sábado, 17 de mayo de 2014

Bombillas de dos caras


Un país en el que los inviernos permiten apenas cinco horas de luz al día durante meses interminables podría explicar tanto la novela negra a que se aplican no pocos de sus escritores, como el que todos ellos –autores, personajes y lectores- pasen el invierno en gimnasios y la primavera en las calles, corriendo como si, además de traer un cuerpo más esbelto y más sano, pudiera acercar más deprisa la estación luminosa. De la negrura sale un urbanismo y una población que subsiste a aquella convirtiéndose en belleza, como si también eso fuera una luz conveniente. En el avión de vuelta a Madrid coinciden quienes viajan hacia un sol que además de iluminar, calienta, y quienes regresan allí donde esa lámpara constante alumbra la fealdad tan frecuente. La cualidad predominante es nuestra especie en relación con las todas las demás –la empatía- también fue suficiente para impedir la pervivencia de una civilización neandertal con la que coexistir. Los suecos se quedan hoy despiertos en masa para ver Eurovisión, como ocurre en España. Para ilustrar la asombrosa similitud, todos los años debiera ganar, como hace dos días, un señor con barba vestido de mujer.

El jurado como dinamita



Contado el mérito que conduce a un premio Nobel como si se tratara de un breviario de los Oscars, uno olvida buscar entre los libros que alberga la exigua tienda inserta en el Museo Nobel el de Kjell Espmark, publicado en Suecia en 2001 y en España siete años después. Es así, al leerlo de vuelta en Madrid, cuando uno accede realmente a un museo sobre el tema, que es decir también acerca de quienes pierden en el área literaria, aunque la lista de olvidados sea, en sí, Pamukianamente, un Museo de la culpabilidad –Tolstói, Ibsen, Proust, Kafka, Joyce, James, Borges. Espmark, que presidió el Comite Nobel durante  17 años, tarda poco en descifrar la desafortunada peripecia que acompañara a su concesión durante no pocos años –“la historia del premio de literatura aparece como un intento de interpretación de un testamento poco claro”. Empuñado el microscopio por las muy conservadoras manos del secretario perpetuo de la Academia literaria Sueca durante treinta años –Carl David af Wiersen-, el dictamen patrocinado por la fortuna que Alfred Nobel dejara a disposición de la excelencia podría haber premiado y desdeñado con la misma fidelidad a su última voluntad como si ésta hubiera sido leída boca abajo.
Asimilada la palabra “ideal” a “idealista”, dotada así de un “contenido dogmático que Nobel jamás había previsto”, Espmark resume la posibilidad, citada en una carta de un gran amigo de Nobel, de que éste fuera anarquista y que al notar en su testamento el reconocimiento del “ideal” se refiriera a “aquello que adopta una postura polémica o crítica respecto a la religión, a la monarquía, al matrimonio, al orden social en general… una interpretación dentro de la lealtad al trono, al altar y a las condiciones sociales de la época, se compadece mal con un testador apropiado del idealismo utópico y el espíritu rebelde de Shelley y que además aborrecía a los curas”. Wiersen, que leyó mal, y apartó del premio, a quienes tan sencillo es leer bien -Strindberg, Ibsen, Zola, Tolstói o Spencer-, mal podía leer adecuadamente a Nobel, al cabo no un escritor sino un químico. Cierto que Wiersen y sus correligionarios escondían poco –entre los académicos de 1897 había un obispo. Solo ocho años antes había afirmado en una carta su ambición de “conservar la Academia como un baluarte de la moderación y el conservadurismo frente a la extravagante ruptura a la que hoy asistimos”.
Acaso era imposible que Wirsen, al igual que tantos hombres que salieron de la era decimonónica como de un parnaso de clases y reglas clara, definitivamente establecidas, no viera en la fortuna legada por Nobel el rasgo más obvio del gran dinero, entonces y hoy: el conservadurismo a que se obliga el poder que confiere. Incluso si explícitamente aclarado en el testamento, “idealista” solo podía ser leído en 1896 como una expresión de lo que aspiraba a preservar y no a subvertir. Ni tan siquiera lo que hoy es claro –que el rostro de Nobel aparece en las fotografías como el de un revolucionario ruso- podía ser ligado, sin sonrojo de las clases altas europeas de entonces, al de Carl Marx, fallecido trece años antes. Espmark cita resoluciones acordadas en las deliberaciones previas al fallo de cada año, hasta que el Informe para una Academia se lee como si fuera el que Kafka escribiera en 1917 sobre un simio que recorre los circos de Europa demostrando los conocimientos adquiridos desde que fuera extraído de la selva.
Spencer era calificado en 1902 “el paladín más importante del agnosticismo en el mundo moderno”; Ibsen, desechado por el negativismo de sus obras recientes; las simpatías republicanas de Carducci felizmente “no le habían impedido adherirse a la monarquía italiana”; Tolstói era culpable de “rechazar el derecho de castigo del estado, incluso el propio estado, predicar un anarquismo teórico, reinterpretar el nuevo testamento de manera arbitraria en un espíritu medio racionalista y medio místico, y finalmente negar seriamente el derecho a la defensa propia y legítima tanto a individuos como a naciones”; y el naturalismo de Zola, culpable de “desalmado y con frecuencia, groseramente cínico”. Todo en un mismo año. Tres años más tarde, un protagonista de una novela de Sienkewicz “se deja engañar al principio y combate a su legítimo rey, pero luego se retracta y recupera su honor perdido realizando hazañas al servicio del orden social legal”. En el mismo informe en que se justifica el premio otorgado, se dice de éste que “está camino de dejar atrás a Tolstói”. En 1907 se celebraba de Kipling su ideología “teñida de un temor de dios bíblico” y ser un “abanderado de la obediencia a las leyes y de la disciplina”. Incluso en 1938, superada la época paleozoica de Wirsen, llegó a discutirse a Margaret Mitchell, autora de Lo que el viento se llevó. Si aquel no saltó de la tumba entonces, debió morir una segunda vez al escuchar en 1947 que el premio a Gide celebrara que éste perteneciera “a la especie de los perturbadores del orden”.

