jueves, 25 de octubre de 2012

el gatopardo, 1. la casa de los salina es la de los solness


Entrelazada como las partes del destino de los Salina, donde las manos hercúleas del Príncipe manejan el telescopio con que otear el firmamento justo después de que sus pies hayan recorrido las baldosas ilustradas con mitologías, convencido de que los frescos de su casa son “más proféticos que lisonjeros”, la genealogía del Gatopardo Fabrizio de Salina, creado por Giuseppe Tomasi di Lampedusa entre 1954 y 1957, en cuya sangre “fermentaban esencias germánicas: un temperamento autoritario, cierta rigidez moral, una propensión a las ideas abstractas que en el hábitat abúlico de la sociedad palermitana se habían transformado en prepotencia veleidosa, en toda clase de escrúpulos de conciencia y en un desprecio hacia sus parientes y amigos que según él iban a la deriva por el lento río del pragmatismo siciliano”, bien podría rastrearse en la del constructor Halvard Solness, levantado por Henrik Ibsen en 1891. También acaso en la del propio Ibsen, quien viviera entre Roma y diversas ciudades de Alemania durante 27 años.
Si Fabrizio sería el hijo sobrevivido al incendio de los Solness, heredó hasta la última de sus cenizas: desde las formas del amor al que no pueden renunciar –el que por su mujer de décadas, el que por la sangre joven-; a un modo de estar en el mundo hecho de un vigor inusual y una desubicación proporcional; también la pertenencia –acaso su luz más rutilante- a la aristocracia del bienestar y el prestigio social; la sensación de que el mundo –un mundo- desaparece con ellos; un anhelo de belleza cuya sombra es el conocimiento íntimo, y callado, de habitar algo que se parece a la desaparición lenta, inexorable. Lo que Lampedusa escribiera del jardín de la casa familiar de los Salina –“era un jardín para ciegos: allí la vista no encontraba más que ofensas; el olfato, en cambio, un manantial de placeres, si no delicados al menos muy intensos”- habla de lo que, no queriendo mirar, se les cuela en el alma por los demás sentidos: el fin de una era, el advenimiento de un sucesor que no querrían (aunque, como en el caso de Tancredi, Fabrizio lo adore), un malestar que solo puede ser el de un jardinero que envejece más deprisa que su jardín.
Es sencillo porque sus tallos más amados, o al menos más tangibles -Hilda Wangel y Angélica Sedára, respectivamente- son pura savia por cosechar. El rumor del deseo adulto, una letanía tan clara como, en el rezo con que se abre la novela, en “los misterios del dolorel amor, virginidad y muerte resaltaban como flores de oro”. Su aroma, el de “la inserción en una necesidad general, capaz de superar y justificar aquel extremo sufrimiento. Porque morir por alguien o por algo no tiene nada de extraño; pero hay que saber, o estar seguro al menos de que alguien sabe, por quién o por qué se ha muerto”. Solness muere por Hilda, y lo hace cayendo desde lo más alto de su fama. Si Fabrizio no lo logra es porque Lampedusa necesitaba de él que resistiera a algo que puede matar a un hombre pero no a una idea. Por eso las ensoñaciones de un plano de la realidad –la cosmología- libre de lo que constituye la base misma de sus privilegios en la tierra –las clases, la fortuna, el poder, el conocimiento, la educación, la fortaleza- sirven a Fabrizio para salvar, aunque sea a costa de saberlo inalcanzable, la grandeza que tan escasa felicidad es capaz de proporcionarle en vida.
Si Solness habría firmado la profecía de Tancredi –“si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie”-, los fuegos en las montañas, “atizados por hombres bastante parecidos a los que vivían en los conventos: fanáticos como ellos, cerrados como ellos, como ellos ávidos de poder” que Fabrizio contempla de camino a Palermo, contienen similares llamas a las que atormentaran al constructor envejecido, sesenta años atrás: por qué ceder mi puesto a otros si serán como yo, si querrán lo que yo. La vaga seducción de Kaia –amada por quien aspira a sucederle- es parte de ese patrimonio común. Al igual que la ampliación de la frase primera –“sucederían muchas cosas, pero todo sería una comedia, una ruidosa, romántica comedia con una que otra mancha de sangre en los ridículos disfraces”- explica tanto la lucha de clases o el advenimiento de propietarios nuevos, como la lucha de ambos por aferrarse a la belleza de la juventud ajena. 
Atrapado en un magma de impulsos y deterioro concretos, la resistencia inútil de los Salina, como la impotencia ante el paisaje -“la verdadera imagen de Sicilia, comparados  con la cual las ciudades barrocas y los naranjos no son más que detalles despreciables. La imagen de una aridez cuyas  ondas se perdían en el infinito, encabalgadas unas sobre otras, desamparadas e irracionales, con perfiles que la mente era incapaz de atrapar, concebidas en una etapa delirante de la creación”-, tiene que ver con la resistencia a lo abstracto -“El verdadero, el único problema consiste en descubrir el modo de seguir viviendo esta vida del espíritu en sus momentos más abstractos, los que más se parecen a la muerte” tanto como con el recuento como problema -“El luminoso imperio de la Casa de los Salina, pleno de ingenuas obras maestras del arte rústico del siglo anterior, inútiles para deslindar confines, determinar superficies, valorar beneficios”.
Ni siquiera cuando, al agonizar, el cálculo implica recopilar lo que su vida fuese, el patrimonio de un príncipe suena superior al de Ciccio Tumeo, el misérrimo cazador recluido junto a las escopetas como precio por conocer un secreto –“dos semanas previas a su casamiento, las seis siguientes, media hora cuando nació Paolo; ciertas conversaciones con Giovanni antes de que este se marchase; muchas horas en el observatorio entregadas a la abstracción de los cálculos y a la persecución de lo inalcanzable… Tancredi; los perros; algunos caballos; las primeras horas de sus regreso a Donnafugata, el sentido de la tradición y lo perenne expresado en la piedra y en el agua; los alegres escopetazos, la afectuosa matanza de conejos y perdices…”. Tras unas reliquias vendrán otras: a su muerte, sus hijas amasarán una colección de baratijas compradas a precio de reliquias auténticas, hasta que un experto venga a soplar el castillo de naipes sacros.  

1 comentario: