jueves, 24 de octubre de 2013

la cuenta atrás


Es primavera en Buenos Aires y algunas de sus flores han resultado tres veces más caras de lo que lo eran hace cuatro años. Ya sea arraigada en el sector inmobiliario, en el textil o en la alimentación, la inflación en Argentina posee la fertilidad de su suelo: crece lo que sembraste y algo más. Y ni el crecimiento anual de los sueldos –un 700% en el caso de un docente desde 2004- da para podar aquella. La ciudad uruguaya más cercana –una hora tranquila de ferry- ve llegar cada día a cientos de argentinos para sacar dólares que vender a la vuelta al doble de su cambio oficial. El diferencial de inflación entre el dato oficial y el calculado real hiela ya hasta los chistes, y comprar a un argentino por lo que vale y venderlo por lo que dice que vale arruinaría a quien llevara una década en ello. Es una paradoja más que un país atado a una inflación desbocada sirviera de refugio a nazis huidos, décadas después de logrado el poder gracias a la inflación que acabó con la República de Weimar y propició a hitler.  

martes, 22 de octubre de 2013

sentarse a publicar periódicos


Como en ese museo de la autoindulgencia que son abc o la razón en nuestro país, también en Argentina incluso antes de llegar a las páginas de deporte, los periódicos hablan de fútbol al tratar la política como un mero asunto de fervor o de opinión inflamada. Como el combustible con el que se rocían unos y otros es aquí distinto, es complicado saber –aunque se intuya- quién miente deontológicamente y quién a ratos.
El titular de la pancarta citada por El País tras la manifestación del 8.11.12 -basta de tanto resentimiento, rencor y odio- es tanto un resumen nítido de lo que Clarín anima a diario, como la respuesta de Página 12, en esa imagen de dos señoras embutidas en abrigo de piel y cacerola en mano, suena a respuesta escorada. ¿Cuándo empieza un diario a identificarse tanto con un lado que se convierte en su portavoz indisimulado? La ley de medios podría ser todo lo que Clarín necesita para escupir inquina sobre cuanto venga del gobierno que promueve la ley. El beneficio de la duda dura 60 páginas el día en que uno acumula el valor de leerlo: lo que tarda en imprimir algo que no parezca un auto de fe. Quizá casualmente esa página resulta ser un artículo sobre las bonanzas de la peatonalización y mejora general de la habitabilidad de Buenos Aires en un futuro próximo. Como pruebas, se adjuntan infografías tomadas probablemente del propio gobierno municipal… en manos del gobierno opositor de mauricio macri.
Si el expolio antiguo que pudiera explicar el fervor anticapitalista de Página 12 no es el mismo que denuncian los dueños de Clarín es porque éste, a falta de mejores credenciales, es nuevo. Y no suena injusto descreer más del clamor del terrateniente (aunque periodístico) que del que clama por una indemnización debida a décadas de atropello social, sufridas a manos de otros clarines –militares, económicos, políticos neoliberales… Uno pasa aquí, con suerte, dos semanas al año, poco tiempo para entender. Pero intuye una sociedad encarnizada entre quienes siempre tuvieron y a quienes siempre se les quitó. Hay algo de defensa propia en las líneas de cuanto periódico lee uno aquí, pero eso no iguala las trincheras. Incluso renunciando sonrojantemente a una mirada fría sobre lo que tienen, sobre dónde están y hacia dónde se dirigen, el enemigo de Clarín merece más dudas que el de Página12. El de éste es la torpeza, la negligencia, la defensa de políticas que les aíslan. Aquel es mucho peor, pues no hay necedad en sus actos sino pura voluntad de expolio de la prosperidad nacional, de codicia criminal, de desprecio a un modelo equitativo de sociedad. La señora del kiosco que me ve comprar todos los periódicos cada día ha de pensar que mi esfuerzo es inútil. 

Yo sé quién no soy


Viene mi amigo Leandro de leer por tercera vez El Quijote y en Madrid se estrena una versión de José Miguel Mora que reivindica el quijotismo como arte de luchar contra quien lo merezca. Como la propia novela, sembrada de relatos independientes que bien harían un otro libro, las peripecias de cualquiera a veces constan de trozos que no se explican bien y que harían, acaso, una persona aparte que se nos pareciera. Como Cervantes se insertó en la primera parte del Quijote, Manzo existe dentro de Leandro. Que quiere decir que, como buen argentino, hay algo del autor en el contar del personaje. No alguien que le diera los temas, pero sí alguien que asistiera a ellos desde dentro. La novedad de la prosodia argentina influye en la extrañeza, pero no tanto que difumine la multiplicidad real que le bulle dentro. Al tiempo un hombre de muchas manos en un país manco: que enseña literatura y sin embargo la ama; un hombre de las manchas, un magnífico pintor entre la deformidad comprensible de Bacon y la negrura de Goya; un marino con la habilidad de transformar el barco en coche si aquel encallara; albañil, fontanero, electricista; funcionario. Y eso como Alonso Quijano. Como Quijote, hecho de pulsión, de nervio ante el entuerto, a la puerta de un duelo o pensando en afilar la lanza sin la cual un argentino no empieza a hablar. Como otros que he conocido aquí, su vida parece contener el conflicto, la contradicción, el desacuerdo permanente, la tragedia eventual, que este país hilvana como si pensado para eso. No sé si muchos sabrán aquí que su frase preferida -la puta que lo parió- es de Sancho Panza. 

días de más en argentina

viernes, 6 de septiembre de 2013

en breve


El 27 de enero de 1837 Pushkin acudió en San Petersburgo al café en Perspectiva Nevsky del que saldría con un padrino en dirección al duelo que iba a costarle la vida. Entrara hoy al restaurante que ocupa el lugar de aquel café y, de querer batirse, lo hubiera hecho con el pianista que toca a richard clayderman. El mundo tendría hoy quizá treinta y no las siete obras que Pushkin dejó. Y el piano, mejor suerte.