viernes, 16 de mayo de 2014

Sol de penumbra


Días antes de que recuerden a las copas de cristal que hay en el Palacio Real de Estocolmo, en la estancia previa en donde los galardonados con el premios Nobel cenan con los reyes suecos cada año, en el bar Sandhamns Värdshus, en el pueblo de Sandhamn, hay 24 vasos, cada uno de ellos con un nombre en él, acaso el censo completo de los que pasan aquí el invierno. Y cabe pensar si, por dignidad, éstos no entran en el bar en los meses de verano, cuando miles de personas vienen a ocupar las casas que se agrupan frente al puerto, o en las que, al suroeste de la isla, se abren a las playas que salen de los bosques para afrontar el Báltico. El día que recorremos la isla, descontados los tres turistas que hallamos en una de las playas, no serán más de treinta los nativos que vemos trabajando en la construcción de nuevas casas, arreglando la vegetación allende sus vallas o jugando a los dados en el bar. Refiere D. que la soledad oscura a la que se sobrevive en invierno produce suicidios, no en sus meses más duros, sino cuando la luz se adueña del día en junio, y los suecos se lanzan entonces a exprimir cada una de esas horas de calor tanto tiempo deseado. Aquellos que, en el momento de interrumpir la hibernación -¿invernación?- no hallan fuera las mismas razones que los demás para vivir intensamente esos días caen por comparación, ante la explosión de vida que obliga a concentrar en esos tres meses de verano lo tan esperado durante nueve. Una luz que no se apaga en semanas. Cómo resistir el sueño ajeno si no puedes conciliar el propio.

Museo del yo


Oficialmente neutral en las dos guerras mundiales del siglo XX, pese a que enviara voluntarios suecos a invadir Rusia bajo bandera nazi, a quienes luego suministraría materias primas, el Museo de la guerra, en Estocolmo, no pierde el tiempo en aspirar simultáneamente a ambos lados del relato: lo primero que uno ve en el recorrido (y qué más clara imagen de su contenido que empezar en la planta tercera e ir bajando) es un diorama, a tamaño real, de unos primates asesinando a otro idéntico a ellos, sin que los uniformes inexistentes difuminen el mensaje: un museo de la guerra es uno acerca de lo más profundo e instintivo de la conducta humana. En una vitrina a escasos metros, justo delante de una ojiva nuclear, una quijada animal de gran tamaño reluce, en su color hueso, entre alfanjes, hachas, puñales, arcos, pistolas y metralletas.
En un museo donde el dolor humano está generosamente expuesto a escala 1:1, el pudor que evita representar un solo muerto de cualquiera de las guerras mundiales, sea en una trinchera o en un campo de exterminio, sacia sus posibilidades en las salas dedicadas a los siglos XVIII y XIX, donde los cuerpos de los soldados suecos congelados en la estepa rusa, el de un infeliz consumido por la disentería mientras su mujer, justo al lado, cruza ya miradas de complicidad con un soldado vivo que asegure el futuro de su hijo, o el de una mujer con la mirada enloquecida que arranca jirones de piel de un caballo carbonizado y putrefacto hielan la sangre por su verismo, por cómo la mirada ya inmóvil o afiebrada te mira desde la misma altura y tan cerca como oses acercarte.
Tratados los hombres como objetos intercambiables a merced de razones que más frecuentemente nos confunden más que nos separan, incluso los objetos que menos se diría sirven para mutilar o matar acaban contando la misma historia de sumisión y mezquindad con que millones de hombres son enviados a morir en nombre de una tela, de un emblema real o un mandato parlamentario: las guerras que se mueren con las botas puestas llevaban, en la Suecia de 1690, el sello literal de quien las ordenaba iniciar o perpetuar: pues el rey tenía la última palabra en lo que a aprobación del calzado de las tropas se refiere, una bota de caballería había de llevar el sello real en su suela. Expuesta junto a ésta, una segunda bota, ésta de infantería, llevaba en 1763 los sellos respectivos de los cuatro estados en que se dividía el país entonces. En otra de las salas puedes sopesar tres armas distintas, entre ellas una metralleta, parecida a la que sostenías de niño cuando jugabas. Y la sensación es esa misma: no la de sentirte más hombre, sino más niño: en manos de un juguete más, como lo sea una ambición imperial o una revancha histórica. En los mismos días, el Museo sueco de la fotografía –Fotografiska- exhibe dos exposiciones temporales sobre la convivencia entre hombres animalizados y criaturas indefensas convertidas en herramientas de aquellos: la retrospectiva sobre Roger Ballen y su grotesca ilustración de lo humano, y la que, sin un ápice de ficción, muestra en las imágenes de Stephanie Sinclair los matrimonios que, en medio mundo, aún permite a hombres desposar a niñas, violarlas o matarlas sin que esa guerra parezca perderse. 

