jueves, 25 de octubre de 2012

dime con quién andas












vistas y no vistas











el gatopardo, 1. la casa de los salina es la de los solness


Entrelazada como las partes del destino de los Salina, donde las manos hercúleas del Príncipe manejan el telescopio con que otear el firmamento justo después de que sus pies hayan recorrido las baldosas ilustradas con mitologías, convencido de que los frescos de su casa son “más proféticos que lisonjeros”, la genealogía del Gatopardo Fabrizio de Salina, creado por Giuseppe Tomasi di Lampedusa entre 1954 y 1957, en cuya sangre “fermentaban esencias germánicas: un temperamento autoritario, cierta rigidez moral, una propensión a las ideas abstractas que en el hábitat abúlico de la sociedad palermitana se habían transformado en prepotencia veleidosa, en toda clase de escrúpulos de conciencia y en un desprecio hacia sus parientes y amigos que según él iban a la deriva por el lento río del pragmatismo siciliano”, bien podría rastrearse en la del constructor Halvard Solness, levantado por Henrik Ibsen en 1891. También acaso en la del propio Ibsen, quien viviera entre Roma y diversas ciudades de Alemania durante 27 años.
Si Fabrizio sería el hijo sobrevivido al incendio de los Solness, heredó hasta la última de sus cenizas: desde las formas del amor al que no pueden renunciar –el que por su mujer de décadas, el que por la sangre joven-; a un modo de estar en el mundo hecho de un vigor inusual y una desubicación proporcional; también la pertenencia –acaso su luz más rutilante- a la aristocracia del bienestar y el prestigio social; la sensación de que el mundo –un mundo- desaparece con ellos; un anhelo de belleza cuya sombra es el conocimiento íntimo, y callado, de habitar algo que se parece a la desaparición lenta, inexorable. Lo que Lampedusa escribiera del jardín de la casa familiar de los Salina –“era un jardín para ciegos: allí la vista no encontraba más que ofensas; el olfato, en cambio, un manantial de placeres, si no delicados al menos muy intensos”- habla de lo que, no queriendo mirar, se les cuela en el alma por los demás sentidos: el fin de una era, el advenimiento de un sucesor que no querrían (aunque, como en el caso de Tancredi, Fabrizio lo adore), un malestar que solo puede ser el de un jardinero que envejece más deprisa que su jardín.
Es sencillo porque sus tallos más amados, o al menos más tangibles -Hilda Wangel y Angélica Sedára, respectivamente- son pura savia por cosechar. El rumor del deseo adulto, una letanía tan clara como, en el rezo con que se abre la novela, en “los misterios del dolorel amor, virginidad y muerte resaltaban como flores de oro”. Su aroma, el de “la inserción en una necesidad general, capaz de superar y justificar aquel extremo sufrimiento. Porque morir por alguien o por algo no tiene nada de extraño; pero hay que saber, o estar seguro al menos de que alguien sabe, por quién o por qué se ha muerto”. Solness muere por Hilda, y lo hace cayendo desde lo más alto de su fama. Si Fabrizio no lo logra es porque Lampedusa necesitaba de él que resistiera a algo que puede matar a un hombre pero no a una idea. Por eso las ensoñaciones de un plano de la realidad –la cosmología- libre de lo que constituye la base misma de sus privilegios en la tierra –las clases, la fortuna, el poder, el conocimiento, la educación, la fortaleza- sirven a Fabrizio para salvar, aunque sea a costa de saberlo inalcanzable, la grandeza que tan escasa felicidad es capaz de proporcionarle en vida.
Si Solness habría firmado la profecía de Tancredi –“si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie”-, los fuegos en las montañas, “atizados por hombres bastante parecidos a los que vivían en los conventos: fanáticos como ellos, cerrados como ellos, como ellos ávidos de poder” que Fabrizio contempla de camino a Palermo, contienen similares llamas a las que atormentaran al constructor envejecido, sesenta años atrás: por qué ceder mi puesto a otros si serán como yo, si querrán lo que yo. La vaga seducción de Kaia –amada por quien aspira a sucederle- es parte de ese patrimonio común. Al igual que la ampliación de la frase primera –“sucederían muchas cosas, pero todo sería una comedia, una ruidosa, romántica comedia con una que otra mancha de sangre en los ridículos disfraces”- explica tanto la lucha de clases o el advenimiento de propietarios nuevos, como la lucha de ambos por aferrarse a la belleza de la juventud ajena. 
Atrapado en un magma de impulsos y deterioro concretos, la resistencia inútil de los Salina, como la impotencia ante el paisaje -“la verdadera imagen de Sicilia, comparados  con la cual las ciudades barrocas y los naranjos no son más que detalles despreciables. La imagen de una aridez cuyas  ondas se perdían en el infinito, encabalgadas unas sobre otras, desamparadas e irracionales, con perfiles que la mente era incapaz de atrapar, concebidas en una etapa delirante de la creación”-, tiene que ver con la resistencia a lo abstracto -“El verdadero, el único problema consiste en descubrir el modo de seguir viviendo esta vida del espíritu en sus momentos más abstractos, los que más se parecen a la muerte” tanto como con el recuento como problema -“El luminoso imperio de la Casa de los Salina, pleno de ingenuas obras maestras del arte rústico del siglo anterior, inútiles para deslindar confines, determinar superficies, valorar beneficios”.
Ni siquiera cuando, al agonizar, el cálculo implica recopilar lo que su vida fuese, el patrimonio de un príncipe suena superior al de Ciccio Tumeo, el misérrimo cazador recluido junto a las escopetas como precio por conocer un secreto –“dos semanas previas a su casamiento, las seis siguientes, media hora cuando nació Paolo; ciertas conversaciones con Giovanni antes de que este se marchase; muchas horas en el observatorio entregadas a la abstracción de los cálculos y a la persecución de lo inalcanzable… Tancredi; los perros; algunos caballos; las primeras horas de sus regreso a Donnafugata, el sentido de la tradición y lo perenne expresado en la piedra y en el agua; los alegres escopetazos, la afectuosa matanza de conejos y perdices…”. Tras unas reliquias vendrán otras: a su muerte, sus hijas amasarán una colección de baratijas compradas a precio de reliquias auténticas, hasta que un experto venga a soplar el castillo de naipes sacros.  

