miércoles, 10 de agosto de 2016

La cabeza hallada de Antonio Tabucchi


Si Luis de Camöes dejó deudas hacia Roma en su epopeya Los luisiadas, cuando Antonio Tabucchi llegó cuatrocientos años después para ponerlas al día, lo hizo para incrementarlas. Italiano viajado y que enseñara literatura portuguesa en la universidad de Génova, de la que saliera Cristóbal Colón, su literatura es un cetáceo que viaja por el mundo y es viajada por éste en medio de cosas que surgen y desaparecen mientras las miras, a la manera en que el propio Tabucchi contara en su diario de un viaje a las Azores que es Diario de Porto Pin, al relatar la historia del capitán inglés Tillard, que a bordo del buque de guerra “Sabrina” asistió en 1880 al nacimiento de una islita en que hizo desembarcar a dos hombres con la bandera inglesa, tomando posesión de ella en nombre de Inglaterra y bautizándola con el nombre del navío. Al día siguiente, antes de levar el ancla, Tillard constató que la isla había desaparecido y el mar había recobrado su antigua calma.
De esa fugacidad, como de la transformación en hueso de lo que estuviera vivo mientras lo mirabas, Tabucchi dejó escrito en su compilación Viajes y otros viajes, que “siempre resulta difícil establecer si las cosas que pensamos tienen más influencia en las cosas que hacemos o viceversa… Hay viajes que se han transformado en escritura… vivir y escribir son una misma cosa, pero son dos cosas distintas. La vida es una música que se desvanece en cuanto la has interpretado. La música es más hermosa que su partitura, no cabe duda. Pero de la música, una vez que ha sido interpretada, solo queda en la vida la partitura”.
Eca de Queirós, que como diplomático viajó por razón de la partitura laboral lo que Tabucchi por su música, dejó en Los Maia (1888) una ballena de más de ochocientas páginas que surca la peripecia de un apellido a lo largo de tres generaciones de riqueza e imitación de destino, el diferencial entre construir algo, heredarlo o simplemente verlo como un juguete del que ya solo se entiende el automatismo con que se sostiene.
La alta burguesía que Eca de Queirós puso a arponearse a sí misma mientras el final del siglo XIX ensayaba la misma maniobra que perfeccionaría en las guerras del XX calca en Los Maía el molde una tragedia griega en la que los hermanos que se aman sin saber que lo son sirven de sombra a una minúscula sociedad de diletantes que se odian sin saber que lo hacen, o mientras lo hacen sin levantarse de la mesa en que se juega, en la que se pondera a Lisboa como “la horrible Lisboa, con su podredumbre moral, su bajeza social, su cochambre moral y literaria…” y a Portugal como “un país que había decidido modernizarse…  y como carecía del menor sentido de proporción, y al mismo tiempo le podía la impaciencia de parecer muy moderno y muy civilizado, exageraba el modelo, lo deformaba, lo retorcía hasta la caricatura” que es exactamente lo que de Queirós puso a ser a sus héroes: caricaturas de un modelo de ciudadanos ejemplares de un país sin ejemplos, inexistente sino en sus pasatiempos de clase adinerada, e imposibilitados de alcanzar un ladrido eficaz en su pereza de gatos persas que viven para los espejos. Muertos para la vida que dicen anhelar e incapaces de comunicarse sino con quienes huelen como ellos.
“Será que los muertos, al igual que los cetáceos que se comunican con una especie de sonar natural para no ser molestados por todos los sonidos artificiales que contaminan los océanos, sienten la necesidad de aguas acústicamente limpias al objeto de que su voz no se pierda entre el ruido de fondo que nos envuelve?” –escribió Tabucchi.

martes, 9 de agosto de 2016

esquina con literatura


Manoel de Oliveira, que bien pudo haberse cruzado con Fernando Pessoa en Lisboa durante años, habría podido tratar con éste del aprecio por el heterónimo. Aún cuando antes de sentarse a la mesa, el primero no hubiera tenido forma de saber qué era eso en la obra del segundo: hablar con éste era, hasta la muerte del poeta, la única forma de saber que existían sus alter ego Bernardo Soares, Ricardo Reis o Álvaro de Campos.
El cine como heterónimo de la literatura, o al revés, está en el núcleo de la obra de Oliveira de una forma que Pessoa hubiera reconocido: desde el retrato de los amargos últimos días del escritor Camilo Castelo Branco que es Un día de desespero (1992) a la superposición Flaubertiana que es El valle de Abraham (1993), desde la necesidad de la historia adecuada en el corazón de tu relato diario que es La caja (1994) a el diario de viaje que es Una historia hablada (2003).
Sus películas son cine al que no le importa ser literatura o que se comporta abiertamente como tal: el narrador que en alguna de ellas sobrevuela la historia trata a sus personajes como parte de un plan que sobrepone a sus actos radiografías y consecuencias a los que los diálogos sirven de ejemplo, como si más que destinadas a bastarse, las imágenes hubieran de servir de ilustración a la narración.
Más aún: Oliveira no renuncia a la literatura dentro de la literatura: en Un día de desespero, la historia del ocaso de un escritor que ve cerrársele la vista sin remedio es contada como una tragedia que dos actores explican a cámara, intercalado con su recreación respectiva del escritor del XIX y la mujer que amara. En El valle de Abraham, la protagonista –Ema- es identificada una y otra vez con la Emma de Madame Bovary, libro que ella dice haber leído dos veces sin verle el parecido.
En La caja, el hombre que toca la guitarra en un bar parece venido de la novela de al lado, estar allí de paso para avanzar tramas de las que ya no sabremos nada. “Había una absorción en el canto del desconocido que le hacía bien a lo que en nosotros sueña o no consigue” –escribió Pessoa en El libro del desasosiego.
Más aún: en La caja la supervivencia se cifra, no en poder mendigar legalmente, sino en disponer de una historia lo suficientemente buena –es decir, mala- para no perecer. En El principio de incertidumbre (2002) uno de los protagonistas dice pasarse la vida “inventándose problemas” como si tenerlos fuera todo lo que necesita, no una persona, sino un personaje para seguir hablando.
Oliveira, que adaptó textos de Agustina Bessa Luis, Eca de Queiroz, José Régio, Castelo Branco o Antonio Vieira como si aspirara a leerlos, íntegros, en pantalla, vivió más de un siglo y pudo haber visto, en 2012, la adaptación del relato de Jules Barbey d´Aurevilly que Rita Azevedo Gomes convirtió en La venganza de una mujer.
Explícitamente metateatral, magníficamente escindida en escritura que contempla el mundo de 1850 y es simultáneamente contemplada por éste en 2012, es lo que Oliveira puso a ser su cine durante décadas: un decorado por el que la literatura pasea al espectador mientras los actores aún siguen en él.