Vaso vacío y colmado


Tomada del lago Mälaren, al oeste de la ciudad, el agua de Estocolmo es un bien del que se enorgullecen, y que abastece de 360.000 m3 diarios a un millón trescientos mil habitantes. El órgano municipal que la gestiona –stockholmvatten.se- fue creado en 1860, veintitrés años antes de que Ibsen estrenara en Oslo Un enemigo del pueblo, representada por vez primera en Estocolmo apenas dos meses más tarde, en marzo de 1883. La historia del dr. Stockmann –sus primeras cinco letras son las mismas que nombran la capital de Suecia- debió impactar en la sociedad sueca más allá de lo que lo hiciera, para mal, entre el Comité que decidía los premios Nobel, presidido por el secretario perpetuo de la Academia literaria sueca, Carl David af Wirsen. El progresivo aislamiento de un hombre que descubre la contaminación de las aguas del balneario que constituye la principal fuente de riqueza del lugar era, aquellos días, menos una ficción probable que una pista de la vulnerabilidad del individuo ante la mentira de estado, algo que las sociedades decimonónicas soportaban menos que lo que, estrictamente teatral, no deja de ser la historia clásica de un hombre contra todos los demás. También el papel del teatro en el mundo es el de mostrarse en la mejor oportunidad de contar lo que encierra, y algo de claridad ganaríamos si en medio de la ira pública contra las revelaciones asomadas recientemente por Bradley Manning o Edward Snowden, la obra de Ibsen fuera representada allí donde más fuego es lanzado contra los bomberos. 

Moral del centilitro



Lo que una sociedad se pide a sí misma tiene que ver con lo que ésta acepta conceder de buena gana, ya sea llegar al lugar más aislado del archipiélago para encontrar cómo en el bar más concurrido se te pide amablemente que desconectes el teléfono móvil mientras estás allí, o vivir sabiendo que, fuera de ese o cualquier otro bar, a esas horas no encontrarás dónde adquirir alcohol. En toda Suecia éste solo puede ser adquirido en establecimientos de propiedad pública. Eso significa que, desde el sábado al mediodía al lunes, es imposible de encontrar salvo que vivas en Malmö, al sur, y tomes el tren que te deja en Copenhague en pocos minutos. Escribe Concha Boo en El País 16.3 cómo un sistema que obliga a sondear el nivel de alcoholemia del conductor es testado en Suecia, previo a ser obligatorio en todos los vehículos particulares, como ya lo es en el transporte público y en el de mercancías. Cómo en el país con menor mortalidad del mundo –y un umbral legal de alcoholemia mucho menos permisivo que en españa- nadie se sube en el coche de quien sabe que ha bebido.
A la pregunta estupefacta de cómo es posible que ninguno de los partidos políticos que no gobiernan jamás ofrezca anular esa norma, la no menos asombrosa respuesta: es un asunto de estado, quiere decirse de principios más allá de cualquier beneficio ligado a la voluntad popular, si fuera consultada. La discreción personal parece moldeada en ese espejo: en el trabajo pueden pasar años hasta que alguien se considere con derecho a hablar de algo personal. La equidad social aporta un matiz a esa cortina deseable: la jerarquía profesional tiene aquí frecuentemente un diseño horizontal, la discreción predomina en una forma de elegancia social que hace que quien trata de destacar sin ella sea rechazado. Gestionar algo de lo que no puedes hablar fácilmente es especialmente duro en los meses fríos y oscuros, cuando, sin vínculos familiares activos y cercanos, callar es excavar un hoyo. Quizá no por nada las horas semanales de secano emocional son las mismas en que poder adquirir alcohol. 