el gatopardo, 2. dentro del sueño del hombre oveja


Es una ironía que el propio Príncipe habría apreciado el que, siendo él un observador certero y afamado del inapreciable movimiento estelar, baste alguien como don Calogero Sedára para reconocer en él a un hombre-oveja, uno de los que “existían únicamente para entregar la lana de sus propiedades a sus tijeras de esquilar, y para que el nombre, iluminado por un prestigio cuyo origen no conseguía descubrir, pasase a manos de su hija”. Uno al que basta cierto contacto familiar con Fabrizio para volver a encontrar “esa blandura y esa incapacidad de defenderse que formaban parte de la imagen preconcebida de aquel noble-oveja”. Es de admirar, dado que, incluso cuando es el propio Príncipe el que expone a aquel sus problemas, “estos eran múltiples, complejos y ni siquiera él los conocía a fondo, no porque le faltase penetración, sino por una especie de indiferencia”. Si El Príncipe de Salina nació de la memoria de su bisabuelo, Lampedusa tuvo años para apreciar nítidamente el ascenso social de la burguesía en su camino hacia el estrato que su familia había ocupado durante generaciones. Y quizá por ello, no quiso ahorrar al nuevo rico Sedára la fatalidad que venía con el nuevo cargo –“pero también se inició, para él y los suyos, ese proceso de constante refinamiento social que al cabo de tres generaciones acaba transformando a unos labriegos brutos pero eficientes en unos caballeros indefensos”.
En cierto sentido, toda la novela es el encuentro de tres miradas –la que Lampedusa proyecta, como en un espejo, en el Fabrizio cuya historia y pesos llevara dentro y cuya fuerza hubiera querido fuera; la que ambas clases sociales se dirigen mutuamente –la de Calogero sobre el Príncipe, la de éste sobre aquel- y la de Fabrizio sobre Tancredi, la del Tiazo sobre su sobrino, por el que se cambiaría. Y acaso sea ésta la que más marca la melancolía del último de los Salina. Para empezar porque, con dos hijos varones, ni siquiera es el último. Y sin embargo lo siente. “Hemos sido los gatopardos, los leones,  quienes ocupen nuestro lugar serán las hienas, y todos seguiremos creyéndonos la sal de la tierra”. Incluso cuando, rechazando ser senador, admite no poder ser parte del futuro al serlo del pasado, lo que está confesando es que no puede ser Tancredi –a quien podría pedírsele que fuera, al mismo tiempo, ambas cosas y lo sería- dado que ya lo es aquel. Su gravedad, la impronta de la derrota que siente tanto como no puede permitirse asomar nace de sentir que su sobrino es lo que él es, y sin embargo él no podrá ser ya Tancredi. Luchino Visconti lo entendió bien al terminar su película justo tras el vals que el Príncipe baila con Angélica.
La adaptación a cine de 1963 ahorraría al Príncipe de Salina/Lancaster la agonía que Lampedusa le reservara, y a su hija Concetta/Morlacchi, una visión más clara, siquiera al final, cuando ya poco importa, de lo que Tancredi/Delon sintiera por ella. Para compensar, cargó en Angelica/Cardinale el futuro de “viperina Egeria de Montecitorio” que la novela profetiza y que en la película es vulgaridad pasmosa durante una cena, hasta el punto –inconcebible en la novela, aunque menos que el augurio de que su amor por Tancredi “fracasara en lo erótico”- de irritar al Príncipe. En ella, como en el libro, Fabrizio no tiene amigos, o iguales –que acaso sea eso de lo que se trata. Y no tendría porqué importarle pues acaso sea lo que se espera de un aristócrata, como se esperara de su padre y de su abuelo, y así. Pero está Tancredi, que parece tenerlos por todas partes, de todas las clases sociales, allí donde puede obtener algo -“Volteretas y cabriolas ejecutadas alrededor de este catafalco lleno de adornos”. Por cada derrota que engrandece a Fabrizio, para sí o para los demás, hay una victoria más liviana de Tancredi, que parece lograr sin esfuerzo, como si se alimentara de lo que su reflejo va dejando de poseer.
