domingo, 30 de octubre de 2022

La tierra saqueada


La apropiación cultural y su extremo peor, el expolio, tiene frecuentemente una parada extraña en el hecho de que gran parte del patrimonio de un país es robado por los propios antes de ser sustraído, si pueden, por los ajenos. La tumba de Tutankamón, una de las poquísimas que se salvaron de ser desvalijadas hace miles de años, solo logró ser preservada porque su acceso fue sepultado accidentalmente. Cuando Howard Carter se sirvió del permiso para excavar en su búsqueda era porque cuantos lo habían intentado antes que él lo dieron por inencontrable. 

Es obsceno encontrarse en una sala del Museo Pérgamo, en Berlín, una de las ocho puertas de que constara la muralla interior de Babilonia, sacada a la luz por excavaciones alemanas en los primeros años del siglo XX. Pero tampoco sobra preguntarse qué habría sido de ese vestigio arqueológico de haber seguido en Irak, que solo en los últimos 45 años acumula tres guerras. Todas ellas perdidas, con lo que eso supone frecuentemente para el patrimonio artístico.

Tampoco es necesario visitar una tumba vacía para entender que el saqueo de arte egipcio debería restituir a su país de origen al menos lo más valioso de ese botín. Howard Carter era británico y es legítimo que el Museo Británico conmemore el centenario del descubrimiento de la tumba de Tutankamón. Lo sería aún más de haber aprovechado la efeméride para devolver la piedra Rosetta, que fue hallada y traducida por franceses. 

La cobardía y la ceguera se cruzan en ese camino infame con gestos que lo recorren en dirección contraria: a la lista siempre creciente de demandas de devolución de arte confiscado por el nazismo, y repartido después por el mundo a medida que sus jerarcas lo vendían para garantizarse la supervivencia, se suman iniciativas actualmente en marcha en el núcleo de potencias colonizadoras: expoliados por el Imperio Británico en 1897, los bronces de Benin han sido devueltos este mismo año por Alemania a Nigeria. No muy lejos, en Bélgica, 84.000 piezas expoliadas en el baño de sangre del dominio belga en el Congo han sido declaradas reclamables. Representado en alguna de ellas un dios indígena al que viviera sometida la voluntad de esos pueblos, piezas saqueadas fueron empleadas además contra la población a la que se esquilmaba, socavando así la fuente misma de poder que encarnaban sus jefes tribales. Se inaugura estos días el nuevo museo berlinés, el Foro Humboldt, y las 40 piezas expuestas, prestadas por Nigeria por diez años, lo hacen acompañadas de una reflexión sobre a quién pertenecen realmente. Que tampoco es al turismo.

Cuando Jeremy Naydler escribe que a Egipto no se puede volver se está refiriendo a un tiempo antiguo sin puertas de acceso. Pero ese imperio hurtado al mundo parece basado en robos que siguen aquí: lo que el Nilo hurta al desierto permite la vida, y ésta se recrea en el robo creando verdor regado con sus aguas. Pero es una lucha sin ganadores. Al mismo tiempo, nunca mucho más lejos, el desierto conquista las orillas de largos tramos del río, robando lo que en ellas creciera en su día. Como el mito egipcio del sol en su viaje nocturno por el inframundo, la vida y la muerte subsisten aquí robándose mutuamente zonas desprotegidas, vulnerables. Transitar durante la noche de las zonas pobladas a los dominios del desierto es ver cómo la luz roba a la oscuridad y viceversa. También sucede de día, cuando la soledad de un lugar yermo roba el eco de la vida de las ciudades con la misma falta de compasión con que en El Cairo se hurta el silencio a sus habitantes. 

Nada sustrae más y más devastadoramente que el tiempo. Hace 3.200 años los templos -y por extensión el rey- eran dueños de una tercera parte de la tierra productiva del valle del Nilo. Un tercio era propiedad del templo de Amón en Karnak. Pasear hoy entre sus ruinas imponentes es hacerlo por un lugar arruinado: la riqueza que llegó a poseer más allá de sus murallas comprendía 2.400 km2 de suelo agrícola, 420.000 cabezas de ganado, 433 fincas, 65 pueblos, 83 embarcaciones, 46 centros de producción, 81.000 trabajadores -compila José Miguel Parra. 

Leer sobre el antiguo Egipto es, en sí mismo, fabular un inventario de significados robados. Barry J. Kemp sugiere que los egipcios empleaban los nombres de las cosas como unidades independientes de significado. Así, al acumular nombres de cosas, seres y lugares y las asociaciones entre ellos, el sentido no llegó a ser puesto por escrito. Citado en su libro El Antiguo Egipto, uno de los textos datados en el 1100 a.C., titulado “Inicio de las enseñanzas para aclarar las ideas, instruir al ignorante y aprender todo lo que existe”, se limita a enumerar el nombre de cuanto conocían en esa era, desde las partes de un buey a los elementos que componen el universo o las clases de seres humanos. Pero sin añadir un solo comentario o explicación. Ligado a ello, Kemp añade que las capacidades de los dioses crecían al hacerlo sus nombres. Osiris llegó a tener cinco. Inscrita en las paredes de algunas tumbas reales en Tebas, la letanía de Ra incluye los setenta y cinco nombres que llegara a tener éste, que son en realidad los de otros dioses.

Quienes excavan hoy los restos de edificaciones de hace miles de años sin sentir que lo que hallan difiere de lo que aún constituye su vida -casas que son la cocina y el establo, muros de adobe, dependencia de un pozo- dibujan también esa forma de expolio que es reconocerse en la precariedad ajena, incluso transcurridos miles de años. Sucedería lo mismo si quienes excavaran los templos y palacios de la antigüedad fueran los poderosos de nuestro tiempo. Ausente de la riqueza, la magnificencia y la capacidad de influir en el modelo artístico de su era, el hombre común de hace miles de años se encarna hoy en quienes, a las puertas de templos henchidos de turistas, nos pasean por ellos como si el precio por entrar fuera, para ellos, hacerlo acompañado de alguien que ha pagado lo bastante para merecerlo.

Kemp sugiere otros tipos familiares de hurto: el que al sistematizar la religión en el año 3000 a.C. pudo haber colonizado las formas de la cultura popular -cerámica, pintura, acaso música- para imponer un canon llegado desde el gusto cortesano que paradójicamente vio entre sus víctimas a muchos de los dioses del panteón egipcio, condenados desde entonces a ser representados como variantes de una sola imagen. Para compensar, y como sucediera con la Gran Esfinge de Gizeh, originariamente una estatua del faraón Kefrén, y más tarde entendida como una que honraba al dios Sol Horemachet, un arquitecto como Imhotep era honrado 1.500 años después de su muerte, esta vez como un dios menor, hijo de Ptah, deidad de Menfis “particularmente interesada en los albañiles, constructores y escultores” -cita Joyce Tyldesley.

No hay robo más singular que la ofrenda que es percibida como hurto, y el reinado de Akenatón (siglo IV a.C.) ilustra ambas. Su afán por lograr que la monarquía fuera venerada por sí misma y no por conexión alguna con los dioses fue interpretada en su tiempo como una forma de hurtar a la civilización egipcia justo aquello que más la cohesionaba: la encarnación del poder como religión, y acaso viceversa. Rechazada por la clase sacerdotal, a su muerte -escribe Kemp- “nuevamente arroparon la desnudez de la monarquía con los velos de la teología más profunda”.

Llegado el tiempo, en la parte final del llamado Imperio Nuevo (en torno al 1070 a.C) la documentación sobre robos ilustra cómo las reservas de grano desaparecían poco a poco de los templos, las tumbas eran saqueadas, y otro tipo de hurto era llevado a cabo con la anuencia de funcionarios, incluida la clase sacerdotal. Cobre y bronce, vasijas de aceite, prendas de lino, adornos de ataúdes… irónico, Kemp describe esa oleada de riqueza llegada desde abajo en oposición a la que la dinastía XVIII había hecho, desde arriba, con el botín de cuanta guerra librara Egipto en ese tiempo, y a diferencia del que luego se serviría de mercados y casas de intercambio, desde dentro de la administración.

