Manoel de Oliveira, que bien pudo haberse cruzado con Fernando Pessoa
en Lisboa durante años, habría podido tratar con éste del aprecio por el
heterónimo. Aún cuando antes de sentarse a la mesa, el primero no hubiera
tenido forma de saber qué era eso en la obra del segundo: hablar con éste era,
hasta la muerte del poeta, la única forma de saber que existían sus alter ego Bernardo
Soares, Ricardo Reis o Álvaro de Campos.
El cine como heterónimo de la literatura, o al revés, está en el
núcleo de la obra de Oliveira de una forma que Pessoa hubiera reconocido: desde
el retrato de los amargos últimos días del escritor Camilo Castelo Branco que
es Un día de desespero (1992) a la superposición Flaubertiana que es El valle
de Abraham (1993), desde la necesidad de la historia adecuada en el corazón de
tu relato diario que es La caja (1994) a el diario de viaje que es Una historia
hablada (2003).
Sus películas son cine al que no le importa ser literatura o que se
comporta abiertamente como tal: el narrador que en alguna de ellas sobrevuela
la historia trata a sus personajes como parte de un plan que sobrepone a sus
actos radiografías y consecuencias a los que los diálogos sirven de ejemplo,
como si más que destinadas a bastarse, las imágenes hubieran de servir de
ilustración a la narración.
Más aún: Oliveira no renuncia a la literatura dentro de la
literatura: en Un día de desespero, la historia del ocaso de un escritor que ve
cerrársele la vista sin remedio es contada como una tragedia que dos actores explican
a cámara, intercalado con su recreación respectiva del escritor del XIX y la
mujer que amara. En El valle de Abraham, la protagonista –Ema- es identificada
una y otra vez con la Emma de Madame Bovary, libro que ella dice haber leído
dos veces sin verle el parecido.
En La caja, el hombre que toca la guitarra en un bar parece venido de
la novela de al lado, estar allí de paso para avanzar tramas de las que ya no
sabremos nada. “Había una absorción en el
canto del desconocido que le hacía bien a lo que en nosotros sueña o no consigue”
–escribió Pessoa en El libro del desasosiego.
Más aún: en La caja la supervivencia se cifra, no en poder mendigar
legalmente, sino en disponer de una historia lo suficientemente buena –es
decir, mala- para no perecer. En El principio de incertidumbre (2002) uno de
los protagonistas dice pasarse la vida “inventándose
problemas” como si tenerlos fuera todo lo que necesita, no una persona,
sino un personaje para seguir hablando.
Oliveira, que adaptó textos de Agustina Bessa Luis, Eca de Queiroz,
José Régio, Castelo Branco o Antonio Vieira como si aspirara a leerlos,
íntegros, en pantalla, vivió más de un siglo y pudo haber visto, en 2012, la
adaptación del relato de Jules Barbey d´Aurevilly que Rita Azevedo Gomes
convirtió en La venganza de una mujer.
Explícitamente metateatral, magníficamente escindida en escritura que contempla el mundo de 1850 y es simultáneamente contemplada por éste en 2012, es lo que Oliveira puso a ser su cine durante décadas: un decorado por el que la literatura pasea al espectador mientras los actores aún siguen en él.
Explícitamente metateatral, magníficamente escindida en escritura que contempla el mundo de 1850 y es simultáneamente contemplada por éste en 2012, es lo que Oliveira puso a ser su cine durante décadas: un decorado por el que la literatura pasea al espectador mientras los actores aún siguen en él.
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