lunes, 8 de agosto de 2016

dentro del pozo impreso


Separados en Sintra por un paseo de pocos minutos, el Museo de la prensa y el pozo iniciático, ubicado en la finca da Regaleira, parecen comunicados por túneles como los que salen del segundo y ponen a salvo a los turistas que tanto podrían huir en ellos del calor como del Museo, acaso el único lugar de Sintra vacío en el día de agosto en que lo visito.
Diseñado, como el pozo, como un símbolo que se desciende exponiendo significados, el Museo frecuentemente alumbra el lado dedicado a exaltar el mundo en vez de a escrutarlo, hecho de esa costumbre de las redes sociales que es mirar hacia quien te mira y no hacia lo que deberías contarles, más pensado para atraer miradas que significado.
Junto a áreas tan mediáticas como pueriles como la que llena una amplia sala dedicada a un futbolista y un entrenador portugués, famosos ambos, la que más hondamente podría contar el grosor del hilo tensado entre el mundo y quienes lo cuentan -un pasillo escaso en el que varios televisores exponen brevemente el papel de la prensa en diversos conflictos del siglo XX- parece escondida como si el resto de la exposición se avergonzara de semejante concentración de sentido.
En una sala se exhiben portadas de diversos diarios recogiendo la historia reciente del mundo. En otra, enfrentamientos reputados contados a un nivel de anécdota –entre Bill Gates y Steve Jobs, entre Lobo Antúnes y Saramago. Incluso lo que, por sí solo, podría abarcar un museo entero –el fotoperiodismo- está famélicamente aprovechado.
Uno de los paneles, el ubicado al final de la sección que recoge los duelos citados, alumbra una visión posible del Museo que pudo haber sido: a finales de 1925, Diario de Noticias recogió el que acaso fue uno de los últimos duelos celebrados en Portugal: el que enfrentó a un político republicano y el monárquico director de una compañía de gas, resuelto con la muerte del primero por estrés y no por herida de espada. “Desde entonces, los antagonistas dirimen sus duelos en los medios” –dice el panel.
Otra forma de decirlo es que las espadas se guardan hoy hasta que asoma un periodista. La forma en que los medios son usados como escaparates para difundir opiniones cuya contundencia, o zafiedad, parecen vertidos a medida de la brevedad con que el periodismo se resume a sí mismo en titulares, explicaría así a ambos miembros del pacto que une al mundo con el periodismo: ese en el que la cuota de presencia ha canibalizado el de sentido.
Algunas de las ideas del Museo no ocultan el drama: creados a mediados del siglo pasado, algunos de los más conocidos superhéroes de tebeo (Tintín, Spiderman, Superman) son periodistas en sus ratos libres. Otro de sus paneles va directo al núcleo del problema actual: titulado “Reloaded Anthropocentrism: I m the center”, dice “I like, I don´t like it, I post it, I decline it, I comment, I block it. My choice, my opinión, my text, my picture, my video. Goodbye media consumers. Hello media creators, producers, broadcasters. The world is no longer “that world that belongs to the media”, it has become “this world belongs to me and my friends”.
Dos de las mejores novelas de Tabucchi –La cabeza perdida de Damasceno Monteiro y Sostiene Pereira- están protagonizadas por sendos periodistas que han de afrontar la distancia entre la verdad del crimen de estado (encarnado respectivamente en policía corrupta e impune, y en la persecución a la disidencia en los primeros años de la dictadura), y en el precio que escogen pagar ambos en lo profesional y en lo personal, como si a ese tipo de pozos solo pudiera descenderse llevando antorchas que te hacen arder mientras alumbran.
Al pozo iniciático de Sintra, diseñado para simbolizar y acoger rituales masónicos, se llega hoy por esos túneles como por atajos que ahorran el vértigo de subir o bajar por su angosta escalera, el esfuerzo simbólico y real. Llegando a la misma profundidad a la que se descendía hace doscientos años, ese gesto, incluida la penumbra por la que se avanza, es puro periodismo en su estado actual.