Sea porque la frivolidad es algo que un Príncipe de Salina no puede permitirse, sea porque sabe que justo esa frivolidad es lo único que podría salvarle de la inmovilidad que le atenaza, por cada Tancredi que se permite hablar de “Bellini y de Verdi como sempiternas pomadas curativas para las llagas nacionales”, hay una mademoiselle Dombreuil, institutriz de la que, en el único momento fugaz de emoción asomada, Lampedusa dice que “tan pobre de cuerdas era su arco, ella, que siempre estaba obligada a imaginarse la alegría de los demás” o un Príncipe que se despide de un invitado diciendo que “durante unas horas debe interpretar el papel de hombre civilizado”, como si la llaga hecha confesión que viene de hacer no fuera simplemente la de un hombre cuerdo, acaso el más cuerdo de cuantos le rodean, sino la de un temerario que osara ser lo único que un aristócrata jamás pudiera permitirse –alguien que aparca lo debido para estacionar lo verdadero.
Como un Segismundo o un Ayax insomnes por miedo, el sueño de la tierra que Fabrizio describe se parece mucho a la vigilia de su clase por no despertar –“Sicilia me parece una centenaria a quien pasean por la Exposición Universal de Londres y no comprende nada ni le importan un comino las acerías de Sheffield y las hilanderas de Manchester: solo anhela que la dejen dormitar de nuevo con la cabeza hundida en sus almohadas húmedas de baba y el orinal debajo de la cama”. Es una paradoja más que siendo el Príncipe de Salina tan escasamente siciliano, su derrota sea, en sus argumentos, la de la tierra en la que habita, sueño incluido –“todas las expresiones sicilianas son expresiones oníricas, hasta las más violentas: nuestra sensualidad es deseo de olvido, nuestros escopetazos y nuestras cuchilladas son deseo de muerte; deseo de voluptuosa inmovilidad, o sea también de muerte, son nuestra pereza… cuando nos ponemos pensativos, se diría que es la nada queriendo escrutar los enigmas del nirvana”. Hay sitio para los espejos en el símil –“Así se explica el poder desmedido que ejercen aquí ciertas personas: son aquellos que están semidespiertos; como también el famoso siglo de retraso en las manifestaciones artísticas e intelectuales de Sicilia: las novedades solo nos atraen cuando sentimos que están muertas, que ya no pueden producir corrientes vitales; a ello se debe asimismo ese fenómeno increíble de la creación actual, ante nuestros ojos, de unos mitos que si fueran realmente antiguos despertarían veneración, pero apenas logran ser siniestras tentativas de sumergirse otra vez en un pasado que nos atrae precisamente porque esta muerto”.
Incluso su resignación, la fatalidad con que observa su destino inapelable puede leerse en su miradas sobre otro tipo de herencia, solo algo más antigua, solo algo más ajena “Estos monumentos del pasado, magníficos pero incomprensibles, porque no los hemos edificado nosotros, que nos asedian como bellísimos fantasmas mudos; todos estos gobiernos que llegaron con sus armas desde lugares desconocidos para encontrarse con nuestro sometimiento un día, nuestro odio al siguiente y nuestra incomprensión todo el tiempo… los sicilianos jamás querrán mejorar por la