Todo eso existía en paralelo a aquello que no podía ser robado, ni siquiera al morir. El ka, la energía vital, emanaba de los muertos hacia los vivos, incluyendo animales y cultivos. Robado el aliento vital, pervivía en la energía que seguía fluyendo entre los vivos. 

Las invasiones persas, griegas, romanas y árabes que durante miles de años se turnaran el intento de adueñarse de Egipto son hoy, vaciadas cuantas cámaras mortuorias se conocen, ejércitos turísticos cuyos acentos infinitos resuenan en las tumbas excavadas en el Valle de los Reyes, en el Museo del Cairo y en los templos de Abu Simbel o Luxor. Robado cuanto fuera depositado bajo tierra para ayudar a los muertos a salir de ella, la mirada del turista se solaza hoy en lo que no está. Al menos durante el tiempo que se tarda en salir y ser abordado por vendedores callejeros que parecen ofertar, a escala, efigies de cuanto faltara dentro de los templos. Como si su precio -siempre un regalo- fuera, esta vez sí, un robo aceptado y conveniente.

A principios de octubre de este año un ex ministro egipcio de antigüedades declaraba que, en contra de lo que pensara -e insultara- en su día respecto a cómo Carter extrajo la máscara mortuoria de la momia de Tutankamón, destrozándola, “no había otra forma de hacerlo. Carter no tenía opción”. No pocos de quienes hoy se apiñan a las puertas de los templos egipcios parecen víctimas de esa maldición, la de no tener otra opción que fotografiarse en actitud banal, como si el nombre que la cultura griega diera a las inscripciones que cubren las paredes -jeroglíficos (signos sagrados grabados)- fuera lo último que hoy puede robarles cualquiera con solo tener un móvil a mano.


 

sábado, 29 de octubre de 2022

Plagas contra plagas


Las ruinas de una religión son a veces menos visibles que las de la civilización en que prospera, y tiene sentido esperar que sea precisamente otra religión la que proporcione -incluso si desde la crítica- algo que ayude a imaginar el poder de que gozara su adversaria extinta. Apenas iniciado el Antiguo Testamento, el Libro del Éxodo describe el castigo enviado sobre Egipto hasta lograr la liberación de los israelitas. Encarnada literalmente en su máximo representante, el faraón, la dignidad o legitimidad del culto egipcio es, en esas páginas, representada mediante el encuentro de éste -acaso Merneptah- con los enviados del dios hebreo, llegados para exigir su libertad en nombre de su protector. Éstos, de ochenta y ochenta y tres años respectivamente, son así lo venerables que su interlocutor, del que se nos hurta la edad, no. 

Pese a que uno de los hechizos egipcios datados hace 3600 años tenía como objeto combatir una epidemia desconocida, la “peste del año”, una tras otra, las plagas -leemos- caen sobre suelo egipcio hasta que la última de ellas (la muerte de cada primogénito) fuerza al faraón a doblegarse ante un dios más poderoso que aquellos que, como la leona Sekhmet, diosa de las plagas y la peste, deberían defenderle. Como gran parte de la epopeya fundacional narrada en el Pentateuco (la más rica y delirante de la Biblia), la historia de las plagas es seguramente un cuento que simplemente fijaba cierta tradición oral, acompañante siempre de la pervivencia difícil de los pueblos en sus comienzos. 

A ojos de los egipcios que hubieran podido leerlo en esos días (ninguno), el episodio de las advertencias punitivas habría sonado a un tipo de jeroglífico místico que no estaban preparados para descifrar, incluso de haberlo estado para poder leer arameo. No más allá del paralelismo explícito -el ojo por ojo, primogénito por primogénito- que apenas nueve páginas antes muestra a un faraón ordenar la muerte de todo niño hebreo recién nacido. Uno de los escasos que acaso logra librarse de ese destino es, de hecho, uno de los dos emisarios que transmiten la voluntad del dios israelita. De tomarnos en serio la escena, Moisés debía ser consciente de que la última, más letal e injusta instrucción de su dios -hacer pagar a los hijos egipcios las culpas de sus padres- había sido ya empleada por aquel faraón al que extorsionaban. O su descendiente. Ambos debían saberlo, el faraón y Moisés. Es interesante imaginar al primero siendo amenazado de algo que incluso alguien como él, un dios autonombrado pero de carne y hueso, podía ordenar y lograr.