domingo, 7 de agosto de 2016

Todos los caminos que huyen de Roma


Como si la fabricación de un mito exigiese por pudor que la persona en que se basa no mire mientras sucede, el año de la muerte de Vasco de Gama -1524- nació Luis de Camöes, que llegado el día escribiría Los lusiadas, la epopeya sobre el imperio portugués de ultramar de los siglos XV y XVI, compuesto en octavas reales, que marca la cima de la literatura portuguesa hasta la aparición de Pessoa.
En Sines, la estatua que recuerda a Gama, nacido en esa localidad de la costa portuguesa en 1460, halla a sus espaldas una de esas iglesias barrocas que Portugal parece tener por centenares. Y cuya arquitectura de estilo colonial y muros blancos tan poco se parece a la mezcla de paganismo y cristianismo con que Camöes puso a Vasco de Gama a recorrer los mares y las religiones. Y que, siglos después iba a expresar Agustina Bessa-Luís en su novela La sibila como si un antídoto –“Bernardo Sánchez era el ejemplo de una raza heroica y magnífica durante el tiempo en que su historia había sido una cuestión de supervivencia, pero que, con la seguridad y el bienestar, había redundado en una brillante mediocridad.”
Dividido en diez cantos escasamente humildes, Los lusiadas, que pudieron haber sido recitadas por Camöes al rey Sebastián en la sala de las urracas del Palacio nacional de Sintra, parecen escritas como si con los dioses pudieran hacerse las mismas combinaciones que con los azulejos: en el canto primero se dice “Cesen del sabio griego y del troyano/ las peregrinaciones que hicieron;/ cállese de Alexandro y de Trajano/ por vitorias la fama que adquirieron:/ que canto el pecho ilustre lusitano,/ a quien Neptuno y Marte obedecieron./ ¡Cese cuanto la antigua Musa canta,/ que otro valor más alto se levanta”, y unas estrofas más allá, “que por ella se olviden los humanos/ de asirios, persas, griegos y romanos”, y sin salir de ese canto, el mismo Júpiter declama “tengo que los reciban acordado/ en la costa africana como amigos/ y rehaciendo la cansada flota/ de nuevo seguirán tras su derrota” o Venus “inclinada a la gente lusitana/ por cuantas calidades mira en ella” o Marte “si esta gente que busca otro hemisferio,/ cuyo valor y obras tanto amaste,/ no quieres que padezca vituperio,/ como ha ya tanto tiempo que ordenaste”.
Camöes hizo de Gama un ingrato, pues sin salir de esa misma página, henchidas aún las velas por los vientos de la mitología romana, “En cuanto esto se pasa en la hermosa/ casa etérea del Padre omnipotente”, el padre es ya el del catolicismo: “La ley tengo de Aquél a cuyo imperio/ obedece visible e invisible/ Aquel que crió todo el hemisferio, y cuanto siente y cuanto es insensible”.
Los lusiadas es, en buen parte, una competición de perdones entre mitologías: al orgullo cristiano de Vasco de Gama sigue el favor de Venus por “no consentir que en tierra tan remota/ muera la gente della tan amada”. Ya en el segundo canto, Gama “dice que en Christo gran parte creía./ Desta suerte del pecho le destierra/ toda sospecha y cauta fantasía”. Intercalados con Dios hay titanes, Apolo, Marte, Baco, Eolo, Neptuno, Vesta… Los cantos se suceden como carabelas en las que la proa apuntase a Jerusalén y la popa a Roma.
La clave hay que buscarla en un enemigo común: “el moro”, a quien Camöes adjudicó el límite exacto de la coherencia de un tiempo heroico en que, bajo el viento de la expansión del catolicismo, avanzaba en realidad el hambre de territorios, riquezas y esclavitud bendecidas.
Y sin embargo es justo un moro de Mozambique el que, en el canto primero, más atinadamente profetice el alcance nítido de la colonización española y portuguesa: “Y sabrás más, le dice, que entendido/ tengo destos cristianos tan sangrientos/ que casi todo el mar han destruido/ con robos, con incendios mil violentos;/ y traen ya de atrás engaño urdido/ contra nos, porque todos sus intentos/ son para nos matar y por robarnos/ y mujeres e hijos cautivarnos”.
Cuando, más adelante, sea un embajador de Vasco de Gama el que, ante un rey africano, niegue la mayor –“No somos no, cosarios que pasando/ por las flacas ciudades descuidadas/ la gente a hierro y fuego van matando/ por robar las haciendas codiciadas”- la confusión entre hecho y semblanza literaria está ya asentada en un mar de versos, cuya advertencia sobre los mitos llega tarde -“Júpiter, Mercurio, Phebo y Marte,/ Eneas, Quirino, y más los dos tebanos,/ Ceres, Pallas y Juno con Diana,/ todos fueron de flaca carne humana” –escribió Camöes al final del canto noveno, preludiando lo que en el décimo es atinada metáfora sobre el heroísmo convertido en engranaje a voluntad, tal y como se lee hoy en sus casi quinientas páginas de épica desfigurada de grandeza imposiblemente justa, pura o simplemente cierta: “Ves aquí la gran máquina del mundo,/ etérea, elemental, que fabricada/ ansí fue del saber alto y profundo/ que es sin principio y meta limitada.”
Pessoa, para el que “la Iglesia Católica no descendía del Imperio Romano sino que era el Imperio Romano” y que, según el traductor Angel Crespo, llegó a considerarse, y a escribirlo en El libro del desasosiego, como la posible encarnación del mismo rey Sebastián al que Camöes leyera su epopeya, dejó escrito sobre el neopaganismo algo que unifica a los tres, a Vasco de Gama, a Camöes y al propio Pessoa: “el neopagano admite todas las metafísicas como aceptables… no trata de unificar en una metafísica sus ideas filosóficas, sino de realizar un eclecticismo que no procura saber la verdad, por creer que todas las filosofías son igualmente verdaderas… Determinadas horas de la naturaleza exigen una metafísica distinta de la que exigen otras”.
Con una mínima parte de la gloria que él glosó en Gama, Camöes habría evitado morir en la indigencia. Con una mínima parte de la fama que éste adquirió siglos después de su muerte, Pessoa dudosamente habría querido vivir como si estuviera muerto. La epopeya de la grandeza lusa parece, como en otras, una metafísica de la espera. 