De la misma forma que España tuvo mala suerte ganando la única guerra que necesitaba perder –la de 1812-, Rusia ganó la de Leningrado y con ello perdió la única posibilidad de derrocar a stalin.

Como cualquiera que observe a sus mujeres sabe, la demografía está a favor de Rusia.

Treinta y cinco años después de que el zar de Tolstói formulara la primera pregunta en su relato Las tres preguntas (1885), y apenas cumplidos tres desde que el paraíso comunista diera sus primeros pasos, Scott Fitzgerald publicaba A este lado del paraíso, y en ella, la respuesta de monseñor thayer darcy “no somos personalidades, sino personajes… una personalidad es lo que tú querrías ser. La personalidad es algo casi exclusivamente físico, rebaja a la gente –yo la he visto desaparecer en una larga enfermedad-. Cuando una personalidad actúa, desprecia siempre la “primera cosa” por hacer. En cambio el personaje se concentra, no se puede divorciar de lo que hace. Es como una barra de la que cuelgan muchas cosas, cosas brillantes a veces como las nuestras que el personaje utiliza con mentalidad calculadora… cuando sientas que todo tu pomposo prestigio, tu talento y todo eso se ha venido al suelo no tendrás necesidad de preocuparte por ellos; entonces podrás manejarlos a tu antojo”.

Al estreno de Guerra y paz, de Prokofiev, en el teatro Mariinski de San Petersburgo asistieron Putin y Blair.

En tan solo lo que lleva caminar un kilómetro por Moscú, uno puede salir de casa de Gorki, pasar a recoger a Chéjov en la suya y pasear hasta la de Bulgákov. Chéjov había muerto quince años antes cuando Gorki y Bulgákov coincidieron para poder realizar ese paseo. En su lugar dejó a otro escritor –Trigorin- inserto en su obra La gaviota. Ninguno de los anteriores habría llamado a su puerta.

La estatua de Marx frente al Bolshoi, sin forma de saber para qué querría utilizar el impulso con que se le representa.

Lo que los libros llaman arquitectura constructivista, desarrollada a lomos del ideal estalinista de sencillez, poder y fanfarria de la dimensión, es más nítidamente el feísmo pertinaz con que en España cualquiera levanta un edificio sin norma y muchas veces sin plano urbanístico sensato al que atenerse. De vez en cuando también se ve por aquí algún centro comercial a medio hacer por más que parezca que un ejército de obreros parezca estar a punto de reconstruir el país entero en cuanto salgan de los monasterios en que se afanan.

jueves, 5 de septiembre de 2013

a caballo del espejo



Lo que Isaac Bábel viera durante el tiempo que pasó asignado al primer régimen de caballería del ejército rojo en 1920 le iba a perseguir dos veces: la primera, al encarnarse su Diario de 1920 en los cuentos que formarían Caballería roja en 1926; La segunda, en lo que uno de sus segmentos –“Pan” Apolek- iba a prefigurar su destino. “Este hombre no morirá en su cama… a este hombre lo matarán los hombres” –escribiría sobre un pintor que llenará los murales de la iglesia de los rostros de los vecinos de un pueblo –“en el apóstol Pablo a Janek, el cojo converso, en María Magdalena a la joven judía Elka, hija de padres desconocidos y madre de muchos hijos de la calle”. La guerra a la que Bábel asistiera como periodista y propagandista y que enfrentara a la Unión Soviética con Polonia apenas tres años después de la Revolución de 1917, masacró también a los judíos de ambos lados y a la propia noción que el régimen soviético iba a imponer mientras pudiera. La brutalidad que Bábel describió y que abarcaba a enemigos, compañeros de batallón y a todo el que no fuera combatiente, incluido el campesinado ruso, mostraba a criminales de guerra reales que luego lo serían más cuanto más cerca de stalin. Y casi asombra que Bábel sobreviviera al comandante de aquel batallón, semyon budyonny, que a duras penas logra no parecerse a stalin en las fotografías sin necesidad de cómo se le pintara en los relatos de Caballería roja. Prohibida su obra durante décadas, sobrevivió como lo hicieran los arcángeles que imaginara pintados en los techos anónimos, múltiples, a salvo, de quienes pagaran por el arte del pintor fabulado. Cuando fue ejecutado por orden de stalin en 1940 por cargos que eran solo un dibujo zafio que nada tenía que ver con Bábel, sus asesinos volvían, al hacerlo, a las mismas páginas que quisieran destruidas, para, como quien las escribiera, quedarse en ellas para siempre –“que el piadoso olvido se trague el recuerdo de Romuald, quien nos traicionó sin piedad alguna y fue fusilado sobre la marcha”. 

