Entrelazada como las partes del destino de los Salina,
donde las manos hercúleas del Príncipe manejan el telescopio con que otear el
firmamento justo después de que sus pies hayan recorrido las baldosas ilustradas
con mitologías, convencido de que los frescos de su casa son “más proféticos que lisonjeros”, la
genealogía del Gatopardo Fabrizio de Salina, creado por Giuseppe Tomasi di
Lampedusa entre 1954 y 1957, en cuya sangre “fermentaban esencias germánicas: un temperamento autoritario, cierta
rigidez moral, una propensión a las ideas abstractas que en el hábitat abúlico
de la sociedad palermitana se habían transformado en prepotencia veleidosa, en
toda clase de escrúpulos de conciencia y en un desprecio hacia sus parientes y
amigos que según él iban a la deriva por el lento río del pragmatismo siciliano”,
bien podría rastrearse en la del constructor Halvard Solness, levantado por
Henrik Ibsen en 1891. También acaso en la del propio Ibsen, quien viviera entre
Roma y diversas ciudades de Alemania durante 27 años.
Si Fabrizio sería el hijo sobrevivido al incendio de los
Solness, heredó hasta la última de sus cenizas: desde las formas del amor al
que no pueden renunciar –el que por su mujer de décadas, el que por la sangre joven-;
a un modo de estar en el mundo hecho de un vigor inusual y una desubicación proporcional;
también la pertenencia –acaso su luz más rutilante- a la aristocracia del bienestar
y el prestigio social; la sensación de que el mundo –un mundo- desaparece con
ellos; un anhelo de belleza cuya sombra es el conocimiento íntimo, y callado,
de habitar algo que se parece a la desaparición lenta, inexorable. Lo que
Lampedusa escribiera del jardín de la casa familiar de los Salina –“era un jardín para ciegos: allí la vista
no encontraba más que ofensas; el olfato, en cambio, un manantial de placeres,
si no delicados al menos muy intensos”- habla de lo que, no queriendo mirar,
se les cuela en el alma por los demás sentidos: el fin de una era, el
advenimiento de un sucesor que no querrían (aunque, como en el caso de
Tancredi, Fabrizio lo adore), un malestar que solo puede ser el de un jardinero
que envejece más deprisa que su jardín.
Es sencillo porque sus tallos más amados, o al menos más
tangibles -Hilda Wangel y Angélica Sedára, respectivamente- son pura savia por
cosechar. El rumor del deseo adulto, una letanía tan clara como, en el rezo con
que se abre la novela, en “los misterios
del dolor… el amor, virginidad y
muerte resaltaban como flores de oro”. Su aroma, el de “la inserción en una necesidad general, capaz de superar y justificar
aquel extremo sufrimiento. Porque morir por alguien o por algo no tiene nada de
extraño; pero hay que saber, o estar seguro al menos de que alguien sabe, por
quién o por qué se ha muerto”. Solness muere por Hilda, y lo hace cayendo
desde lo más alto de su fama. Si Fabrizio no lo logra es porque Lampedusa necesitaba
de él que resistiera a algo que puede matar a un hombre pero no a una idea. Por
eso las ensoñaciones de un plano de la realidad –la cosmología- libre de lo que
constituye la base misma de sus privilegios en la tierra –las clases, la
fortuna, el poder, el conocimiento, la educación, la fortaleza- sirven a Fabrizio
para salvar, aunque sea a costa de saberlo inalcanzable, la grandeza que tan
escasa felicidad es capaz de proporcionarle en vida.
Si Solness habría firmado la profecía de Tancredi –“si queremos que todo siga igual, es
necesario que todo cambie”-, los fuegos en las montañas, “atizados por hombres bastante parecidos a
los que vivían en los conventos: fanáticos como ellos, cerrados como ellos,
como ellos ávidos de poder” que Fabrizio contempla de camino a Palermo, contienen
similares llamas a las que atormentaran al constructor envejecido, sesenta años
atrás: por qué ceder mi puesto a otros si serán como yo, si querrán lo que yo. La
vaga seducción de Kaia –amada por quien aspira a sucederle- es parte de ese
patrimonio común. Al igual que la ampliación de la frase primera –“sucederían muchas cosas, pero todo sería
una comedia, una ruidosa, romántica comedia con una que otra mancha de sangre
en los ridículos disfraces”- explica tanto la lucha de clases o el
advenimiento de propietarios nuevos, como
la lucha de ambos por aferrarse a la belleza de la juventud ajena.
Atrapado en un magma de impulsos y deterioro concretos,
la resistencia inútil de los Salina, como la impotencia ante el paisaje -“la verdadera imagen de Sicilia,
comparados con la cual las
ciudades barrocas y los naranjos no son más que detalles despreciables. La
imagen de una aridez cuyas ondas
se perdían en el infinito, encabalgadas unas sobre otras, desamparadas e
irracionales, con perfiles que la mente era incapaz de atrapar, concebidas en
una etapa delirante de la creación”-, tiene que ver con la resistencia a lo
abstracto -“El verdadero, el único
problema consiste en descubrir el modo de seguir viviendo esta vida del
espíritu en sus momentos más abstractos, los que más se parecen a la muerte” tanto
como con el recuento como problema -“El
luminoso imperio de la Casa de los Salina, pleno de ingenuas obras maestras del
arte rústico del siglo anterior, inútiles para deslindar confines, determinar
superficies, valorar beneficios”.
Ni siquiera cuando, al agonizar, el cálculo implica
recopilar lo que su vida fuese, el patrimonio de un príncipe suena superior al
de Ciccio Tumeo, el misérrimo cazador recluido junto a las escopetas como precio
por conocer un secreto –“dos semanas
previas a su casamiento, las seis siguientes, media hora cuando nació Paolo;
ciertas conversaciones con Giovanni antes de que este se marchase; muchas horas
en el observatorio entregadas a la abstracción de los cálculos y a la
persecución de lo inalcanzable… Tancredi; los perros; algunos caballos; las
primeras horas de sus regreso a Donnafugata, el sentido de la tradición y lo
perenne expresado en la piedra y en el agua; los alegres escopetazos, la
afectuosa matanza de conejos y perdices…”. Tras unas reliquias vendrán
otras: a su muerte, sus hijas amasarán una colección de baratijas compradas a
precio de reliquias auténticas, hasta que un experto venga a soplar el castillo
de naipes sacros.
el gatopardo sobre el tejado de zinc! jejejeje! :P
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