sábado, 6 de agosto de 2016

La máquina sin tiempo


De haber vivido H.G. Wells en la España de los últimos 20 años y haber cruzado hasta Portugal, en su novela La máquina del tiempo habría descrito la raza de los Morlock como unos especuladores sin escrúpulos. La otra raza en que la novela fabula el futuro escindido de la especie humana habría necesitado poca actualización: si los Eloi vivían en la superficie y los Morlock en el subsuelo, la cuota de carácter apacible de los portugueses ha de sentirse afortunada sabiendo que una frontera y un lenguaje les separan de la raza de los destructores de costas.
Viajar desde el sur de Portugal hacia el norte es, como en la novela, ascender hacia una luz nueva, la de un paisaje no arrasado, sin naves derruidas en los alrededores de las poblaciones ni chalets levantados a toda prisa, como si un tumor, hasta donde alcanza la vista. Hacerlo en moto por carreteras comarcales es, además, recrear cierta cualidad de la exploración marítima, larga e incierta, que hiciera la fortuna de un país en el que las huellas de su grandeza parecen haberse fijado en forma de armonía con el tiempo que realmente existe siempre igual: el del paisaje y las costumbres ligadas a la tierra, a las cosechas, el clima y las distancias.
Las playas del Alentejo, Evora o las calas al oeste de Lagos son máquinas de un tiempo mejor tratado, al que se llega desde el tiempo incívico, inculto y arrogante del paisaje español, tan derruido como el interés general por la cultura, el conocimiento o la reflexión, y que halla aquí, con solo cruzar una frontera que ni se ve, librerías magníficas, gente tan animada como sociable de una forma afable y reposada, y una melancolía que, de existir más allá del fado, no puede hacer más daño a sus habitantes de lo que la exuberancia española hace con sus formas allí donde va.

viernes, 5 de agosto de 2016

Chesterton en Santarem


Cuando en 1890 Portugal se rendía al ultimátum británico sobre la posesión de Mozambique, no hacía tanto que Almeida Garrett se había rendido a la conquista inglesa de la ironía volcada hacia uno mismo. Que es decir, explícitamente hacia el país atrasado en lo industrial y lo político que se podía abarcar en uno de los minutos que le llevara su viaje desde Lisboa a Santarem. Y más festivamente, hacia lo que la escritura podía decir del escritor mientras éste le sacudía todo polvo posible.
Solo el índice de contenidos que preludia cada capítulo de Viajes por mi tierra (1843-1846) es ya un molde inesperado del Romanticismo que representa: “Receta para hacer literatura original con poco trabajo/ Se le da la razón, y se le quita después, al padre José Agostinho/ Peligro inminente en que el autor se encuentra de hacerse poeta y componer versos/ Prolegómenos dramático-literarios que naturalmente llevan sin remedio, pese a algunos rodeos, a la revisión y reconsideración del capítulo precedente/ Libros que no deberían tener título y títulos que no deberían tener libro/ De cómo el autor tenía casi terminada su novela, salvo por un vestido blanco y unos ojos negros/ Donde se trata del único privilegio de los poetas que también los filósofos quisieran tener, pero que no les fue concedido; a los novelistas, en cambio, sí/ El autor, que había declarado en el capítulo noveno de esta obra que no era filósofo, ahora confiesa, casi solemnemente que es poeta, y pretende ejercer sus derechos como tal… “
Su opinión sobre los límites del movimiento estético en el que vivió daban brincos acompasados al de la carreta que le llevaba: “Por cuantas maldiciones e infiernos adornan el estilo de un verdadero escritor romántico, díganme: ¿dónde están las arboledas cerradas, los sitios pavorosos de esta espesura?... Yo que traía, listos y recortados para situarlos aquí, a todos los amables salteadores de Schiller, a los elegantes facinerosos del Auberge-des-Adrets… ¿He de perder los protagonistas de mis obras maestras? Pues esto es perderlos, ¡no tener donde ponerlos!”-
Asombra la actualidad, lo avanzado de su mirada sobre el mundo escrito a mediados del siglo XIX con tal libertad y levedad que Italo Calvino bien pudo haber hallado en él alguna de sus propuestas para el milenio en que vivimos. Savateriamente, la profundidad tiene en Garrett la forma de la naturalidad y no de la gravedad –“No había en Florencia ni periódico para alabar las estupideces de los ministros ni ministros para pagar las estupideces del periódico”. “Tenemos tres poetas en este siglo: Napoleón, Sílvio Pélico y el barón de Rothschild. El primero hizo su Ilíada con la espada, el segundo con la paciencia; el tercero con el dinero.” “Quien no ama… dios me libre de él. Sobre todo, que no escriba: ha de ser un pelmazo terrible.
Sus Viajes por mi tierra cuentan dos trayectos simultáneos: el de Garrett desde Lisboa a Santarem, y unos metros más allá, el de sí mismo observándose mirar. Por cada ocasión, frecuente, en que dice olvidar a dónde llega mientras escribe, un segundo mapa se superpone, el del observador poniéndose en duda, equilibrando la contundencia que se aprecia fuera –“En Portugal no hay religión de ninguna especie. Hasta su falsa sombra, que es la hipocresía, desapareció. Quedó el materialismo estúpido, necio, ignorante, libertino y disfrazado haciendo gala de su hedionda desnudez cínica en medio de las ruinas profanadas de todo lo que elevaba el espíritu”.- con una en lo que tiembla es la consistencia de esa mirada –“en este despropósito de libro inclasificable de mis Viajes”. Ni siquiera la sorna constante con que se juzga juzgando oculta que la tierra por la que realmente viaja Garrett es sus fronteras propias, personales, patrióticas y sentimentales.
Y también profesionales: su descripción del pavimento literario parece firmado por Chesterton décadas después: “Se trate de una novela, de un drama, ¿pensabas que íbamos a estudiar la historia, la naturaleza, los sepulcros, los edificios, las memorias de la época? No sea tonto, señor lector, ni piense que nosotros lo somos. Dibujar caracteres y situaciones tomados del vivo, de la naturaleza, colorearlos con los verdaderos colores de la historia… ése es un trabajo difícil, largo, delicado, exige estudio, talento… la cosa es más sencilla… Todo drama y toda novela necesita: una o dos damas, más o menos ingenuas; un padre, noble o innoble; un criado viejo; un monstruo encargado de hacer las maldades; varios tratantes y algunas personas capaces para los intermedios.
Una vez que tenemos todo esto, se va a los figurines franceses de Dumas, De Eugène Sue, de Victor Hugo, y se recortan, en cada uno de ellos, las figuras que uno necesite; se pegan sobre una hoja de papel del color que esté de moda, verde, marrón, azul, igual que hacen las muchachas inglesas en sus álbumes… se forma con ellas los grupos y situaciones que a uno le parezca, sin que importe que sean más o menos disparatadas. Después se va a las Crónicas, se cogen unos cuantos nombres y palabrejas antiguas; con los nombres se bautizan los figurines, con las palabrejas se iluminan. Y he aquí la receta completa de nuestra literatura original.”
Su condición de fraile de la política nueva –sufrió el exilio por su alineamiento liberal- y de barón, en tanto que perteneciente a las clases acomodadas, le sirvió para crear alguna de las partes más lúcidas, ferozmente críticas, y compasivas hacia lo que la superación de la tradición dejaba en el camino rumbo a la modernidad, de todo el libro: “El fraile era, hasta cierto punto, el Don Quijote de la sociedad vieja. El barón es, desde casi todos los puntos de vista, el Sancho Panza de la sociedad nueva. Aunque con bastante menos gracia.
El barón es el animal más carente de gracia y más estúpido de la creación… Ni los frailes comprendieron nuestro siglo, ni nosotros a ellos. Por eso luchamos mucho tiempo, finalmente vencimos y mandamos a los barones para que los expulsaran de la tierra. Con lo que cometimos una estupidez como nunca se cometió otra. El barón mordió al fraile, lo devoró, y luego nos coceó. ¿Con qué vamos a matar ahora al barón?
El fraile no nos comprendió, por eso murió, y nosotros no comprendimos al fraile, por eso creamos al fraile, de los que habremos de morir.
El fraile no comprendió nuestro siglo, nuestras inspiraciones y aspiraciones, con lo que falsificó su posición, se aisló de la vida social, hizo de su muerte una necesidad, una cosa infalible y sin remedio. Se asustó de la libertad, que era su amiga, pero que lo habría de reformar, y se unió al despotismo que no lo amaba más que relajado y vicioso, porque de otro modo no le servía ni lo servía.
Nosotros también nos equivocamos al no darle otra dirección social y evitar así a los barones, que son bichos mucho más dañinos.
El fraile, que es patriota y liberal en Irlanda, en Polonia, en Brasil, podía y debía serlo entre nosotros…
Si exceptuamos el débil clamor de la prensa liberal, ya medio estrangulada por la policía, no se oye en el vasto silencio de este desierto más voz que la de los barones gritando: “¡Millones!” ¡Un millón por un elector! ¡veinte más por el tabaco! ¡cinco millones para las carreteras de los aeronautas! No tardarán en contar por billones. A ellos contar no les cuesta nada. A quien le cuesta es a quien paga todos esos globos de papel –la tierra y la industria.”
Capaz de honrar en sí, en su singularidad de escritor fuera de su tiempo, de portugués fuera de su país, y de hombre del XXI en el ocaso del XIX, lo que dejara escrito del marques de Funchal –“Imprimía una obra suya, mandaba tirar un único ejemplar, lo guardaba y deshacía las hormas” le contiene y proyecta hacia esa crudeza del tiempo del romanticismo que sus actos podían ya advertir, pero no expresar acorde a sus reglas y tics: “creó dios al hombre y lo puso en un paraíso de delicias; volvió a crearlo la sociedad, y lo puso en un infierno de estupideces.”