jueves, 15 de mayo de 2014

El pez barco


El VasaMuseet es un museo sobre la admiración y el fracaso simultáneos. Expuesto el buque de guerra sueco Vasa, fletado en 10 de agosto de 1628 y hundido por méritos propios unos minutos después sin haber logrado salir del puerto de Estocolmo, se contempla en todo su magnífico tamaño con el amargo orgullo humano que asiste a las grabaciones del fondo océanico que contiene los restos del Titanic, hundido, trescientos años después, también el mismo día en que su fama fuera fletada con todos los oropeles posibles. Poblado de soldados y marineros, el Vasa no pudo beneficiarse de la dudosa suerte del Titanic, hundido en el trayecto de Southampton a New York mientras transportaba a algunas de las personas más ricas del mundo, pero también a cientos de inmigrantes irlandeses, británicos -y escandinavos- que acudían a los Estados Unidos en busca de una vida mejor. El hundimiento en 1912 del considerado mejor y más seguro barco jamás fletado trajo investigaciones públicas que obligaron a importantes mejoras en la seguridad marítima y a la creación en 1914 del Convenio Internacional para la Seguridad de la Vida Humana en el Mar, que aún hoy rige la seguridad marítima. Cuántos de quienes murieron en el Vasa habrían envidiado de lo sucedido tres siglos después, no el que muchos de los supervivientes, al perder todo su patrimonio en la tragedia, fueran acogidos por la caridad pública, cuanto lo juzgado en la persona del presidente de la White Star Line -J. Bruce Ismay-, acusado de cobardía por su prematuro abandono de la nave cuando aún quedaban muchas mujeres y niños en él. Nombrado por la prensa londinense de la época como uno de los cobardes más grandes de la historia, habla también de lo que ningún súbdito podía siquiera soñar oír del rey Gustavo Adolfo II de Suecia en 1628: que las proporciones que en el Vasa aconsejaban un solo puente de cañones fueron modificadas por orden del rey, que impuso dos puentes para hacer más temible el barco. Los 30.000 robles talados para su construcción no iban a servir ni para ataúdes.

La cadena del frío


Quizá porque el calor es, en estas latitudes, un bien tan fugaz que se diría que se alquila más que se disfruta en propiedad, en Estocolmo es difícil encontrar casas de alquiler. Y quien desee hacerlo con una casa de su propiedad ha de ganar la aprobación de la Comunidad de vecinos en que viva inserto. Un vecino de D. no puede alquilar la casa a su madre porque sus vecinos no lo aprueban. La razón, fomentar la estabilidad, la previsibilidad. Si suena incómodo ha de ser porque, obligados a saber que su vecino tiene una madre, incumplen así la norma básica: relacionarse escasamente con quien vive en la puerta de al lado. La paradoja se entiende más a medida que te alejas del portal, pues más crudo el invierno, más importantes resultan aquí las organizaciones –la que une a los amantes de la ópera, a quienes practican deportes de invierno, a quienes gustan de la literatura italiana. Lo que se necesita para pasar el invierno es visto como un problema a la hora de pasar de tu puerta. A escasos metros del portal del que salgo cada mañana, un pequeño cementerio, anexo a una iglesia y del que ningún muro o disposición menos cuidada separa del resto de los jardines que lo rodean, ve cómo, en verano, quien lo desea se tumba a apenas unos metros para tomar el sol, leer o hablar. Alquilar un trozo de tierra ha de ser, precisamente, lo que más agradece quien lo tiene, justo al lado, en propiedad. 

lunes, 12 de mayo de 2014

se come todo


Un día después de haber probado la magnífica cazuela de pescado y marisco en un bar de Sandhamn, pides lo mismo en el restaurante Gondolen, uno de los mejores de Estocolmo, para darles la oportunidad de perder. Como éste es un país serio, no la desaprovechan. Eso sí, uno tarda una gloriosa hora en averiguarlo. Más de lo que lleva comprobar cómo la guía de viajes no exagera un ápice al señalar la excelencia de la comida que albergan incluso los restaurantes y bares insertos en no pocos museos, como si venir de leer en el VasaMuseet sobre la parca dieta de quienes surcaban los mares en el siglo XVII, o en el Fotografiska de ver las huellas del hambre en las imágenes de Robert Frank mereciera recompensar al estómago contemporáneo para paliar el de quienes honran las paredes del museo. 

Ojos en un lugar extraño


Un artículo publicado por Lee Siegel en New Yorker esta misma semana se lee como si un segundo mapa sobre las sociedades escandinavas, uno sobre algo más subterráneo que las armónicas calles que uno camina en Estocolmo u Oslo: el sustrato en que se asientan caminos que llevan al pasado más o menos reciente, y cuyo tema podría ser la falta de una salida clara. Escrito en torno a un encuentro con el escritor noruego de novela negra Jo Nesbo, resulta una indagación en el lado sombrío que más atracción pudiera despertar cuanto más cívicamente luminosas las culturas en que tiene lugar. Como el propio padre de Nesbo, juzgado y condenado a cárcel tras haberse alistado voluntariamente en el bando nazi que asedió Leningrado, y que narraba sus días bélicos sin vergüenza ni arrepentimiento, uno de los protagonistas de una de las novelas del autor –The redbreast- escribe en su diario, durante los días bajo bandera nazi, que “las decisiones en su vida habían sido tomadas frecuentemente entre dos o más tipos de maldad y había sido juzgado en base a eso”.
Anexado a la propia naturaleza del delito juzgado –el acto voluntario que no fue perseguido o prohibido por el gobierno cuando tuvo lugar-, la influencia de la política como herramienta emboscada de un posible crimen de estado iba a permear desde entonces la ficción criminal en los países nórdicos: escribe Siegel que la moderna novela escandinava fue creada en los sesenta por Maj Sjöwall y Per Wahlöö, miembros del partido comunista sueco, para los que era evidente el crimen subyacente con que el estado de bienestar segregaba trampantojos con que aplacar a la clase obrera. Posando asombrosamente para el tema, incluso una exministra de justicia noruega –Anne Holt- es hoy un escritora de novela negra. Sin el asesinato inaclarado del primer ministro sueco Olof Palme en 1986 -escribe Siegel-, nunca habría existido la trilogía de Stieg Larsson. “A los demonios no les gusta el aire fresco –cuenta Bergman al principio del documental sobre su casa en la isla de Farö- prefieren que te quedes en casa con los pies fríos.”