Acaso hay algo en esa maldición que quienes escribieron entendían mejor que quienes lo leemos hoy, pues desde un punto de vista egipcio las plagas -que incluían ranas (Hequet, la diosa de los nacimientos) y langostas, presentes en su infinito surtido de divinidades- podían así leerse como una forma de lograr que sus propios dioses protectores se volvieran contra ellos. Solo hacer arder su tierra habría sido más explícito al involucrar así a Ra, el dios sol, primero de todos ellos. Y en todos los casos ningún egipcio habría visto en ello religión, sino magia. Si los dioses se movían libremente por el antiguo Egipto, el lenguaje no lo hacía: carecían de palabra para religión pero no para magia. Otra cosa es que dudosamente eran conceptos que podían ser separados, o distinguibles incluso de la ciencia tal y como era entendida.

De haber presenciado la conversación entre Moisés, Arón y el faraón que la Biblia fabula, la decepción de los sacerdotes presentes habría tenido más que ver con la demostración de poder que con una presunta inferioridad teológica. Su papel central en el estado, más parecido al de funcionarios dotados de privilegios, se basaba en permanecer en el lado de la balanza que el rey, desde el otro lado, requería para sustentar su poder ilimitado. Y ninguno de ellos estaba necesariamente en ese sitio como garante de la espiritualidad del pueblo. Como sucediera con la escritura jeroglífica, la religión debía ser mayoritariamente solo el lenguaje adecuado para validar el poder desorbitado del rey, y por extensión, el de quienes, como la clase sacerdotal, lo encarnaban en su nombre. Y éste cambiaba según el lugar que profesara un mito de la creación u otro. Heliópolis, Menfis y Hermópolis rendían culto respectivo a Ra, Ptah y Thoht. Y sobre todo a su empleador: “el sacerdote egipcio era un funcionario público que gozaba de indudables beneficios, sociales y económicos… para desempeñar con decoro y exactitud ese empleo no era necesario ningún sentimiento místico, bastaba haber sido nombrado para el cargo” -escribe José Miguel Parra.

Atados a su encarnación humana, los dioses egipcios, y entre ellos aquellos fundidos con cada uno de sus reyes, también desaparecieron al hacerlo la cultura que perdurara miles de años. Extraviado entre su riquísima concepción del inframundo, alguno de los sacerdotes que vislumbrara el declive y la desaparición de la religión egipcia de la antigüedad quizá llegó a fabular que esa misma religión -y la síntesis nos es inimaginable- descendía a la tierra de los muertos, donde, acompañada de similares pertrechos a los que eran enterrados en las tumbas, poder viajar por ríos subterráneos a imitación de las barcazas que surcaban el Nilo cargando estatuas que representaban divinidades, que tras ser lavadas, ungidas y paseadas, volvían sanas y salvas (y más ricas) al lugar del templo que las esperaba.

Como una undécima plaga, la extinción de la polifonía de dioses egipcios viaja hacia delante, hasta el aprendizaje que el cristianismo hizo de la dependencia arriesgada de encarnar un dios en un hombre, aunque fuera el rey. Como una bacteria empoderada tras luchar en muchos frentes durante largo tiempo, el cristianismo que empezó como una secta judía y después fue adoptando aspectos de la mitología griega e infiltrándose en la maquinaría social romana, pudo haber hallado en Egipto la clave de su éxito: tras encarnar al dios invisible y todopoderoso en un hombre común que podía incluso ser torturado y ejecutado, añadió su resurrección. Es decir, lo que la religión egipcia había sugerido al ver la salida del sol como la vida renovada tras atravesar las infinitas aguas sombrías del inframundo. Uno que llevaba hacia las estrellas circumpolares, siempre visibles, que simbolizaba el reino del espíritu puro al que solo accedían los muertos dignos de ello.