soviet del cloroformo


Un oso disecado en el vestíbulo precede a la figura de Pushkin sentado a una mesa que más inquieta por su vívido aspecto cuanto más te acercas. Dos de los perros que volvieran del espacio en las primeras pruebas del programa espacial soviético te miran desde su vitrina en el Museo de la cosmonáutica. Retener la vida, tan museístico, tropieza en el mausoleo de Lenin con el intento de retener la muerte. Nadie vería normal que un oso o un perro fueran disecados para parecer muertos, y nos parecería grosero disecar a un hombre para que semeje vivo. Soslayada la propia voluntad del difunto y de su viuda, si stalin debió, siquiera por un instante, considerar una momia que imitara el gesto que frisos y mosaicos reproducen por todo Moscú, se le debió helar la sangre: un muerto que parece muerto solo sugiere compasión. Un muerto que parezca vivo puede mantener vivas sus ideas, o al menos, la diferencia con su sucesor. Un oso, un perro, Pushkin… estarían mejor vivos. Stalin no podía permitirse que alguien pudiera pensar eso del hombre que en su testamento político aconsejara su propio cese como secretario general. “Stalin: problemas del leninismo”, libro con el que Kapuscinski aprendió ruso en la escuela acaso se imprimía cerca del taller de fundición donde se sopesaba el encargo de la estatua de Lenin que debía coronar el Palacio de los soviets, la longitud del dedo índice, 6 metros. La anchura de sus hombros, 32. El peso de ese Lenin, 6.000 toneladas. La estatua que, en la Plaza roja de Moscú, hoy luce frente a la catedral de San Basilio fue ordenada desplazar hasta ahí por Stalin desde su lugar original -frente al Kremlin. Representando al príncipe Dmitri Pozharski y al carnicero Kuzmá Minin que a principios del XVII reunieran voluntarios para el ejército que luchó contra las tropas polacas que invadieron Rusia, el símil del primero con la figura de Lenin debía ilustrar más de lo aconsejable el otro símil, aún más evidente. Disecado su busto en mármol, como el resto de líderes soviéticos enterrados junto a las murallas del Kremlin, más cercano a los perros y los osos, solo se merece a Pushkin en el epitafio escrito por éste en Boris Godunov -“Si sangre, lágrimas, sudor perdidos por causa de lo que aquí se guarda salieran de repente por milagro de las entrañas de la tierra, ¡qué diluvio sería aquello, qué inundación!”. 

martes, 3 de septiembre de 2013

las siete vidas inservibles


Por imposible que parezca, de haber publicado en inglés o español su Maestro y Margarita, Bulgákov habría penado aún más el limbo al que el favor y el desdén simultáneos de stalin le condenaron en vida. Y difícilmente éste podía ignorar que el protagonista de la novela –Satán- y la versión pública de sí mismo –stalin- se parecían ya bastante fuera de sus páginas para alentar el símil desde las librerías. La prodigiosa estructura de la novela acaso estaba ya preparada desde su mismo comienzo para merecer el juicio que, incluso sin ser leída, le esperaba: contando con el beneplácito a tiempo parcial de stalin, que permutó la muerte o el exilio de Bulgákov por la de sus obras, es decir, contando con lo que aparentemente le permitía optar a ver publicadas sus novelas o representadas sus obras para, en el mismo comunicado, negarle todo lo anterior, quizá Bulgákov rescribió ese comunicado al principio de su novela: y así, el tranvía que atraviesa los jardines que rodean el estanque del patriarca, en Moscú, nunca lo hizo. La profecía que Voland (Satán) hace a Berlioz –ser decapitado por una joven- se cumple sin llegar a ser lo que éste entendiera. Incluso la sociedad de escritores que éste encabeza en la novela, y que podría ser la de los escritores censurados como el propio Bulgákov, es en realidad una que más englobaría a sus censores.
Sobre la muerte en vida de sus textos, sobre la percepción íntima de ese fallecimiento, independiente de cómo la perciben los que asisten a ella, escribió Tolstói en su relato La muerte de Iván Ilich, publicado en 1895, -“Qué bien y qué sencillo –pensaba. ¿Y el dolor? –se preguntó- ¿dónde se ha metido? ¿dónde estás, dolor?. Se puso a escuchar atentamente. Aquí está. Bien, que duela. ¿Y la muerte? ¿dónde está?. Buscó su habitual miedo a la muerte y no lo encontró. ¿Dónde está? ¿cómo es la muerte¿ no tenía miedo de ninguna clase, porque tampoco ella existía. En vez de la muerte había luz. ¡Así que, mira! –exclamó en voz alta- ¡qué alegría!. Para él todo esto ocurrió en un instante y el significado de dicho instante ya no cambió. Para los presentes, su agonía se prolongó aún dos horas más. En su pecho borbollaba algo; su cuerpo extenuado se estremeció. Después, los estertores fueron haciéndose más espaciados. ¡Se ha terminado! –exclamó alguien. El oyó estas palabras y las repitió en su alma. Se ha terminado la muerte –se dijo- ya no existe. Aspiró el aire a media aspiración y falleció.”
Un gato enorme y violento acompaña en la novela al diablo en sus correrías, y el día que uno llega hasta el estanque del Patriarca, un hombre que se tambalea y que se dirige fugazmente hacia mí acaba en un banco del parque, sentado entre estertores, con más fortuna de la que tienen los gatos que pululan por doquier en las poblaciones rurales al noreste de Moscú, y que porteros de hotel y monjes de monasterios se afanan en no dejar entrar. Enésimamente Bulgákov, cuantas más vidas se te dan, de más sitios se te expulsa. 

más fuerza que destino


Apenas un año antes de que Lenin viniera al mundo a sugerir la fuerza como antorcha del destino, Verdi estrenaba en Milán La fuerza del destino, en 1869. En realidad Verdi se había adelantado ocho años. Y lo había hecho cerca de dónde Lenin iba a proclamar su revolución llegado el día, en San Petersburgo, en el mismo teatro Mariinski que hoy reluce junto a su ampliación recién inaugurada. Debemos buscar la forma de evitar todos esos muertos” –escribiría Verdi al libretista, buscando una recepción menos trágica de la que observara al estrenarla. Como con el resultado del libreto de Lenin, viendo la versión menos trágica de la ópera uno se pregunta cómo sería la otra, la que se buscaba atenuar.  