domingo, 11 de mayo de 2014

Donde nadie puede seguirte


“La vida no es tan matemáticamente idiota como para que solo los grandes se coman a los pequeños, sino que también ocurre, con la misma frecuencia, que la abeja mate al león o que, al menos, lo enloquezca”–escribió August Strindberg en el prólogo a La srta. Julia en 1888. Éste, que se creyó abeja en el ataque y león en el tamaño proporcional de lo que contra él se tramaba vivió el pinchazo de la locura el tiempo suficiente para que leones y abejas llegaran a congraciarse. Pero eso no ocurrió en su obra teatral, llena de insectos irritados como la propia Julia, la Alicia de El padre (1888) o la señora X de La más fuerte (1888), y de depredadores como el Edgar de La danza de la muerte (1900) o la madre de El pelícano (1907). Una década después, apenas salido de la peor curva de la locura que narra Inferno (1896), escribiría que “cuando el todopoderoso se digna hablar a un insecto, éste se siente engrandecido, hinchado por tanto honor, y el orgullo le dice que debe ser un personaje particularmente digno. Con franqueza, me creía al nivel del señor, parte integrante de su personalidad, emanación de su ser, órgano de su organismo. Me necesitaba para manifestarse”. 
Lo que dijera de sus encarnaciones –“En mis personajes, he permitido al débil robar y repetir las palabras del fuerte”-, era en su vida un expolio automatizado, donde sus debilidades y sus fortalezas se robaban el alma mutua y simultáneamente. Como él, sus encarnaciones teatrales padecen la misma incapacidad para sufrir el tormento y reconocer lo que sus síntomas sugieren, como si nombrarlos fuera el último clavo, el que menos pueden permitirse. “¡No! Yo soy feliz. He conseguido la mujer que quería y jamás he deseado otra” –miente el desdichado Adolfo en Acreedores (1888), manipulado, sin saberlo, por el anterior marido de su mujer, al que viene de confesar su tormento permanente, su padecer, la imposibilidad de ser feliz junto a ella. “¿Está enfermo? ¿ha perdido el juicio?” –preguntará Kurt en La danza de la muerte. “No lo sé” –miente dos veces quien mejor sabe la respuesta. Cuando Kurt pregunta por qué Alicia y su marido, el capitán Edgar, se odian”, ésta responde como si dentro de una obra de Pinter: “No. Es un odio que no tiene motivos ni objetivos.” Incluso el médico que “se sabe el corazón de Edgar de memoria” podría estar contestando lo único que le permita no acercarse a comprobar qué clase de latido bulle en su pecho.
El número de guerras que libraba fuera no ayudaba a distinguir las que perdía dentro. Ya fuera contra la justicia de su época -“Las leyes parecen escritas por ladrones y asesinos con el único propósito de absolver a los culpables. El testimonio de un hombre honesto no vale nada, pero el de dos testigos falsos constituye una prueba concluyente” (El pelícano)-, contra la influencia de la religión -“no tengo vocación de confesor de la fe ni de mártir. Eso queda muy lejos, está muy pasado de moda” (El padre)- contra los modos de la alta burguesía -“ese sentido del honor, congénito o adquirido, que las clases dominantes heredan de… la barbarie, de los antepasados arios, de los caballeros medievales” (prólogo a La srta. Julia), su diatriba constante contra la mera idea del matrimonio –“Aunque un marido viviera más de cien años nunca podría saber nada de la verdadera existencia de su mujer. Podrá conocer el mundo, el universo, pero nunca a esa persona que convive con él” (Autodefensa)- o la aberrante mirada sobre lo femenino –“La srta. Julia es un personaje, un carácter, moderno no porque la mujer a medias, la que odia al hombre, no haya existido en todas las épocas, sino porque es ahora cuando ha sido descubierta… Víctima de la herejía (que ha conquistado también mentes muy lúcidas) de que la mujer, esa forma raquítica del ser humano que está entre el niño y el hombre, el señor de la creación, de la cultura, era igual a éste, o podía llegar a serlo, se lanza ella a la búsqueda de una meta insensata, lo que provoca su caída” (prólogo a Julia)- funcionaban de antídoto para lo que disparaba contra aquello que lo merecía. Cuando su nombre fue forzado al exilio durante seis años, su mente ya se había fugado mucho antes. 

suite para D.