sencilla razón de que se creen perfectos; en ellos la vanidad es más fuerte que la miseria; toda intromisión de extraños  es un ataque contra el sueño de perfección en que se hayan sumidos, una amenaza contra la calma satisfecha con que aguardan la nada”. Hay pocas cosas más extrañas en El Gatopardo que la forma en que Fabrizio de Salina se expone a sí mismo como portavoz de algo que es más grande que él, más antiguo quizá, improbablemente más extendido. “Pertenezco a una generación infeliz” –dice. Pero busca su apellido, sus afinidades más profundas, a través de un telescopio, de noche, mirando donde nada de lo que le rodea puede decirle algo de él que le importe, que le complete.
Ligado a la Sicilia que “solo quiere dormir”, entre sueños propios enterrados y almohadas que usar como espejos, acunado por “el sentimiento de superioridad que brilla en la mirada de cualquier Siciliano, y que nosotros llamamos orgullo pero en realidad es ceguera”, el discurso del padre Pirrone a un hombre dormido es pura esencia del pensamiento Fabriziano, que para aflorar necesita el sueño ajeno, con o sin telescopio de por medio –“si usted, don Pietrino, en este momento no durmiera replicaría que los señores hacen mal en despreciar a los otros y que todos, sujetos por igual a la doble esclavitud del amor y de la muerte, somos iguales ante el Creador; y yo estaría obligado a darle la razón. Sin embargo, añadiría que no es justo censurar solo el desprecio de los “señores”, porque se trata de un vicio universal. Aunque no lo demuestre, el que enseña en la Universidad desprecia al maestrillo de las escuelas parroquiales, y ahora que duerme puedo decirle sin reticencia que los eclesiásticos nos consideramos superiores a los laicos, los Jesuitas al resto del clero, como ustedes, los herbolarios, desprecian a los sacamuelas, quienes les pagan con la misma moneda; por su parte, los médicos se burlan de herbolarios y sacamuelas, pero sus pacientes los tratan de asnos y pretenden seguir viviendo con el hígado o el corazón hecho papilla. Para los jueces, los abogados son unos latosos que intentan demorar la aplicación de las leyes. Los únicos que se desprecian a sí mismos son los labradores, y cuando aprendan a burlarse de los otros el cielo estará cerrado y habrá que volver a empezar.”
Sueño es también morir y juzgar lo irreparable -“Solo tenemos derecho a odiar lo que es eterno”- incluye una resignación que se parece a mirar por el telescopio - “al fin y al cabo su muerte era antes que nada la muerte del mundo entero”. Como su mismo jardín –ciego y no-, Fabrizio ama el espacio pero pena en el tiempo –“A la Santa Iglesia le ha sido prometida explícitamente la eternidad; a nosotros, como clase social, no. Para nosotros un paliativo que prometa durar cien años equivale a la eternidad.  Podemos preocuparnos acaso por nuestros hijos, por nuestros nietos quizá; pero lo que ya no podremos acariciar con estas manos no nos incumbe”. Hijo él mismo de una familia aristócrata, príncipe de Lampedusa y duque de Palma di Montechiaro, último de su estirpe, y que yacería en el mismo cementerio de los Capuchinos, en Palermo, donde hiciera enterrar a su alter ego, Fabrizio de Salina, Lampedusa, que sobrevivió a dos guerras mundiales, sabía que lo que no podremos acariciar con estas manos a veces no contiene menos impotencia o devastación que lo que sí. “No puedo preocuparme por lo que serán mis eventuales descendientes en el año 1960” –hizo decir al que podría haber sido su padre. Escrita poco antes de ese año, Lampedusa era ese descendiente. 