beber de fuente rara


Aunque ni su obra ni Pushkin lo merecen, su teatro completo encierra una insospechada metáfora del estalinismo tanto en sus ingredientes –soga y tirano, veneno y envidia, avaricia e impunidad, peste y maldición- como en la cadena de acontecimientos ligados que forman. Quizá porque, salvo su primera obra –Boris Godunov- el resto de su producción dramática apenas tiene la duración de una escena, como un discreto camino de migas Pushkin dejó en cada una de sus obras, tal y como publicadas en la edición de Cátedra/2004, una idea venida de la anterior. Y así, en El caballero tacaño (1830), la soga para ahorcar que se le pide a Iván vienen ambos –soga y personaje- de Boris Godunov (1830). En Mozart y Salieri (1830), el frasco de veneno con que uno agasaja al otro es el mismo que sugerido por el judío Salomón a Alberto para acabar con la vida de su padre en El caballero tacaño (1830). El convidado de piedra (1830) posee el argumento que Mozart empleará en Don Giovanni. En El festín en los tiempos de Peste (1830), el discurso que honra la memoria de un hombre recién bajado al sepulcro es la viva imagen de los talentos sociales de Don Juan, toda la escena es un canto al tránsito dudoso que separa, pero no tanto, a muertos y vivos –“solamente el camposanto se mantiene bullicioso”. La ondina (1829-32) pone en el Kniaz cercano lamento al que en El festín en los tiempos de Peste tortura a Walsingham –“otrora me consideraba ella honrado y puro y hallaba el paraíso en mis brazos”. Finalmente, la escena de Fausto (1828) viene, doblemente, tanto de La ondina en su canto decepcionado del amor logrado y desdeñado, como en sus líneas finales –“un barco lleva además una enfermedad de moda…” de El festín en los tiempos de Peste.

lunes, 2 de septiembre de 2013

ascender para caer


El museo del cielo y el del infierno distan en Moscú solo veinte minutos en metro. stalin llevaba apenas siete años en el segundo cuando Gagarin se elevó hacia el primero en 1961. Y los campos del Gulag en los que se dejaran la vida dieciocho millones de personas seguían buscando en la tumba al hombre nuevo cuando el programa espacial de la URSS lo inauguraba en el espacio. La que luego sería la estación orbital MIR empezó a diseñarse solo veinte años después de que el Gulag dejara de ser un órgano más del programa político de quienes dirigían el país. Y casi una década antes de que las primeras elecciones tuvieran lugar. Los maletines azules para el aseo personal que se exhiben en el museo, y que los astronautas llevaban al espacio, contienen más de lo que muchos lograban acarrear hasta el campo de trabajo en que se dejarían la vida. Solo unos metros de tierra vigilada separan la tumba de stalin de la que ocupa Gagarin al pie del exterior de la muralla del Kremlin de Moscú. Cuanta más gloria en vida, más miseria espera en muerte a los mejores héroes rusos.

en casa del ahorcado


Para su desdicha, el infeliz que, contado por Kapucinski, acabara diez años en un campo de Siberia por imaginar que la forma mejor de transportar un busto de Lenin era subirlo por la fachada mediante una soga atada al cuello de la efigie, pudo haber leído la fábula de Tolstói que recreaba un episodio budista en el que un forajido en trance de muerte escuchaba la lección que sugiriera la historia del bandido Kandata, quien penaba desde el infierno hasta que Buda le envío una araña por cuya tela comenzó a ascender el desdichado hasta que, advirtiendo al mirar hacia abajo, que, como él, cientos de condenados trepaban por ella, les gritó que se soltaran, que la tela era solo suya. Al hacerlo, ésta se quebró y Kandata se precipitó de nuevo al infierno.

El ascenso de la sociedad rusa hacia estándares occidentales, al menos el que se observa en sus dos ciudades más importantes y en los pueblos turísticos de alrededor de la capital, esquiva eso que Kapucinski recordara como definición de un imperio frágil –el que su mayor muestra de esplendor conviva con sus trozos más desdichados-  y si bien es cierto que San Petersburgo parece haber sobrepasado el umbral de la prosperidad para encaminarse de cabeza hacia el de la ostentación y no siempre bien educada, quienes ascienden por la cuerda que sube desde el infierno del estalinismo y sus secuelas parecen hacerlo con la convicción de que la cuerda da para todos, y poco ha de importarles, con razón, que en otras partes del capitalismo global sus hebras sirvan para ahorcar a quienes las emplearan de columpio poco antes. Dónde, si no aquí, han de entender que por esa cuerda bajaron al infierno con la misma quietud no hace tanto.

hablar a la pared


“Poder es seriedad –escribe Kapuscinski- en contacto con el poder, la sonrisa se convierte en impertinencia, demuestra falta de respeto”. La amabilidad que uno halla por doquier, incluso sin dejar de ser seria, tiene su excepción eventual en las taquilleras del metro, de los museos, de los edificios públicos. De esa severidad, cuando no desagradable terquedad, uno pugna, y no pocas veces logra salir, justo como Kapuscinski sugiriera no hacerlo. Más de una vez, una sonrisa trae la otra y entonces el prodigio restalla, creando del todo las dos últimas categorías en que el propio Kapuscinski dividiera la aproximación forzosa a lo ruso cuando el país entero gemía bajo un imperio aparentemente inacabable de taquilleras a disgusto –“la frontera no es un punto en el mapa, sino una escuela. Los alumnos que salgan de ella se dividirán en tres grupos: 1. Los mudofuriosos. Serán los más desgraciados, porque todo lo que les rodee de ahora en adelante les provocará un fuerte estrés, los conducirá a un estado de furia, los enloquecerá. Los irritará, los alterará y los martirizará. Antes de que se den cuenta de no que no podrán cambiar nada de la realidad que los rodea, de que no arreglarán nada en absoluto, caerán víctimas de un infarto o de un derrame cerebral. 2. Estos observarán a los soviéticos e imitarán su modo de pensar y de actuar, que consiste en resignarse a convivir con la realidad existente, e incluso a saber sacarle una cierta satisfacción. Resulta muy útil la recurrida frase, que uno ha de repetirse cada noche, tanto a sí mismo como a los demás -¡da gracias por el día que acaba de pasar, pues ninguno de los venideros será tan bueno!. Y 3. El compuesto por aquellos que, más que otra cosa, lo encuentran todo intrigante, extraordinario e increíble, que quieren conocer, comprender y profundizar en este mundo, tan ajeno y distante al suyo. Estos saben armarse de paciencia, guardar las distancias y conservar una mirada serena, atenta y sobria”