D. que vivió en la pza. de Cascorro, en pleno centro de Madrid, lo hace ahora en Södermalm, al sur del Gamla Stan, el casco antiguo de Estocolmo. Entre ambas, hizo escala en Frankfurt y en La Haya. Soporta con estoicismo y buen humor la transformación de mi conversación en interrogatorio etnográfico, habla cuatro idiomas, y un quinto que viene, a la vez, del tocadiscos y de él. Rachmaninov, Chopin o Liszt tienen, escuchados junto a él, una voz más clara, la de un narrador que acompañara eventualmente lo que la partitura dice, música leída además de escuchada. Tras un año sin coger la guitarra, toca de memoria una suite para cello, a Turina, a Falla, a Tárrega. Te ayuda a seguir el pentagrama por el que discurre Bach. Su entusiasmo tiene las formas de la pedagogía: te parece que a pesar de haberlos oído muchas veces, escuchas a Barber, a Monteverdi, a Stravinsky como raramente los oíste antes.
En un juego ciego, que consiste en escuchar música de cine sin saber qué se escucha, el tema principal que Howard Shore compusiera para The Fly le sugiere el amor que se sobrepone a un poder inmenso, maligno, totalitario. Es la misma capacidad magnífica de hallar significados, incluso si más o menos reconocibles, que reúne, en las mismas fechas, un ciclo de conciertos en una de las salas del Carnegie Hall, en Nueva York, que bajo la dirección de David Lang reúne músicas de Liszt y Adams, Cage y Rachmaninov, Britten y Pärt en programas agrupados en categorías más o menos explícitas –heroísmo, espíritu, amor/pérdida, viaje, folclore y memoria. Hecho del mismo aire al tiempo nuevo y sabido, redescubierto y confirmado, el primer pájaro –una urraca- que veo al bajar del barco que lleva a Sandön, una de las islas más al este del archipiélago sueco que se abre al Báltico, es el mismo que viera al salir de mi casa de Madrid, hace unos días, a 2.600 km. 

en medio del viaje doble


Como si tantos meses de penumbra volvieran más valiosa, más necesaria, cada ración de luz, la franqueza es una bombilla que sorprende hallar: por dos veces en apenas cien metros, personas distintas renuncian a venderme lo que pido comprar –un billete de metro- para sugerir que lo haga justo enfrente, donde es más barato. En un restaurante en el que desayunamos, uno de los camareros dice, sin bajar la voz o mirar alrededor antes de hacerlo, que el establecimiento de al lado es mejor sitio que éste para tomar café. En una pastelería céntrica, lo primero que señala la señora que atiende el mostrador es que los cruasanes de arriba, de aspecto delicioso, son de ayer, al contrario que los de abajo, hechos hace unas horas. La mujer que despacha las entradas para acceder al Palacio Real no espera a que hagas el cálculo y directamente te dice que la Stockholm card, válida para entrar en museos y utilizar el transporte público, no nos compensa. Cierta confianza en que la honestidad es algo que viaja en ambas direcciones, y que en otros países no se usa por miedo a quedar en desventaja, al ser acaso el único en usarla, permite aquí subir a un barco sin que vengan a cobrarte el billete hasta que estás ya en mitad del archipiélago, o comprobar que, a minutos de que se haga de noche en una isla medio vacía y con todo cerrado, siendo el único ser humano que espera el barco de regreso a Estocolmo, y sin que lo veas aparecer por lado alguno, de alguna forma que no sabes, el barco estará en el muelle treinta segundos después, a la hora convenida, aunque sea para comprobar –como así será- que eres el único viajero que transporta. A merced de los incontables icebergs sueltos en cualquier lugar del mundo, asombra cómo la naturalidad de este civismo surca esta sociedad en aparente línea recta. 

jueves, 16 de enero de 2014

desusar el uso



Las botellas de plástico que contuvieran agua son empleadas para guardar la arena del desierto que te traes de vuelta. Los euros que alguien dejara en sus comercios o cambiados por moneda local tiempo atrás, te son ofrecidos hoy por los niños a cada paso. Los camellos que en medio mundo simbolizan el primer regalo del año transportan aquí el regalo mismo, en forma de turismo. Paradojas, reversos, mutaciones. La mirada nueva que sobre algunas partes de tu vida te espera a la vuelta, fugazmente, al cruzar la puerta de tu casa, se adquiere tan fácilmente como se pierde, al alejarse en el tiempo el estímulo. Cuanto te sobra, cuanto no usarás, cuanto tienes solo porque para eso lo venden. Tu oportunidad de distinguirlo dura lo que tardas en considerar inadmisible las pelusas que se han congregado bajo la mesa del salón en tu ausencia, lo que te lleva guardar la botella llena de arena en la vitrina que guarda tesoros similares. Los innumerables trozos de periódico cuya lectura demoras, los libros dejados a medio leer, el amor a medio amar. La claridad en las prioridades llega incluso a los sentimientos, que parecen ponerse en su sitio por un breve tiempo. Preguntado M- -traductor, guía- por esa otra muerte tan invisible como presente –los escorpiones-, responde que hibernan, enterrados. ¿Y en verano? –preguntamos. Cada uno con su suerte –responde. Esa otra botella que vacías y llenas de cosas opuestas. 