miércoles, 24 de octubre de 2012

la vida encriptada


Quince años antes de que Ray Bradbury publicara el relato La obra de Juan Díaz (1949), sobre un sepulturero mezquino que discute a una viuda el derecho sobre el cadáver de su esposo, Luigi Pirandello había terminado su La primera noche, en la que el sepulturero Lisi Chírico, presto a casarse de nuevo tras enviudar, promete a cada una de las cruces del cementerio que cuidará de ellos como hasta entonces. Ambos –novio envejecido y novia joven arrastrada a ello- acabarán llorando cada uno a una tumba distinta –él a su viuda, ella al novio que pereciera ahogado.
Muy cerca de donde yace el otro gran escritor siciliano –Lampedusa-, la cripta de los Capuchinos, en Palermo, con sus momias expuestas como si en uno de los mercados que recorren la ciudad, arriba, parece haber sido creada para el sepulturero de Bradbury. Pero sus muertos –que parecieran aspirar a simular la vida- son los de Pirandello, que en sus cuentos escribió sobre muertos o mártires en vida. Como Eleonora Bandi, condenada, por deshonra, a recluirse o morir, sin gran diferencia entre ambas. Como Marastela, casada con una tumba más, de las muchas que le rodean. Como Mattia Scala, que acepta quemar todo lo que posee para impedir una injusticia enésima. Como Spatolino, que se convierte en mártir vivo para corroborar lo que han hecho de él. Como si en esta tierra la resignación mortuoria, callada, agónica confundiera los tiempos de llegada de la muerte y de salida de la vida, el Príncipe de Salina, el Gatopardo que Lampedusa escribiera entre 1954 y 1957, moriría… un año después de que lo hiciera su creador al ser publicada póstumamente. Unas cuantas páginas antes de morir, se habrá imaginado en esa misma cripta de los Capuchinos, de pie, imponente como fuera. Como una maldición, los propios años finales de Burt Lancaster serían los de un espectro más. 

domingo, 21 de octubre de 2012

el problema de la belleza


Dueños de la mayor colección de obras de arte del mundo –que incluye cientos de museos magníficos repartidos por el planeta-, la iglesia católica pronto debió entender que la mirada que se eleva para maravillarse de lo impensable –arcos, bóvedas, ábsides, contrafuertes, capiteles- está automáticamente preparada para creer ver construcciones invisibles, tan alambicadas, sombrías o momificadas como lo sea el propio lugar que las sugiere. Cuánto del dibujo del alma, transmitido durante siglos, no será sino sombra posible de los edificios, esculturas y frescos que la enaltecen como premio en otro mundo. Es así, como sabiéndoles en el infierno –de haberlo-, uno pasea por las interminables iglesias de Sicilia, maravillado de fe en la arquitectura, capaz de las más bellas prisiones de la tierra. 

viernes, 19 de octubre de 2012

Reino de las dos Sicilias


Hay un cierto fatalismo en sentarse a comer en esta tierra, como si fuera lo último que vas a hacer en la vida. Que quizá es solo que, tan inconcebible la desmesura de algunas de las comidas o cenas, piensas que pasará mucho tiempo hasta que se te presente atropello semejante. Te mientes con soltura si ves que otros lo hacen. El Etna con su erupción anual pudiera simbolizar la digestión insospechada que condense en un día lo que no ha podido el resto del año. Pregona S. que este es un viaje gastronómico y ni siquiera la advertencia más obvia del menú –que algo se llame antipasti- evita que pidas lo que te están diciendo que no necesitas. Incluso sin báscula a mano lo sabes: hay un anti, un después, un más tarde. 