El club de la comedia rusa



Si a alguien en la industria del cine estadounidense de 1934 no le importaba pagar precios por comprar con ellos su santa voluntad, ese era Josef Von Sternberg. En Capricho imperial llegaría a cargar a la productora, Paramount, los gastos de escenas que no se rodaron y que supusieron la protesta de Ernest Lubistch, entonces encargado de producción del estudio. Pero, típicamente Sternbergiano, esto no habla de corrupción sino de orgullo, pues las imágenes que protestara Lubitsch eran, de hecho, suyas, tomadas por Von Sternberg de una película rodada por Lubitsch siete años antes. Ni éste lo advirtió, ni Von Sternberg se molestó en admitirlo.
Todos los personajes que interpretara Dietrich en las siete películas que rodaron juntos están sacadas de ese molde de dignidad exacerbada y humorismo de consumo propio. Lo es también su papel de Catalina de Rusia en Capricho imperial, aunque la primera parte de su hora y media larga contenga la mayor distancia que hubo nunca entre el personaje –apocado e ingenuo- y la actriz. Y si la película cuenta la conversión de Sofía Federica en Catalina de Rusia, también se puede ver como el ejemplo más claro –junto al que proporciona La Venus rubia (1932)- de lo que, una vez logrado, ya no dejaría de mostrarse como el formato Dietrich –compendio de acidez, seducción, distancia, elevación permanente. Y con todo, maravillosamente fotografiada, barroca y farsante, la penúltima película que rodarían juntos Von Sternberg y Dietrich acaba necesitando de la muerte de un personaje a mitad del metraje para convertirse, entonces sí, en la película que previsiblemente estaba destinada a ser.
Porque, a voluntad de Von Sternberg o no, desde que aparece Louise Dresser y hasta su muerte como la emperatriz Isabel, la película es enteramente suya. Eleanor Mc Geary escribió su personaje como uno grouchiano, cuyas decisiones son muchas veces puro Rufus T. Firefly sin que la Rusia feudal de finales del XVIII deje de serlo por un instante. El reinado de los Marx duraría apenas unos años más que el de Dresser, retirada en 1937, pero su emperatriz es una obra maestra paralela e impensable en el camino al trono de Dietrich, en su apogeo en 1934. Su humor de hiel empapa, discreto, el cuento de hadas inicial: el doctor con el que empieza la película atendiendo a Catalina de niña es, de hecho, el verdugo. Me voy a una operación –dice al salir- antes de que se nos explique a qué va en realidad. Del relato principesco se pasa al cuento grotesco y expresionista, y de las maravillas de la infancia y adolescencia surge Alicia. Si su marido es, de hecho, un relojero loco o idiota, la emperatriz/Dresser es perfectamente la reina de corazones. Y en esa corte Rusa en blanco y negro, los cirios podrían alumbrar sin gran problema el juicio a la recién llegada que narró Carroll.
Hay planos prodigiosos del interior de la iglesia, densísimos, de una negrura tamizada por tantas velas que uno se pregunta cómo cabe algo más en el plano. Los candelabros, las figuras que forman las sillas son un mundo –barrocos, deformes, estilizadas como esculturas de Oteiza. La corte es un entorno desquiciado: burdo, sombrío, pura conspiración regada en la sombra por el impagable gran duque –Sam Jaffe- aunque nadie más loco que el que manda: La emperatriz luce un peine en la pechera, levanta un muslo de cordero en lugar del cetro, ordena sentarse a sus criados a cenar con ella, harta de cenar con “momias”, les pregunta como si estuvieran todos en un bar. Pilla en fraganti a un cosaco seduciendo a la mujer de su hermano –el gran duque- y todo lo que dice es que ella también ha pasado por eso –con el mismo cosaco. Puro desparpajo a lo Katherine Hepburn.
La humorada inserta en medio del drama histórico perméa también los pequeños detalles: el reloj de cuco muestra a una mujer sin nada encima que se protege y desnuda con un abrigo de piel al ritmo de las campanadas. El gran duque torna en Pedro III a la muerte de la emperatriz, y Dietrich toma el relevo de Dresser al mando de la farsa: ese pasar revista a un grupo de soldados y decir que espera que estén a la altura en otras emergencias. Pero hay replicas brillantes para todos: magnífica la que centellea el padre de la iglesia ortodoxa tras ser abofeteado tras pedir para los pobres: “eso es para mi, ¿y para los pobres?”. El momento llega en que Von Sternberg no puede retrasar más el desenlace –revuelta acaudillada por Catalina/Dietrich- y su coronación, a partir de ahí la trama acelera y la comedia cortesana termina renegando de sí y adoptando un aire épico que Dresser habría tornado en merendola. Con menos ficción de por medio de lo que podría parecer, unas pantallas que la proyectaran amenizando la fila que has de guardar para acceder hoy a su Palacio, o mejor aún, en el interior, reducirían la solemnidad del mausoleo, o mejor aún, lo terminarían de convertir en decorado.