el bazar de Noé


Una vez en casa, la veintena de figuritas talladas en piedra semejan un belén donde los animales se hubieran comido a la familia fundadora del Cristianismo, aunque la disposición final en la estantería más recuerde a la expedición que se encaminara hacia el arca, que en esa parte de la casa es la cafetera. Negociar en un bazar de cualquiera de las poblaciones de esta parte del país se parece también a eso: ir a comprar un objeto cuyo valor, en el regateo, va y vuelve del arca a la cafetera sin que al vendedor parezca importarle mucho disimular que en su cabeza conviven los dos a capricho. Preguntado tres veces en cinco minutos, el precio de un objeto puede ascender o despeñarse sin un patrón reconocible, como si el esfuerzo por hacerlo parecer en su fabricación más antiguo de lo que es alentara y desalentara la misma espiral en quien lo oferta. La fatiga del vendedor, atada a la fatiga de los materiales. Regatear lo que vas a comer y lo que te colgarás del cuello, a quienes te abordan a cada paso y a quienes, de ser mujer, pueden perseguirte en un zoco para preguntar si quieres un beso con lengua o algo más. Negociar el frío helador de la noche sahariana como quien regatea sin esperanza. Regatear alerta en la fila de entrada en la frontera de Melilla. Regatear en la olla el dedo de una mujer española en busca del pollo que no hay. Regatear la manta que no llega, la foto que no es gratis. Un bazar donde el valor de las cosas cambia como las partes del desierto. Un desierto al que se va a cambiar unas cosas por otras, quizá mejores, quizá solo más antiguas. En la noche que da paso a un nuevo año, éste se celebra dos veces: el que entra en España y el que en la franja horaria local. Y no sabrías encontrar una diferencia. Por un momento, incluso aquí todo tiene finalmente un mismo valor. 

martes, 14 de enero de 2014

Uliserráneo


Lo que los designios de Zeus dictaran para Ulises el extraviado hace dos mil años podría lograrlo la ausencia de una brújula en nuestros días sin que el Mediterráneo que viera la odisea del héroe griego necesite hoy más espacio que el que media entre Melilla y Almería. Impone imaginar el horizonte heroico de atravesarlo en patera con solo otear el horizonte real a bordo de uno de los barcos que lo cruzan a diario. Y qué peor odisea que una que se emprende para poder regresar a casa y que consiste en alejarse de ella con cada ola que embiste el casco. Pasar una noche helada en el desierto, a dos horas de camino de Merzouga, no da para imaginar lo que el viento pueda hacer al encrespar el océano de dunas que surcas al caminarlo. Pero cuántos de quienes arriesgan sus vidas a merced del oleaje del Mediterráneo no sentirán, con suerte, que las dunas negras que se abaten sobre ellos son solo el mismo camino antiguo, milenario, que fuerza al hombre a combatir lo inhóspito con lo desesperado, el frío del hambre con el que viene de las rutas que escogen para navegarlo. Como si honraran la aventura inhumana y el miedo de cruzarlo en barcas atestadas de gente que ni nadar sabe a veces, en el interior del Ferry que se bambolea con el temporal entrante, muchos de quienes viajan en la zona de butacas lo hacen tumbados en el suelo en vez de en sus asientos. 

Siberia con sol


Mijáil Platónov, que esquivó milagrosamente acabar sus días en Siberia solo para ver cómo Stalin enviaba a su hijo a morir de lo que él se librara, habría encontrado fiel y amargamente contradictoria la existencia de Ghali Zuber, ingeniero saharaui que viviera en Siberia seis años mientras estudiaba en la década de los noventa. Si aquel se precipitara a los infiernos con su novela La excavación (1931), acerca de un grupo de condenados a no lograr nunca lo que su país les encarga, Zuber saldría de Siberia para regresar a un país prisionero del mismo destino aparente. Si Platónov pugnara por redimirse a ojos del aparato represor escribiendo Dzhan (1934), la historia de un pueblo que vaga por el desierto sin que el punto de partida y el de llegada difieran en miseria, Zuber habita un mundo donde ni los campamentos tolerados en el exilio argelino ni los asentamientos nómadas en el país que se dice dueño del suyo han de ver su prosperidad separada por una oveja o un pozo de más. Platónov, que como Zuber, penó como ingeniero en el mundo real parecidos dramas a los que su creación, el ingeniero Chagatáyev, agonizara en Dzhan, habría visto cómo la única esperanza de su pueblo –las ovejas que, en un gran recorrido circular- recorrían la estepa siberiana en busca de las hierbas que tardaban un año en volver a crecer después de devoradas, son, en esta estepa marroquí tan próxima a Argelia, el rebaño habitual. Su metáfora, convertida en precariedad domesticada. Stalin también habría preferido esta versión.

lunes, 13 de enero de 2014

un rato en el neolítico



El paseo por las Gargantas del Todra halla a su paso, en la parte más alta de la montaña, una casa bereber. En ella, mujeres, niños, una gallina que te libra de pensar que allí ordeñan a las piedras. En la inmigración marroquí -dice I.- es la mujer la que se apaña, la que lucha y la que aguanta mientras los hombres se entregan al desaliento. Quizá porque para alguien habituado a vivir en otro tiempo, hacerlo en un espacio extraño y hostil ha de ser solo el mismo día pedregoso pero extraña, prodigiosamente domesticable. 