verter


Doce años habían pasado desde que Goethe escribiera Werther cuando sus viajes por Italia le llevaron a Palermo. Jules Massenet completaría con su ópera el personaje en 1892, un siglo más tarde. Al hacerlo, también desplazó a Italia al personaje. O más exactamente, a su negro destino. Así, donde Goethe hizo de Albert (marido de su amada) escudo, Massenet, al pintarle suspicaz, indiferente, celoso, le convirtió en la primera de las pistolas que Werther empleará para matarse. Una que, lo que dudosamente hubiera aprobado Goethe, acaso convierte a la razón de la estabilidad del amor de Lotte –Albert el bueno, el noble, el justo- en una segunda mano asesina. Suya la que, al leer la carta de Werther en que le pide sus armas, henchido de celos ordena, más que sugiere, sea Lotte la que las descuelgue y entregue al criado de aquel. Como si ordenara a la bala ir a buscar el percutor. Si en la novela es ella la que calla, en la ópera también él. Paradoja de la versión cantada, a la creación de dos vidas que son, en sus sentimientos, más (Werther) o menos (Lotte) silenciadas, se añade una más. Goethe escribió sobre un suicidio. Massenet añadió ese rasgo del siglo XX que apenas asomaba aún –la importancia de los cómplices de asesinato. 

ahogados en historia


La longevidad que el Antiguo Testamento adjudica a los patriarcas –Matusalén habría vivido, el pobre, 969 años; Yéred, 965; Noé, 950; Adán, 930- hubiera querido uno para el menos afortunado gregorio de Agrigento, obispo que ordenara transformar el asombroso templo de la concordia, en Agrigento, en la iglesia cristiana que sería hasta 1748. Fallecido en 630, de haber vivido hasta ese día, hubiera logrado dos cosas adecuadas: superar en 118 años a Noé y haber podido ser fusilado. Si murió antes, quizá fuera por el disgusto de verse víctima de una conspiración, tal como se lee en una página santoral, que hoy hubiese sido más piadosamente entendida –“muy pronto, su celo por la disciplina molestó a sus súbditos y el santo fue víctima de una infame conspiración. En efecto, sus enemigos introdujeron en casa de san Gregorio a una mujer de mala vida, la «sorprendieron» allí intencionalmente y acusaron al obispo. San Gregorio fue convocado a Roma, donde probó su inocencia y regresó a su sede.” Apiñados, refugiados del temporal en esculturas modernas, el día que vamos a Agrigento mejor hubiéramos querido a Noé, para saber a qué atenernos si la tormenta dura un minuto más. 

jueves, 18 de octubre de 2012

la Norma de tu zapato


No solo en Wagner la boca que abres para comer es la que sigue abierta para cantar. Por si no fuera poco lo que puedes comer en vida en esta tierra, los manteles parecen perseguirte hasta en la muerte: incluso fuera de Catania, donde naciera Vincenzo Bellini y donde yace enterrado, la pasta a la Norma recuerda a la protagonista de su ópera más conocida, aunque solo al levantarte de la mesa, tras cenar, adviertas que también podría hablar de la Sonámbula. Cerca de Enna se halla el lago donde la mitología ubicara el descenso de Perséfone al inframundo, raptada por Hades. Tras ser liberada a condición de no probar bocado en todo el trayecto, ésta arruina el rescate al comer semillas de granada. Es durante la visita a una bodega ubicada en un palacio que un noble siciliano hiciera a mayor gloria de una cantante lírica británica cuando uno lo termina de entender: probablemente, el tamaño del edificio fuera solo un traje a medida. 

baño de multitudes


Viajar con ocho mujeres se parece a la especulación sobre el propietario de la Villa romana del Casale, en Piazza Armerina: no Maximiano, a quien se le adjudicara primero, tampoco su hijo Majencio, sino el mucho más apropiado Lucio Aradio Valerio Proculo Populonio. Cómo, si no, entrar en esta habitación con un solo nombre encima.