miércoles, 3 de agosto de 2016

séptima sinfonía de Pessoa


Si el tránsito del sosiego portugués al desasosiego tiene una frontera, uno de los más perseverantes en cruzarla pudo haber sido un hombre que no salió de Portugal en 30 años. Quizá porque lograr salir de su habitación debía ser ya un reto que había de sortear la multitud de heterónimos a los que fue adjudicando la obra que, como estos, fue quedándose entre esas paredes a medida que era generada. Uno pensaría que, más allá del par de libros que vio publicados en vida Pessoa, el resto eran discutidos entre todas las voces que albergaba. Solo que quizá no eran tantas. “El poeta es un fingidor/ finge tan completamente/ que hasta finge que es dolor/ el dolor que en verdad siente” –escribió.
Si Pessoa tenía dolor para todos ellos o la suma de daños posibles viniendo de tantos llegó a serle insoportable, el disfraz permanente era una forma óptima de camuflarlo. En su poesía, adjudicada a tantos, hay versos exultantes, de celebración de la vida y del amor, pero el puñal de soledad que atraviesa El libro del desasosiego de Bernardo Soares podría parecerse demasiado al que Pessoa empleó para mondar su vida austera, obsesivamente dedicada a la literatura como quien se queda a vivir en un baúl para mejor tapizarlo, en busca del hueso dentro del hueso, como si la carne quedara para vestir a los heterónimos en los que camuflar la propia desesperación.
Vencer a solas delante de un papel es un premio que un escritor puede apreciar tanto como llorar. Y en el trance de adjudicar a otro semejante montaña de magnífica derrota o triunfo estéril, acaso Pessoa hubiera preferido ser una posibilidad de Soares y no al revés. Décadas más tarde, sería Antonio Tabucchi quien fabulara en Los últimos tres días de Pessoa la visita de éstos al agonizante en la habitación del hospital, cómo le llevan versos que éste no conoce, en regalo recíproco de los que Pessoa pusiera en ellos.
Atravesado por una obsesión recurrente como los diarios de Julio Ramón Ribeyro, infiltrado de un dolor atronador como los de Strindberg, el Libro del desasosiego merece, ya desde el título, la advertencia en que, cada vez que es publicado, su compilador admite que otra edición podría ofrecer un libro distinto en función del criterio que se siga para ordenar los fragmentos.
Pessoa bien pudo haberse cuidado de no darle la forma cerrada de un volumen que avanzara siguiendo un plan o un diseño previo: como advirtiera tarde Joseph Mitchell en otros diarios -los de Joe Gould-, los de Pessoa son variaciones en torno a la desesperación, perfectamente visible por él, de quien elije un destino, o se le impone, en el que es perfectamente desdichado, y cuya observación constante al tiempo que corroe a la persona, moldea al escritor.
Como si fuera un concurso de espejos, parece haber más de una formulación de esto por página: “gozando de un sosiego en el que no haré la obra que no hago ahora, y buscaré, para continuar  el no haberla hecho, disculpas diferentes de aquella en que hoy me esquivo a mí mismo”. “Me he creado eco y abismo… vivo de impresiones que no me pertenecen, perdulario de renuncias, otro en el modo como soy yo… para crearme, me he destruido; tanto me he exteriorizado dentro de mí, que dentro de mí no existo sino interiormente. Soy la escena viva por la que pasan varios actores representando varias piezas.” “Veía la mañana y sentía alegría; hoy veo la mañana, y siento alegría, y me pongo triste. Ha quedado el niño, pero ha enmudecido… solo un pensamiento me llena el alma: el deseo íntimo de morir, de acabar, de no ver más luz sobre ninguna ciudad, de  no pensar, de no sentir, de dejar atrás, como un papel de envolver, el curso del sol y de los días, de quitarme, como un traje pesado, al borde del gran lecho, el esfuerzo involuntario de ser.”
La multiplicidad de vidas que le formaban está en el núcleo mismo de la posibilidad de un libro como el del Desasosiego: sin el Pessoa poeta, el Pessoa diarista no habría podido aglutinar semejante repetición sin aburrir: es la cualidad extraordinaria de su poesía la que, encarnada la metáfora de un texto en otra diferente en el siguiente, convierte su Desasosiego en un poema larguísimo que no abandona los temas contenidos ya en sus primeros lamentos, y sin embargo permite atravesar sus cientos de páginas sin que lo sabido se convierta en lastre.
Su luz es negrura de la que Pessoa excavó incontables tonos –“todos los días la materia me maltrata”. “Más vale escribir que atreverse a vivir”. “Tengo calma solo donde ya he estado”. “Me estanco en el alma misma. Se produce en mí una suspensión de la voluntad, de la emoción, del pensamiento… solo la vida vegetativa del alma me expresan yo para los demás”. “Mi deseo es huir… de lo que conozco, de lo que es mío, de lo que amo”.
Y en el que incluso la posibilidad de sosiego sacia una sed con un veneno apenas más dulce: si la aniquilación de toda alegría convivía en él con la certeza de saberse parte de un club de creadores del alma portuguesa de su época, el tormento de vivir sin desearlo hace de su Desasosiego un reverso oscuro de Los Lusiadas, el gran poema épico de Camoens: donde éste condensara la gloria del Imperio portugués de los siglos XV y XVI, Pessoa dejó su epopeya tan similar a la del mundo en los primeros treinta años del siglo XX: la de la caída, lenta, consciente, voluntaria, en el abismo del que solo se salía para precipitarse de nuevo mejor, más seguro, hacia la tumba.
