en el proceso sino de lo perdido, y eso podría ser tanto autoexigencia propia como ese rasgo tan español: el desdén por lo que de realmente valioso tiene la identidad nacional en medio del ruido, la vulgaridad, lo pueril. 
Abarcar puede servir para que todo duela más o para lo contrario, y sintetizar Francia parece doler por comparación del diseño original con el actual. Nadie de los preguntados habla de lo conservado en el proceso sino de lo perdido, y eso podría ser tanto autoexigencia propia como ese rasgo tan español: el desdén por lo que de realmente valioso tiene la identidad nacional en medio del ruido, la vulgaridad, lo pueril.
Como en los traboules que hormiguean Lyon, lo que se tiene, guarda y vigila en las casas que surgen mientras los recorres pudiera decir del territorio visible lo que la propiedad privada dice del espacio público: que lo que es de todos se difumina a medida que prospera lo que te precias en guardar solo para ti. 

a la izquierda de la lujuria



No habían pasado 70 años desde que Diderot y D´Alembert fijaron por escrito los principios del siglo de las luces cuando Lyon fue devastada por una epidemia de cólera que dejó, entre sus vivos, el propósito de erigir una estatua de bronce de la virgen, a la que acaso la fecha prevista no gustó pues una inundación arruinó el taller del escultor y forzó el día que desde entonces -1852- honra cada 8 de diciembre la inmaculada concepción. Aunque la providencia enviara de nuevo rayos y agua sobre la celebración prevista, en 1854, los habitantes de la ciudad optaron por sacar velas a sus ventanas con que compensar humildemente lo que los fastos no pudieran. Una nueva y puntual epidemia, de frío, acoge desde entonces, al albur de ese día espontáneo de velas y fiesta, el Festival de las Luces que asombra Lyon durante cuatro días. Y permite, entre otros milagros evolutivos en el significado de la fiesta, que sobre la fachada de una catedral se proyecte un juguete digital que se sirve de cada rasgo de la fachada para simular su planificación, su construcción piedra sobre piedra, pero también su ruina, y posterior –y espectacular- invasión por ramas y hojas que cubren, y agostan, con su floración simulada las piedras en las que en ese mismo momento se sirve té, dentro, con que calentar esa parte del alma, el cuerpo. También fugazmente el de la iglesia, que acabaría ganando en el siglo XX lo que perdió en el siglo de las luces. Y que queda, en el recorrido por una ciudad como un árbol de navidad tumbado, como lo que, con más cordura, hubiera debido ser: un lugar oscuro y solemne para adictos, un juego de bombillas para el resto, unos días al año. Asentada sobre una colina visible desde cualquier punto de la ciudad, la basílica de Notre Dame de Fourvière alberga en su cripta los siete pecados capitales, justo debajo del altar mayor. Como la cera acumulada e inevitable que dejan velas y vidas al arder. 

jueves, 17 de septiembre de 2015

Un mismo paisaje



La vecina que se dedica al catering trae una bandeja para que Steph mastique una opinión al respecto. Por cada cucharada mía, ella escribe dos líneas en un cuaderno. La incapacidad de reconocer sabores es solo falta de uso de esa memoria concreta –dice. La oferta gastronómica de Lyon es una oportunidad permanente de reiniciar ese mecanismo, y la incapacidad de apreciar a la velocidad adecuada qué tipo de casquería nutre el menú de 12 platos la noche que llegamos, una ocasión para rescribir patrones antiguos del gusto personal.
El mismo camarero actúa como un órgano expuesto súbitamente al aire: nerviosísimo, lenguaraz, uno no entiende cómo sus mil muecas hallan el tiempo de asomar dado que no para de hablar. Acosa explícitamente a uno de los comensales, regaña al resto, es procaz, violento pese a ir escoltado por un ejército de risa. Es el bufón de la familiaridad con que en algunos restaurantes de la ciudad parece tolerarse al cliente al tiempo que se le atiende.
En otro restaurante el camarero abandona la única mesa a la que atender, sale a la calle, habla por teléfono durantes minutos a la vista de quienes esperan dentro. Uno de los camareros de una de las terrazas de ubicación más bella en el parque de la Tète d´Or, junto al lago, barre el suelo terroso justo al lado de donde nos sentamos para indicar, sutilmente, que prefieren cerrar ya. En París es siempre así -dice una parisina. Incluso la cualidad inherente a cenar en la terraza de uno de los mejores restaurantes de la ciudad permite la imagen, Ratatouilleana, de ver un pequeño ratón ir y venir por nuestros pies, como si la sospecha fuera un plato más.
Liberados de esa servidumbre, el hábito de gozar de la comida tiene cómplices a discreción: acostumbrados a que el queso sea en España parte de los aperitivos, cuando en la fiesta aparece, como es norma en Francia, al final, solo el gin tonic que uno sostiene en la otra mano impide pensar que lo que se está haciendo en ese instante es reiniciar la cena dos horas después de comenzada. Probablemente es justo la intención de la anfitriona.