Poder entender a un dios con forma de sol debía ser menos importante que asumir que él podía entender a quienes le adoraban, y el dios Ra acabó, como el resto del panteón egipcio, encarnado en una figura humana, en el caso del sol bajo la forma de un hombre con la cabeza de halcón (Re-Horus del Horizonte), aunque también como un escarabajo, o navegando el firmamento en una barca solar sobre una divinidad con cabeza de carnero. Quien mirara al faraón, revestido de oro y demás parafernalia de la sumisión extrema, podría quizá asociarlo al sol en legitimidad, aislamiento y poder. Mirar al sol y ver al faraón debía ser más arduo. La solución fue dotar la encarnación del sol en un dios intermediario entre éste y el faraón: Amón. Desde entonces el faraón podía proclamarse hijo de un dios con forma humana, que a su vez estaba ligado al sol por vías que ni competía al rey ni a sus súbditos saber.

Había más ventajas en la fusión fría, que en Luxor tomó la forma de un heredero que entraba al templo y al salir lo hacía ya encarnado en el dios: por un lado favorecía la preeminencia de la religión al frente de las costumbres egipcias, dado que el dios rejuvenecía con cada nuevo faraón. Y por otro dotaba de legitimidad instantánea a quien, saltándose la línea hereditaria, como acabaría pasando, irrumpiera como una alternativa usurpadora. 

Depositar la suerte de las cosechas o la fertilidad en esculturas a las que adorar debió ser una tentación irresistible en una sociedad como la egipcia en la que la sensación de habitar un mundo regido por el orden conectaba el pasado con el presente. Encarnado en la sucesión, inmutable y ordenada, de los reyes que se sucedían unos a otros, la historia fluía hacia atrás con igual intensidad que hacia delante, pues lo que aguardaba en los meses y años venideros también esperaba en las estelas grabadas que recordaban la aportación de reyes pasados.

Las pirámides que representaban “un emplazamiento para la celebración eterna de la monarquía en vida, el supremo reivindicador del territorio” (Barry J. Kemp), al simbolizar el sol fundían en una la presencia diaria e inmutable del astro que todo lo veía y al que se debía, Nilo mediante, la prosperidad agraria. Fundido con ella o enterrado en su interior, la adoración del rey trasladaba así su vigencia al futuro en que ambos -pirámide y monarca- encarnaran la misma autoridad y, como debía ser obvio a ojos de éste, idéntica visibilidad desde muy lejos. 

En manos del faraón esto distaba de ser una metáfora. Cuenta Jeremy Naydler que los registros dejados en vida de reyes separados por dos mil doscientos años narraban batallas gloriosas y heroicidades del faraón como si el molde del mito en que se miraban fuera literalmente eso: escenas de un grupo de caciques libios prisioneros, acompañadas de cabezas de ganado representando trofeos de guerra, se repetían exactamente dos siglos más tarde para describir las hazañas de otro rey. Y una tercera vez, dos mil años después. El compendio de conquistas logradas por Ramsés III calcaba las logradas por Ramsés II un siglo antes. Éste la había copiado de Thutmosis III, tres siglos antes. Preferido el mito a la historia, “el enemigo era siempre el mismo -resume Naydler- símbolos del enemigo arquetípico al que el rey de Egipto -el que sea- derrotaba eternamente”.

Nada de lo que el rey hiciera -señala en su libro El templo del cosmos- existía únicamente en el ámbito de la realidad mundana. La historia sucedía como mito simultáneamente. 

Es una ironía que el vestigio empleado para leer aquella cultura -la Piedra de Rosetta- permita traducir el mito (el lenguaje jeroglífico) a partir del lenguaje probado (el griego impreso en la parte baja del fragmento). Como si la pervivencia del primero agradeciera parecidos virus, hace años una mujer que huía de su pertenencia traumática a los Testigos de Jehová recaló un tiempo en mi casa. En señal de gratitud, llegado el día volvió con un regalo que mostraba su empleo finalmente logrado: una copia a escala de la Piedra de Rosetta, hecha por ella en su nuevo trabajo.