sábado, 31 de agosto de 2013

me-moría



Para alguien que, como Kapuscinski durante sus recorridos como periodista, no debió cruzar uno solo de los múltiples puentes que hay en Moscú o San Petersburgo sin pararse en medio a contemplar las vistas, ubicar como primer recuerdo infantil en El imperio el puente que las tropas del ejército ruso le impidieron cruzar mientras huía de la devastación de la guerra en 1939 debía pertenecer al mismo nivel de irrealidad que recordar, viajando en el transiberiano de adulto, los trenes que diezmaran su población natal en Polonia durante los primeros días de las deportaciones a los campos de exterminio en Siberia. De no haber hallado tanto dolor, tanta y tan reconocible miseria en su periplo por el país que arrasara el suyo décadas antes, quizá la generosidad en la mirada de Kapuscinski, su ausencia de ira o de rencor, le hubiese sido más difícil de encontrar. Del frío que congelara su niñez y apenas el hambre pasa a hablar, veinte años después, de las nieves siberianas donde perdieran la vida tantos de sus conocidos. Pero ese nexo no existe en su texto. E incluso el relato de la esquizofrenia aduanera rusa de 1959 admite el humor, la renuncia ala crispación a la que cualquiera tendría más que derecho, sometido a lo que narra –“¡esos dedos deberían esculpir el oro y tallar diamantes! ¡esos movimientos microscópicos, esa exactitud, esa sensibilidad, ese virtuosismo!” –dirá de la pulsión maníaca de los aduaneros ante un saco de sémola.
Como si fueran tres ciudades más de las que visitara, sendas citas que abren el relato fragmentado de sus años comprimen un siglo de la vida de la Unión soviética –“En Rusia, toda la energía del artista debe concentrarse en mostrar dos fuerzas: el hombre y la naturaleza. Por un lado, debilidad física, nerviosismo, pronta madurez sexual, deseo apasionado de vida y de verdad, sueños de poder actuar amplios como una estepa, análisis llenos de inquietudes, insuficiencia del saber frente al alto vuelo del pensamiento; y por el otro, una llanura infinita, un clima severo, severo y gris el pueblo con su historia difícil y lóbrega, la herencia tártara, el yugo de la burocracia, el oscurantismo, la pobreza, el clima húmedo de las capitales, la apatía eslava, etc. La vida rusa machaca al ruso hasta tal punto que éste no logra reponerse, lo muele como muele un palo de mil puds” –Chéjov. “La aventura de la Unión soviética es la mayor experiencia, al tiempo que el problema más importante de la humanidad” –Edgar Morin. “El régimen que nos gobierna no es sino una amalgama de la vieja nomenklatura, de tiburones financieros, de falsos demócratas y de kgb. No puedo llamarlo democracia; es un híbrido repugnante que no tiene precedentes en la historia y del que se ignora la dirección que tomará… pero si esta alianza vence, nos explotarán no setenta, sino ciento setenta años” –Solzhenitsin. 

vivir dentro de la premonición



Como también, en menor medida, Turguénev, Dostoyevski, Gorki, Pasternak o Ajmátova, Tolstói  logró algo que otros tantos de los mejores escritores rusos del XIX y el XX solo lograron en sus libros: sobrevivir. Trágicamente, en sus 82 años de vida caben, enteros, los que apenas resistieran Pushkin y Gógol juntos. También los que, sumados, lograran vivir Chéjov y Mayakovski. Y solo catorce menos de los que diera de sí la existencia conjunta de Mandelshtam y Bulgákov. Los cuatro últimos aún vivían cuando Tolstói publicó en 1885 su relato Las tres preguntas, la historia de un zar que “pensó una vez que si siempre supiera en qué momento comenzar cada tarea; si además supiera qué personas hay que consultar y cuáles no; y, sobre todo, si siempre supiera cuál de todas las tareas es la más importante, entonces nunca se equivocaría al tomar decisiones”. Convocado todo el reino a responder a esas preguntas, unos “respondieron que hay que hacer de antemano un programa del día, del mes y del año, y actuar estrictamente de acuerdo con lo fijado”. Otros, que “las personas más necesarias eran sus ministros, otros que los sacerdotes, otros que los médicos, y otros, por fin, que los guerreros”. A la tercera cuestión “unos respondieron que la tarea más importante era la guerra, y otros, que el culto a dios”.
Los cementerios de Novodevichy en Moscú y de Tijvin en San Petersburgo están repletos de las víctimas, lentas o instantáneas, de cada una de esas respuestas. Y no sorprende que alguna de sus tumbas, camufladas bajo la vegetación, sean imposibles de localizar pese al mapa, como si el anonimato fuese preferible a exponer tu nombre en el mismo recinto que alberga los de no pocos de los carniceros que, directa o indirectamente, un poco antes o un poco después del tiempo que les tocara morir, fuesen responsables o acólitos fieles del régimen que trajera la ruina de los primeros. Al igual que Chéjov, Mayakovski, Mandelshtam o Bulgákov, Nicolas II y Lenin, nacidos con apenas dos años de diferencia, pudieron haber leído la fábula de Tolstói cuando adolescentes, aunque dudosamente en él la compasión y el perdón del que habla. Ninguno de los dos podía saber entonces que los planes quinquenales, los crímenes de beria, los embalsamadores de la revolución y el ejército rojo estaban ya ahí, esperando en esa página escrita tres décadas antes de que las respuestas reales vinieran a buscarles. 

gorizky, sicilia


Como el cercano lago Pleshcheevo, aparentemente inmóvil como si quisiera hacer pensar a sus navegantes que es tierra lo que aspiran surcar, los manzanos del Monasterio de Gorinsky, en Pereslavl-Zalessky, se dirían sembrados para retrasar o impedir que llegues hasta la magnífica catedral de la Asunción, cuyas paredes declinan en las sombras del interior vacío con la misma mezcla de vida y abandono que las cientos de manzanas caídas esparcen fuera, impregnando el recinto de un perfume que recuerda al de otro palacio en declive, éste siciliano –“comprendido y macerado entre sus límites, despedía fragancias untuosas, carnales y levemente pútridas como los líquidos aromáticos que destilan las reliquias de ciertas santas” –escribió Lampedusa en El gatopardo en 1956. Lo que escribiera Isaac Bábel treinta años antes en Caballería roja -“la tierra se tiñe de fulgor sombrío, collares de frutos luminosos cuelgan de los arbustos” –llevaba enterrado, como el propio Bábel, dieciséis años por entonces, tan anónimo en la vigencia de la literatura consentida por stalin como lo fuera ese otro soldado, éste del Quinto Batallón de Cazadores que Lampedusa hiciera morir en ese mismo jardín, bajo un limonero, su olor mezclado con el de las flores y las hierbas que se pudrían -“La imagen de aquel cuerpo destripado surgía a menudo en sus recuerdos como si estuviese reclamando la única paz que el Príncipe podía concederle: la inserción en una necesidad general, capaz de superar y justificar aquel extremo sufrimiento. Porque morir por alguien o por algo no tiene nada de extraño; pero hay que saber, o estar seguro al menos de que alguien sabe por quién o por qué se ha muerto”. Otros príncipes vinieron a esta tierra antes que el de Lampedusa a sus jardines. Alejandro Nevsky nació en Pereslavl-Zalessky en 1221, Pedro I reflotó el imperio heredado diseñando barcos en el lago Pleshcheevo en 1692. Sus manzanas, incluida ésta que viaja en la maleta hasta España, son ácidas, como si lo que sube, dulzón, hacia ellas desde el suelo, las llamara desde más abajo.