Crimen y castrati


Acaso una de las escasísimas ventajas de que la iglesia católica no sea juzgada por sus crímenes en este mundo, o en el otro, sea que las vidrieras de sus oficinas albergan aún vidrieras y no rejas. También es, en una tierra en la que los mafiosos son encontrados, tras años de búsqueda, viviendo en sótanos de fincas humildes, un modelo atípico de la transparente relación que une la opulencia y el crimen organizado. Años después de que Coppola mezclara, al final de la segunda parte de El padrino, el bautismo bajo palio y la sangre derramada no muy lejos, Sam Mendes incluyó en su Road to perdition una escena en la que el asesino con escrúpulos viejos –Newman- ve llegarse hasta su banco de la iglesia la voz del asesino con escrúpulos nuevos, justo desde el banco de detrás –Hanks. Ninguno de nosotros verá el cielo –dice uno al otro poco después. Suena a otro tipo de rezo, solo que de uso interno. 

miércoles, 17 de octubre de 2012

Fuera de cata


Quizá porque la cata que era de vinos acaba siéndolo también de patés y mermeladas, el señor padre del señor vinicultor acaba queriendo probar algo de lo que hemos traído a estos viñedos de Manino, al sur de Catania. Como nuestro producto estrella –de pie, junto a él- entiende de toreo fino además de todo lo anterior, conseguimos que nos inviten a cenar en la ciudad (somos cuatro en ese momento) sin que la cena consista en algo más que la pizza interminable que sirven por doquier. 

omertá y demanda


Las guías no mienten sobre los mercados de Palermo. Vivir, como morir, es aquí barato. Simbolizando el precio bien pagado de las cosas, del 22 al 29 de enero podrá verse en el Teatro Massimo de Palermo la versión de Terry Gilliam de La condenación de Fausto, de Berlioz. No hace falta sentarse en el asiento del palco real que ocupara Pacino/Corleone en el final de El Padrino III para entender lo que va del respeto al miedo. Y sin embargo los tres están atados al mismo sentimiento: Pacino vende su alma sin remedio, como lo hiciera Fausto. Berlioz tendría miedo de Gilliam. Los tres saben lo que hacen, por supuesto.  

Arcas perdidas


Como cuenta El País 19.8, abrumada por una deuda de 7.000 millones de euros y con un número de altos cargos que supera los del gobierno británico, la administración siciliana alterna las cifras anormales –un 19% de paro, el doble que la media nacional- con las previsibles -cuenta con el 46% de los profesores que el país entero dedica a los cursos de formación profesional para desempleados, aunque solo 1 de cada 3 acabara la carrera y un 59% de ellos apenas cuenta con el bachillerato. El sueño de las arcas públicas sicilianas –que gozan de autonomía fiscal en Italia- produce monstruos reales: la sociedad encargada de gestionar la basura en Palermo perdió 300 millones entre 2002 y 2010, pero a pocas semanas de las elecciones a la alcaldía de 2007 contrató gente. La sociedad rozó la quiebra, los empleados protestaron y la ciudad se llenó de basura. En el juego de las sillas que lleva a ser una Grecia más, en una plaza de Palermo alguien las usa de portería de fútbol. Todo es el mismo deporte.

martes, 16 de octubre de 2012

bajo y sobre el volcán


Las representaciones de los dioses en mosaicos y frescos les muestran siempre con la boca cerrada. Y acaso la prueba del origen mitológico del volcán fuera la boca abierta de esa otra definición del dios: el monstruo. Son varias las que permite ver de cerca el paseo por el Etna, de ellas brota sin cesar el humo de un fuego que, también como los dioses, duerme un sueño incierto y cuyo calor de cosa viva uno puede sentir con solo desplazar una fina capa de la ceniza volcánica que cubre el suelo. Desde una de las primeras bocas en salirte al paso puedes ver las figuras humanas con la perspectiva que un dios tendría de los hombres. De no haber llegado antes la toponimia fenicia, cananea o griega, o la ninfa Etna desde la mitología griega, acaso el volcán que uno pisa como si en Marte, acaso mereciera el mejor nombre de monte Virgilio, uno de los pocos hombres que mejor pudiera entender la diferencia entre la profundidad abisal de los dioses geológicos y los seres que habitan las faldas de su ira. Tres siglos después de haber recogido en su Eneida la visión horrorizada del Etna desde fuera, Dante le permitiría describirla, con no menor horror, desde debajo.  

del holograma al papel


Y si la forma de conducir en estas tierras fuera solo un método tolerado, dadas las formas menos humanitarias de matar que han sufrido durante décadas. Ese contraste: mientras las esquelas que empapelan algunas calles recuerdan, a todo color, a quienes ya no están, quienes conducen en esta isla tratan a los peatones vivos como si fueran hologramas. Qué clase de venganza y contra qué. 