Trenes que ruedan temprano



El año en que Louis y August Lumière inventaron el cine en Lyon, en 1895, Francia casi podía ver venir una guerra a cámara lenta con la misma mezcla de asombro y miedo con que los primeros espectadores se apartaban al ver llegar un tren en blanco y negro, más despacio de lo que lo hacía en realidad, pero igualmente dirigido hacia donde estaban sentados.
Mientras ese tren, o uno casi idéntico, unía ya el Imperio ruso vía el Transiberiano, y Estados unidos mediante la línea Atlántico-Pacífico, en Europa algo peor viajaba en línea de colisión: convertida en una de las principales potencias coloniales, Francia libró contra Inglaterra un pequeño conflicto en Sudán entre 1898 y 1899, solo resuelto en una Entente Cordial ante el súbito ascenso del Imperio alemán.
Muchos de quienes subían a esos trenes cargaban un fardo invisible: Francia ansiaba la revancha de la derrota sufrida en la Guerra Franco-prusiana de 1870-1871. En esa guerra la III República había perdido Alsacia y Lorena, que pasaron a ser parte del nuevo Reich germánico.
Los hijos y nietos de los combatientes franceses de finales del siglo XIX crecieron con la idea nacionalista de vengar la afrenta recuperando esos territorios. En 1914 sólo hubo un 1% de desertores en el ejército francés, en comparación con el 30% de 1870. El tren mundial que colisionaría en 1914 viajaba ya en 1896.
Rodados en los siguientes dos años, varios de los cortos creados con el ingenio de los Lumière parecen recoger el curso de los acontecimientos futuros: uno rodado en 1896 muestra una batalla de bolas de nieves que libran hombres y mujeres a ambos lados de una calle. Cuando un ciclista llega e intenta pasar en medio del ir y venir de proyectiles es atacado con saña por ambos bandos, le derriban, se levanta, incluso entonces es bombardeado a bocajarro, huye en la misma dirección por la que vino, deja su gorra en el suelo como un cadáver de los que se iban a pudrir años después entre trincheras sin que pudieran ser enterrados. En otro, éste de 1899, un vagón que avanza junto a la construcción de las vías lo hace a saltos, literalmente, como si quisiera salir de éstas cuanto antes, convertirse en tanque.
Mientras la invención de una afrenta, la ficción nacional necesaria, crecía en Francia, Prusia y Alemania rumbo a esa otra ficción revestida de verdad documental que es una guerra, la maquinaría cinematográfica recorría el camino inverso: decenas de operadores fueron enviados por todo el mundo para rodar y mostrar el mundo de una forma que nunca antes había existido. Muchos de quienes entraban a una sala a ver esas películas cruzaban por primera vez una frontera, y esa era la que súbitamente separaba su calle de una de Japón, Indonesia, Perú o Dinamarca.
Cuando la ficción, de la mano más obvia de Georges Meliés, o después Segundo de Chomón, empezó a cruzar una segunda frontera, la que separaba el mero documento de la ficción concebida y rodada, los Lumière se declararon industriales, no creadores de contenidos. Interrumpieron la filmación de material propio y volcaron su esfuerzo en otras inquietudes, dejando que otros llevasen su invención hacia caminos inexplorados.
Solo que no fue así exactamente: en varios de sus cortos hay historias tramadas, en la línea de lo que Sennett, Keaton, Lloyd o Chaplin harían después: un jardinero que se dispone a regar un jardín ve cómo el agua sale de improviso hacia su cara mientras chequea la manguera. Un tullido que pide en la calle y obtiene de quien pasa unas monedas ve acercarse un guardia, al llegar éste, aquel descubre unas piernas ocultas y echa a correr. La mayoría de esos 1400 cortos aún se conservan y pueden verse en el Museo Lumière, en la misma casa familiar en que vivieran éstos.
Uno de esos operadores fue Gabriel Veyre, acaso el más dotado y uno de los pocos cuya carrera posterior no fue inferior en logros a la primera, más experimental. Estremece ver uno de sus cortos mudos filmados en Indonesia hace 115 años el mismo año que Joshua Oppenheimer exhibe en pantallas de todo el mundo (salvo quizá en Indonesia) su estremecedor documental sobre el genocidio en ese país –La mirada del silencio. Y que aparece en portada de la revista de cine que vende la tienda del Museo.
Mecenas a la manera renacentista, los Lumière heredaron la fortuna patriarcal que crecía justo delante de su casa familiar: las fábricas cuya salida de los obreros rodaron en 1895 fueron erigidas junto a la finca familiar. Desde sus ventanales espléndidamente decorados con motivos art decó veían los tejados y las chimeneas de sus fábricas. Quienes salían por las dos puertas –hoy recreadas magníficamente- eran más suyos que el invento cuya alcance ignoraban: esos obreros les pertenecían.
En manos de quienes con el tiempo serían dueños de más de 200 patentes en varias áreas industriales, su desdén por el nulo futuro augurado al que sería su invención inmortal resulta enternecedora. La fortuna familiar y el interés en emplearla orientada a la búsqueda científica les hizo menospreciar las posibilidades comerciales de su invento, hasta abandonarlas. Quizá gracias a ese desinterés, el cine pudo gozar de lo que la era que vivieron no: libertad de movimientos y de la paz que no necesita luchar por territorios que son de todos y de ninguno. 