fresco


Sin saber si la profunda devoción que uno percibe en cuantas iglesias entra se debe a admiración por el milagro más evidente –que haya iglesias por doquier, pese a los esfuerzos del estalinismo- o si a la mera fe en algo capaz de sugerir el mismo mensaje bajo zares, dictadores o presidentes de gobierno, ni el ejército de obreros que se apresta aquí y allá a rehabilitar iglesias insertas en las ciudades y monasterios enteros fuera de ellas atenúa la sensación, tan ausente en las ceremonias del catolicismo en nuestro país, de estar delante de algo valioso, algo que merece tanto respeto como recogimiento impone. Incluso sin tocar la cámara –es dudoso que el oficiante valore la ironía de que fuera el patriarca Nikon quien, en el siglo XVII, provocara un cisma en la Iglesia ortodoxa rusa-, uno renuncia a dar un paso dentro de iglesias en las que se está oficiando la ceremonia. Y no es necesario el hieratismo de algunos de los monjes del Monasterio de San Sergio, en Serguiyev Posad, tan cercano al de algunas estatuas del metro de Moscú, para entender que, sea lo que sea que les importa en ello, es algo que merece ser respetado, incluso antes de que levantar la vista hacia los frescos que maravillan en tantas de las iglesias haga ese trabajo en uno, sin necesidad de ayudas. Al atravesar las praderas de cualquiera de los monasterios de las poblaciones rurales cercanas a Moscú, y entrar, casi a la hora del cierre, en sus edificios vacíos y silenciosos como palacios abandonados, uno experimenta esa fe, no menos sagrada, en los verdaderos milagros –los labrados por los pintores, carpinteros, escultores y arquitectos pagados por los miembros de la iglesia para hacer el trabajo que tan raramente ellos mismos saben hacer: crear lo visible, lo admirable, lo inconcebiblemente humano. Quién sino el que entrara a trabajar entre sus muros cada día para predicar debía saber que los prodigios mayores sustentan la fe en los menos probables. 

viernes, 30 de agosto de 2013

a salvo del frío y el fuego


Mientras Ray Bradbury escribía en 1953 sobre un hombre –Montag- que se refugiaba de una dictadura en unos bosques habitados por hombres que memorizaban libros, al mismo tiempo en una región de Siberia, entre bosques parecidos, acaso Klavdia Mironova acogía en su casa un hombre que llegara huyendo de una dictadura similar. “llevaba papel y pinturas –cuenta Kapuscinski- lápices de mina y de colores. Con su barca seguía el curso del Lena, deteniéndose en aldeas y jutores, y a partir de fotografías pequeñas, de carnet escolar o de pasaporte, pintaba para las madres los retratos de los hijos muertos en la guerra. Le pagaban cuanto podían. Y vivía de ello… A salvo en las extensiones inmensas, donde la falta de caminos permitían pasar inadvertido, allí sobrevivieron comunas de heterodoxos. Sobrevivieron al zar, a los bolcheviques, nadie sabía dónde estaban. Durante todo el estalinismo Klavdia no vio a un solo extraño”. El secreto de la supervivencia era el tocino. Las conservas de tocino permitían memorizar la vida y la libertad. Un libro de cocina es lo último que hubiera esperado Montag. 

un anillo para atraerlos a todos


Cosas que ver viajando por las poblaciones rurales al noroeste de Moscú: sus bosques frondosos de abedules y pinos que llevan hasta el primero de sus pueblos, Sergiev Posad, y que se alternan con llanuras inmensas salpicadas de hileras de casas de madera, no pocas de ellas derruidas, a las que solo el diseño de sus marcos y la inclinación de sus tejados distinguen del paisaje norteamericano de las carreteras de Mississippi o Alabama. El tronco de árbol tallado y pintado que espera a la salida de un cambio de rasante, simulando ser un coche de policía. Los tres hombres que entran súbita, discretamente en la catedral del monasterio de San Eutimio, en Suzdal, y cantan en el altar para los seis que estamos, como si no hubiese restauración posible mejor ejecutada que esa. Los manzanos repletos por doquier, también en el Monasterio Goritsky, en Pereslav-Zalessky, donde todo el paseo está adornado por el perfume dulzón que exhalan las innumerables manzanas que se pudren en el suelo a la sombra de sus copas. El lago inmenso e inverosímilmente inmóvil a la llegada a Rostov-Veliky. El craquelado de las nubes y la luna, llegando de noche a Suzdal tras la luz pictórica del Volga reflejada en Clyos. Los puestos enormes de peluches no menos gigantes, situados junto a moteles de camioneros en el tramo de carretera que va desde Vladimir a Moscú. El inglés que se habla con las manos por doquier.

estalinísimo


Si cada libro lanzado al fuego por el nazismo se ha reencarnado con el tiempo en uno nuevo, escrito años después, acerca de la mano que los arrojara, la literatura sobre el estalinismo trasciende la justicia que llegaría, en su mayor parte, a su muerte, para proyectarse hacia atrás, incluso antes de que el propio stalin naciera. Qué mejor memorial que uno hecho de los libros que hablan de ti, escritos por aquellos a los que no pudiste matar porque ya llevaban años o siglos a salvo. También esa otra referencia literaria, de la que Pushkin dejara su versión en 1830: la de la estatua del Comendador asesinado por Don Juan, a la que éste invita a cenar a su morada como fanfarronada, solo para ver cómo aquella se compromete a ir para invitarle a ver la suya. Cuántas de las estatuas que pueblan los cementerios de Moscú y de San Petersburgo soñarán con una oportunidad así.