Hay tonos de esa negrura que cualquier escritor reconoce como familiares, posibles en el peor de los casos: el ensimismamiento necesario que conlleva la descripción del yo; el espejo que aflora, buscado o no, cuando se inventan otras vidas o se analiza el transcurso de las volcadas por otros en los libros que uno lee. Sin su tremebunda soledad y su renuncia a amar, el desasosiego acaso habría tomado la forma de la desconexión de lo humano que hay en las ficciones de Kafka. Es difícil no pensar que si éste dejaba de ser un escarabajo cuando lo hacía su pluma, Pessoa parece arrastrarse como uno que ya no pudiera dejar de serlo.
Peor aún, como alguien que portara en su interior el peso del mundo que cargaban varios que se le repartían sin consuelo ni mejora en el turnarse: “tengo pena y no respondo./ Mas no me siento culpado/ Porque en mí no correspondo/ Al otro que en mí has soñado./ Cada uno es mucha gente./ Para mí soy quien me pienso,/ Para otros –cada cual siente/ Lo que cree, y es yerro inmenso./ Ah, dejadme sosegar./ No otro yo me sueñen otros./ Si no me quiero encontrar,/ ¿querré que me halléis vosotros?”.
Cada una de esas voces parecía resumir y agravar la anterior: “De ti mismo haz un doble ser guardado;/ y a nadie, si te mira o si te observa,/ a ver más de un jardín nunca le des.” Que incluso le sacrificaba ahí fuera a ojos de los demás: “Si a tu puerta llamase alguien un día/ diciendo que es un mensajero mío,/ ni aún siendo yo te creas que lo envío”. “¿Cuántos soy? ¿Quién es yo? ¿Qué es este intervalo entre mí y mí?”. “Mi alma es una orquesta oculta; no sé que instrumentos tañe o rechina, cuerdas y harpas, timbales y tambores, dentro de mí. Solo me conozco como sinfonía”.
Nacido tres años antes de que Herman Melville muriera, hay trozos del desasosiego Pessoano que parecen el diario de aquel escribiente prácticamente mudo y aislado del mundo que Melville volcó en Bartebly el escribiente cuyo motto, y frase única, era “preferiría no hacerlo”. Para quien venía de viajes diarios al abismo, fabular el ensimismamiento debía ser un refugio, incluso si solo al servicio de crear literatura: “Escribo atentamente, inclinado sobre el libro en que hago con los asentamientos la historia inútil de una firma oscura; y, al mismo tiempo, mi pensamiento sigue, con igual atención, la ruta de un navío inexistente por paisajes de un Oriente que no existe. Las dos cosas son igualmente nítidas, igualmente visibles para mí: la hoja en que escribo, con cuidado en las hojas pautadas, los versos de la epopeya comercial de Vasques y Compañía, y el convés donde veo con cuidado, un poco al lado de la pauta alquitranada de los intersticios de las tablas, las tumbonas alineadas, y las piernas salidas de los que descansan del viaje”. Y Pessoa sabía que lo era: “Siento, al sentir la mañana, una gran esperanza; pero reconozco que la esperanza es literaria.”
Lo era también la espera, cualquier espera: del amor, del éxito literario, de la salud arruinada en noches en vela forradas de alcohol y tabaco. Uno de sus versos -“¿Quién sabe saber lo que siente?”- miente respecto a la voluntad de saberlo. Pessoa eligió la no vida para poder describirla, para poder hacer de la vida que le incomodaba, la literatura que podía vivir de una forma, si no más feliz, más ordenada, más armoniosa en su sintaxis: Si quería “la crucifixión de que no me distingan”, O no querer “quien me quiera/ que me amen me da tedio”, y que retóricamente se preguntara ¿Pero quién me ha mandado a mí querer comprender?/ ¿Quién me ha dicho que había que comprender?”, ni siquiera en el escribir hallaba sueño –“ordenar el alma… ese imposible que lleva a la locura o al sufrimiento extremo”.
Intentar ordenar el alma es la carcoma última que recorría sus intentos de habitar la escritura: “Damos comúnmente a nuestras ideas de lo desconocido el color de nuestras nociones de lo conocido: si llamamos a la muerte un sueño, es porque parece un sueño por fuera; si llamamos a la muerte una nueva vida, es porque parece una cosa diferente de la vida”. “¿Dónde respiraría mejor si la enfermedad es de mis pulmones y no de los aires que me rodean?”. “Me irrita la felicidad de todos esos hombres que no saben que son desgraciados”. Mi aislamiento no es una busca de felicidad, que no tengo alma para conseguir; ni de tranquilidad, que nadie obtiene sino cuando nunca la pierde, sino de sueño, de apagamiento, de renuncia pequeña.”
Como un ser que aguanta la respiración en presencia del mundo y luego, a solas, respira en lo que escribe, el Pessoa que dijera “ser del tamaño de lo que veo”, y que sentía “el corazón deshecho en la cabeza, los sentimientos confundidos, un torpor de la existencia despierta”, pedía a la escritura lo que no podía darle, y de la vida rechazaba todo: “Le he pedido tan poco a la vida, y ese mismo poco la vida me lo ha negado… escribo, triste, en mi cuarto tranquilo, solo como siempre he estado, solo como siempre estaré.”
En no pocas partes del Libro del desasosiego Pessoa dice haber preferido morirse, y quizá porque la propia naturaleza de sus observaciones son las de un invitado a un día que no pidió, se lee como el diario de un muerto hablando de la belleza –“Escribo dejando que las palabras me hagan fiestas, niño pequeño en su regazo… hago paisajes con lo que siento. Hago fiestas de las sensaciones.”- entre la torpeza rara de un mundo que insiste en tratarle como a un vivo. Hacer firmar a Bernardo Soares esos fragmentos debía ser una forma simultánea de desobedecer y seguir la corriente al mundo que le tocó vivir.