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Del plumaje



Quizá porque en una fiesta de Steph es difícil hallar alguien que no necesite comer o beber sin fin, la presencia de dos holandeses que aparentemente no necesitan dormir permite por un momento dividir el mundo, no entre quienes ven el sol o no cada día, sino entre quienes podrían no necesitan una separación entre un día y el siguiente. Si uno duerme una hora en los días buenos, el otro puede pasar hasta tres sin cerrar los ojos, quizá porque su pareja, una mujer peruana, emite una luz radiante que es calor instantáneo, como si tener el sol en casa fuera incompatible con dormir.
Las nubes se las reparten los otros invitados: si uno aprecia en el acto la calidez del marsellés porque su espontaneidad, calor y sentido del humor son mediterráneos, justo ese carácter tan reconocible es, a ojos de un habitante del norte de Francia, la cualidad que le hace sospechoso. Como si cuanto más sol en tus días, con más luz hubiera que mirar tus pasos.
Lyon tiene inviernos como congeladores y aquí el carácter altivo y burgués pudiera caer en copos igual de gruesos, en eso coinciden el marsellés y el lyonés, a quienes quita el sueño la altivez, una cierta arrogancia que se me describe hecha de la pesadilla del enriquecimiento que el comercio de la seda y la industria de la impresión trajeron, respectivamente, en el siglo XV y el XVII, y que acrecentó en el XIX la industrialización avanzada, industrial y bancaria, pionera en principios de la electricidad, la química y la industria cinematográfica.
Con la alternancia de platos y bebidas, llega la del carácter: un lyonés que vive en la casa de enfrente habla con la gracia y el desparpajo de la malagueña con la que lleva 30 años casado. Certines, a 60 km. de la capital de la región de Rhone Alpes, produce a una mujer capaz de ser francesa en España y española en Holanda. El marsellés es, simultáneamente, italiano. Lo que en las horas nocturnas ve el holandés que no necesita dormir tiene en esta parte de Francia sombras parecidas.