De más lejano a más próximo:

“sabemos, ciudadanos moscovitas, que habéis sufrido mucho bajo el yugo del vil usurpador. Ejecuciones, destierros, hambre, cárceles, impuestos, deshonra. En cambio Dimitri se propone beneficiar a todos: a boyardos, nobleza, militares, comerciantes y a todo el pueblo honorable. ¿Rechazaréis esta merced, ufanos, y os obstinaréis como dementes? Sepáis que él viene a ocupar el trono de sus antepasados, sostenido por fuerzas invencibles. No enojéis al zar legítimo, temed a dios.” -escribió Pushkin en 1830 en Boris Godunov.

“me pareció de pronto que a mí, hombre solitario, me abandonaba todo el mundo, que todos me rehuían” –escribió Dostoyevski en 1848 en Noches blancas.

“Resuenan las bíblicas palabras de la mujer de Job: “maldice el día en que naciste y muere”. Quien no quiera escuchar estas palabras, aquel a quien pensar en la muerte, no le atraiga sino que le espante, éste debe tratar de ahogar semejantes voces con algo incluso más escandaloso. El hombre sencillo lo entiende muy bien, pues entonces libera a placer toda su bestial simpleza… sin ser especialmente sensible en otras circunstancias, en éstas se vuelve doblemente maligno” –escribió Leskov en 1865 en Una lady Macbeth de Mtsensk.

“entre tanto, aquel gigante indestructible y presuntuoso también vivía momentos de melancolía y vacilación. Sin causa aparente, de pronto comenzaba a sentir un profundo tedio. Se encerraba en una habitación y aullaba, aullaba como todo un enjambre de abejas” –escribió Turguéniev en 1870 en El rey Lear de la estepa.

“todos le olvidaron, y lo que a él le parecía, en lo tocante a su persona, una injusticia palmaria y cruel, era considerado por los demás como un asunto perfectamente normal. Ni siquiera su padre se creyó obligado a ayudarle… se dio cuenta de que todos le habían abandonado” –escribió Tolstói en 1886 en la muerte de Ivan Ilich.

“Como el herrumbroso cielo de hojalata, como un poste, como un dedo. Donde siempre, él. Como el destino. Menos cuarto. Puntual, ¿eh?. La muerte no espera. Ligero, su sombrero se alza” –escribió Tsvetáieva en 1924.

“El perro gemía, rugía, se agarraba a la alfombra, arrastrándose sobre el trasero como en el circo. En medio del despacho, sobre la alfombra, yacía la lechuza destripada de la que salían unos trapos rojos… y sobre la mesa, un retrato hecho añicos” –escribió Bulgákov en 1925 en Corazón de perro.

“se tumbó a dormir y olvidarse de sí mismo. Pero el sueño requiere tranquilidad de mente, que ésta confíe en la vida y que uno haya perdonado el dolor vivido. Yacía con seca tensión en la conciencia, sin saber si era útil en el mundo o si todo podía arreglarse perfectamente sin él… con débil voz de duda, un perro hizo saber que estaba cumpliendo con su trabajo” –escribió Platónov en 1929 en La excavación.

“Diecisiete meses hace que grito llamándote a casa. Me he postrado a los pies del verdugo, hijo mío, terror mío. El mundo entero es confusión y yo ya no sé distinguir quién es la bestia y quién el hombre” –escribió Ajmátova en 1939.

Final, alegóricamente, lo que cuenta Luis Matías López en La huella roja: cómo, en una misión espacial anterior a la Mir, “cuando hubo que romper los huevos de codorniz, se vio que a los polluelos les faltaba la cabeza”. 

la foto fija



Rusia y la iglesia ortodoxa rusa defienden al régimen sirio que viene de lanzar armas químicas contra la población civil cerca de Damasco, hace una semana. Cuando se lee “defienden” es, en el primer caso, literal: rusos son los sistemas de defensa antiaérea que el régimen sirio tiene a su disposición. Tanto como –coincidencias- siria es la única gran base militar que Rusia tiene en el exterior. La iglesia hace un uso más amplio del verbo, pues lo que defiende es al 10% de la población cristiana de ese país, que goza de libertad de culto. Aunque lo que menos interese a los popes sea justo la libertad de culto y sí que esa décima parte de la población escoja la opción que ellos venden. Pues, de estar interesados en la libertad, de culto o no, acaso condenarían al régimen que viene sozugando y masacrando, como poco, al 90% restante de la población. El parlamento ruso aprobó en julio de este año una ley que prohíbe la propaganda que apoye orientaciones sexuales no tradicionales y estos días debate prohibir que los homosexuales puedan donar sangre. “¡Rusia para los rusos! –cita Kapuscinski un mitín al que asistiera en 1992, no tan superado- el meollo de la cuestión consiste en la conciencia del ruso contemporáneo entre el criterio de la sangre y el de la tierra. ¿Hacia dónde tender? El criterio de la sangre impone el mantenimiento de la pureza étnica de la nación rusa. Pero una parte étnicamente pura no es más que una parte del Imperio de hoy. ¿Y que pasa con el resto? En el criterio de la tierra se trata de mantener el Imperio actual. Pero entonces resulta del todo imposible mantener la pureza étnica de los rusos”. La pureza dentro de la prioridad racial, la soberanía dentro de los intereses bastardos, el derecho a la fe dentro de la contabilidad de la base de clientes. Cuando un imperio se desvanece, sus fronteras mentales siguen teniendo dentro más de lo que deben.