martes, 2 de agosto de 2016

balsas idénticas, distinta piedra


A veces la metáfora, como observó Pessoa, es más real que lo real. Lo que no quiere decir que la realidad no se defienda: treinta años después de que José Saramago escribiera La balsa de piedra –la historia de la separación geográfica de la península ibérica y su flotación libre respecto a Europa- el gps que llevamos excluye a Portugal de Europa central, dejándolo como único país encuadrado en Europa occidental.
Hechos de la misma piedra en unas cosas –suelo conquistador y conquistado-, y de la misma balsa en otras –progreso geográfico en el siglo XV, clima, gastronomía- en el siglo XX España y Portugal incluso abordan la balsa al mismo tiempo y desde la misma piedra: a igualdad casi exacta de longevidad en la dictadura sufrida respectivamente a manos de salazar y franco, no parece haber servido para crear vínculos entre naciones que se parecen demasiado como para que esa miopía no parezca algo peor.
La balsa del carácter portugués y la piedra frecuente del español asoma en la lentitud, a veces asombrosa, que puede masticarse mientras esperas la comida en un restaurante, y recíprocamente, en la mala educación que transpira, desde allí, la prisa y las formas abruptas españolas. Sonríen las páginas de ambos al advertir que algunos textos periodísticos de Lobo Antunes parezcan escritos en España por Juan José Millás, y al revés.
Uno no sabría decir qué une a portugueses y españoles más de lo que nos une a italianos, griegos o argentinos, pero no es solo la proximidad geográfica. Alemania lleva tantos siglos unido a Polonia y Francia como invadiéndolos. Y ese algo en común podría ser la comodidad que uno siente en casa ajena cuando reconoce suficientes elementos familiares. Lo que viene a decir acaso que un país en el que la vida parece ser un acto amable, lúdico o acogedor tiene más opciones de generar relaciones cordiales con el resto. O al menos, aplicado a nuestro caso, con otro país en el que eso sea una prioridad.
Mi país es lo que el mar no quiere –escribió un poeta portugués. Eso explicaría que sea el Mediterráneo, y no el Atlántico, el que parezca acogerles sin problemas: son más europeos, o lo son de forma más natural, menos crispada, de lo que ser español exige ser europeo solo cuando no se está siendo lo anterior. La sociabilidad del portugués parece descender de Almeida Garrett más que de Pessoa. Afables, tranquilos, conciliadores, la dieta mediterránea les incluye pese a que la dieta del carácter exhiba digestiones tan distintas de las nuestras.
La financiera no está entre las que nos separa: con sus principales bancos intervenidos en la actualidad, y dos años después de que el rescate europeo dejara al desnudo el armazón político y empresarial, la burbuja de inversión nefasta que inflara la economía lusa durante décadas parece henchida del mismo aire que aún sopla en España: especulación, fraude en las agencias de clasificación (léase también mecanismos gubernamentales), sobreprecios cobrados como fianza política, y estafa bancaria al servicio de la remuneración variable de sus dirigentes.
Con los años Saramago adquirió razones más sólidas, o más habitadas, para privilegiar a España frente a su país natal, pero trató con elegancia la convivencia necesaria de quienes, apresados en una isla que flota a la deriva en dirección a Estados Unidos, vertebran la novela encarnada en cinco seres de ambos países que cruzan las fronteras seguidos de un enjambre de pájaros como los que anuncian a los náufragos la existencia de tierra.
Saramago, que acabó exiliado en una isla que ni es Portugal ni, en la protección urbanística ligada a César Manrique, del todo España, honra así lo que John Donne dejara escrito en los días en que Portugal, España e Inglaterra surcaban los mares para sembrarlos de fronteras: "Ningún hombre es una isla, completo en sí mismo. Cada hombre es un fragmento del continente, una parte del todo. Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, tanto si fuera un promontorio, como si fuera la casa de uno de tus amigos o la tuya propia: la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy unido a toda la humanidad, por eso nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti."    

lunes, 1 de agosto de 2016

Las 1001 cláusulas


Acaso en la dificultad de asociar cada noche con una cláusula, cuando Miguel Gomes estrenó la historia de la deriva social de Portugal a raíz de los rescates recientes de la Unión Europea que es su trilogía Las 1001 noches (2015), ubicó al principio de la primera película un esperpento en el que una delegación europea encargada de negociar –imponer- los ajustes fiscales necesarios, acaba entregada a un chamán africano que les proporciona un mejunje que genera una erección permanente. Deshacerse de ella acaba siendo un problema más importante que la negociación, y eso conecta con el armazón que vertebra las miles de páginas de las 1001 noches: la necesidad del sultán de ser entretenido con algo lo suficientemente convincente como para no decapitar a la mujer con la que duerme esa noche.
La noche de los ajustes fiscales que en España dejara la pátina que higieniza a un gobierno corrupto hasta la médula, y una reforma laboral que precariza el empleo podría ser en Portugal una mirada algo más resignada y tranquila donde en nuestro país es pasmada y complaciente, como si al mapa de edificios abandonados en Lisboa durante los años más duros de la crisis financiera reciente -2011/2014- se sobrepusiera hoy, con normalidad esperable, el mar de grúas que se reparten la capital.
En 1843, el cruce de Lawrence Stern y G.K. Chesterton que es Almeida Garrett escribió su Viajes por mi tierra como si un mapa: “Pavimentad carreteras, haced ferrocarriles, construid pajarotes de Ícaro para andar cada cual más deprisa esas horas contadas de una vida toda material, molesta y espesa como habéis hecho la que dios nos dio… reducidlo todo a cifras, todas las consideraciones de este mundo reducidlas a ecuaciones de interés corporal, comprad, vended, especulad. Después de todo esto, ¿en qué salió ganando la especie humana? En que hay unas docenas más de hombres ricos. Y yo pregunto a los economistas políticos y a los moralistas si han calculado ya el número de individuos que es necesario condenar a la miseria, al trabajo desproporcionado, a la desmoralización, a la infamia, a la ignominia crapulosa, a la desgracia invencible, a la penuria absoluta, para producir un rico”.
Garrett lo era –rico. Pero veía la noche en el día: “No soy reacio a admitir prodigios cuando no sé explicar los fenómenos de otro modo. El Pinar de Azambuja se ha mudado. Cuál de entre tantos Orfeos que la gente ve y oye por ahí fue el que obró la maravilla es más difícil de decir: ¡Son tantos, tocan y cantan todos tan bien! ¿Quién sabe? Se juntarían, harían una compañía por acciones y negociarían un préstamo con que fácilmente se obraría entonces el milagro. Es como se hace todo hoy en día; así es como se pasó del tesoro al banco, del banco a las empresas de crédito... ¿Pero dónde está, entonces, el pinar de Azambuja?... Yo se lo diré: está consolidado. Y si no saben lo que esto quiere decir, lean los presupuestos, vean la lista de los tributos, pásense por los ojos los contratos de crédito.”
La dificultad de entender, en 1843 o en 2006, el eco preciso de lo que parece un aire hasta que lo devasta todo tiene en la película de Gomes episodios más explícitos (el que concurre en el intento de patrocinar un chapuzón invernal de los empleados de una fábrica, o el de la pareja de jóvenes que asiste al abismamiento de quienes, ya mayores, no tienen cómo vivir dignamente), más sutiles (el del bandolero que no termina de serlo y que vaga por los alrededores de una población, más como un espectro de la renuncia a la autoridad que como quien vive de dañar a los demás) o más irreales (el del hombre atrapado en la tela de cazar pájaros).
Pocos más simbólicos que el del gallo que mantiene despierto a una población al cantar solo de noche. Incapaces de entender el hecho, y ante la perspectiva de ejecutarlo, un juez es encargado de asistir a su canto enjaulado. Donde los demás solo escuchan su monocorde graznido, el juez dictamina haber entendido nítidamente lo que dice, y que es una advertencia por los tiempos que llegan.
Necesitado de un rescate financiero, el primer banco del país –Caixa Geral- acaba de obtener 2.700 millones de euros del Banco Central Europeo a cambio de cerrar oficinas y enviar a la noche del paro a 2.500 personas. Algunos de los consejeros del banco serán forzados por Bruselas a cursar un máster exprés de reciclaje, por si sus méritos como gestores no fueran obvios. A cientos de kilómetros, en Madrid, una de las oficinas más visibles de la ciudad queda a unos metros de la sede nacional del pp. Garrett, que sin salir de su país halló un mundo entre dos ciudades, habría apreciado las ventajas simbólicas de la proximidad.