cien obras y un día


A escasos metros del anfiteatro conservado en Siracusa, es difícil saber a qué profundidad de la cueva que guardara a los esclavos les era imposible escuchar el atronar del público al celebrar las gestas representadas. Una de ellas fue Los persas, de Esquilo, que pudo haber estrenado el anfiteatro en el 467 A.C. Su historia es la del rey Jerjes, derrotado ante el ejército ateniense en la vida real solo siete años antes, y por la ira de los dioses en la trama de Esquilo, en castigo por la vanidad de aquel. Esquilo debía saber bien que fueron las espadas griegas las que lograran aquello, pues estuvo en la batalla de Salamina que decidiera la contienda. Que quien supiera la verdad decidiera atribuir el mérito a otros es una paradoja que a los habitantes de la cueva debía de parecerles insignificante. Siendo muchos de ellos solo el papel nuevo que los vencedores les atribuían al capturarles, tenían vedado asistir a las representaciones teatrales. 

lunes, 15 de octubre de 2012

fe de sobras


Incluso antes de exponerte al tráfico siciliano, la suciedad te atropella allí donde miras. En cunetas o calles, en las inmediaciones de iglesias o de sedes gubernamentales, en los confines del siglo XVI o al pie de la arquitectura del XXI, desechos de todo tipo se acumulan como si aspiraran a convertirse en montañas nuevas o edificios singulares que pudieran figurar en los mapas con solo unas décadas más de perseverancia ciudadana. A fuerza de verla resistir la mañana sin nadie que ose molestarla, se asiste a la basura como a una tradición más, una escama de la sociedad prodigiosa que exuda vida y esparce desdén con la misma mano, como si lo primero no fuera posible sin idéntica pulsión en lo segundo. La plaza que enmarca un palacio majestuoso está sembrada de residuos como si el confeti que lo celebrara; el árbol en flor que crece al pie del arco imperial parece dar frutos maduros del plástico y el papel; las colinas perfectas de viñedos, olivos o naranjos lucen jalonadas por una alfombra de desechos a los lados de la carretera; los templos de la roma imperial, sus villas, la presencia imponente de sus residuos no escapa a la chuchería del embalaje desechado de nuestros días; el paseo marítimo iluminado por una luz magnífica termina en un basurero encharcado en el que se refleja una virgen esculpida hace siglos. Uno acaba pensando si la patina que ha adquirido la piedra de edificios centenarios no vendrá del tiempo sino de la vergüenza.

la mujer-trazado


Morena, esbelta, nerviosa, festiva, C. regenta el establecimiento en que dormimos en Catania como podría emplear las horas en posar para el estereotipo de mujer siciliana. Solo que su nervio, hecho de resortes esculpidos en su rostro, también pudiera contener al hombre siciliano, descontada la cuota taciturna de la que parece ser incapaz. Mezclada entre cuatro paredes con rumanos, japoneses, belgas, franceses y españoles, su sangre late a otra velocidad. Quizá porque recorre sus venas como el tráfico recorre las calles. Eso explicaría la profusión de comida disponible al sentarte a la mesa a desayunar. Está hecha por cuatro manos. 

pistacho rusticano


Cavalleria Rusticana transcurre entre la iglesia y la taberna, que es decir entre la relación consagrada entre Lola y Alfio, y la adúltera entre aquella y Turiddu. Ambientada por Mascagni en la Sicilia del XIX, sus ingredientes son contados, como la propia duración de la ópera: honor, celos y asesinato. Son también los de Pagliacci, y por eso su representación conjunta compone un díptico obvio del drama de honor. Como la sangre derramada finalmente reduce aún más los elementos en juego, el segundo montaje suele parecer, en función del orden que se represente, un resumen embrutecido (si Pagliacci es la que cierra) o lírico (si Cavalleria) de la que acabas de ver. Bronte es un circo la tarde que llegamos, con las iglesias abiertas y las calles convertidas en taberna idéntica y atestada. Es el fin de semana que celebra la feria anual del pistacho, y cientos de puestos ofertan las mismas variantes a partir de un único ingrediente principal y otros en los que insertado (helados, quesos, fiambres, dulces, salsas…). Entre el crimen de no probarlos todos y el de matarnos a comer, elegimos ambos.