un canal más

texto en proceso

domingo, 12 de enero de 2014

cachivaches de la identidad


El analfabetismo y la indolencia son, en la definición de I., rasgos usados y ubicuos que, como los que vemos negociar en el mercadillo de Rissani, no terminaran nunca de abandonarse a pesar de su aspecto. Desconfían de sí mismos más de lo que se diría recelan de cosas aparentemente inservibles. No son constantes ni exigentes –sigue- y el desdén con que trabajan –trabajo moro, dicen de sí, despectivamente- quizá hace inevitable el enchufismo y el trabajo precario. Decir “Alá lo quiere” es la forma más rápida de llegar a cualquier tema. Esnifan cola y hay más locos que cachivaches –dice. Y lo que ha de querer decir es que, dejados de cualquier forma, vagamente activados, acaso tantos son la misma cosa. 

la sal de la tierra


La ofensa de un dios que sacara del barro a su creación parece tener que ver con devolverle a la tierra si le falla: si la leyenda que imprime la guía cuenta cómo una rica familia local atrajo la ira de dios al negar hospitalidad a una mujer pobre y su hijo, a resultas de lo cual fueron sepultados bajo los montículos de arena que hoy forman la parte del Sáhara conocida como Erg Chebbi, recorrerla desde la mitología cristiana sugiere un relato similar: como si a la mujer de Lot se le permitiera, siquiera por un instante cada noche, mover un brazo o rascarse dentro de su caparazón de sal, el desierto se antoja un mar petrificado cuyas olas el viento nocturno hiciera crecer o menguar., encresparse o hundirse lentamente. Si Moisés hubiera sabido los años de éxodo que vagaría por el desierto después de liberado de los egipcios, quizá hubiera elegido ver abrirse el desierto, no el mar. 

sábado, 11 de enero de 2014

manta que asfixia



El cielo protector que Paul Bowles pusiera a velar por el escaso sueño de tres turistas norteamericanos en 1949 en su novela del mismo título ha pasado, en los 65 años transcurridos, de proteger a condenar a quienes, como ellos, afrontan el desierto del Sáhara con similar ignorancia acerca de los peligros que les esperan. Robados, chantajeados, mentidos, abandonados a su suerte, dejados morir llegado el caso, lo que no saben cuando se embarcan en un tren, un autobús o una lancha rumbo a un lugar mejor podría no depender de no saberlo. La verdad es probablemente aún más terrible: condenados al desierto económico, social, político, laboral en sus lugares de origen –Sudán, Nigeria, Camerún, Congo-, una enciclopedia a su disposición que describiera minuciosamente los horrores del viaje y el páramo que pudiera esperarles, hacinados, en la isla de Lampedusa o, libres de mendigar, en cualquiera de las esquinas europeas, acaso no cambiara un ápice su decisión de jugarse la vida como si ésta fuera una patera de por sí, varada ya desde su nacimiento. El relato de su periplo –años empleados solo en intentar salir de África, perseguidos por la policía, prisioneros de mafias, expoliados, deportados, mendigos permanentes de medios de subsistencia y de derechos elementales, hace pensar que los afortunados no son los que llegan sino los que fallecen intentándolo. Duele leer en El País 17.1 el relato, tan familiar, de un accidente a bordo de un autobús repleto de emigrantes que parte de la capital de Mali y, 60 km. después, sufre una avería en el eje de la dirección. Alguien saca una guitarra. El diferencial de prosperidad está ahí. El dinero también, solo que en otras ruedas, éstas inmunes a pinchazos –“demasiada gente –escribe José Naranjo- ganando dinero a costa de los migrantes, policías, pasadores, choferes, como para que se detenga este inmenso río de mil afluentes. Será más difícil, más peligroso, más oculto, más osado. Ya lo está siendo. Pero también igual de imparable.”  No se mata delante de la gente –dice una monitora al organizar un juego.

donde salta la liebre


No hay que desperdiciar oportunidades de no entender cómo suceden ciertas cosas: si T. es la única persona que uno conoce que haya estado en Merzouga antes que yo, sucede que otra T. (idéntico nombre) no solo ha estado allí también, sino que posee una casa de adobe en la zona, en Tinejdad. Constelaciones –lo llama C. Y sí. Miras hacia lo alto y lo ves. Están todas aquí. 

lego todo


Así como algunos palmerales surgen en mitad de la nada como un parque temático de la vida y la frondosidad, la carretera que lleva a las gargantas del Todra luce sembrada de montículos a ambos lados, de unos dos metros de altura y otros tantos de diámetro. Son pozos ya abandonados, de los que apenas unos pocos son ordeñados hoy. Ordenados en hileras alineadas despreocupadamente, semejan un modelo a escala de la cordillera del Atlas que asoma al fondo de esta estepa marroquí en la región de Jbel Ougnat. Ray Harryhausen habría visto cosas maravillosas entrar y salir de sus cráteres.  

viernes, 10 de enero de 2014

isla + m


A la iniciativa del líder del socialismo marroquí de prohibir la poligamia y las bodas con menores de edad, y de debatir la legalización del aborto y un reparto de la herencia que no margine, por ley, a la mujer, un clérigo responde con un edicto acusándole de infiel y de apóstata, activando así el mecanismo de su futuro asesinato. Como en toda fe, se asiste aquí a sus manifestaciones en la duda de si son los rasgos de la sociedad los que definen la religión, o si es esta la que modela a quienes la practican. Si la indolencia y la mezquindad de género que permean esta sociedad rural crean una fe de eco público tan explícito y eco privado tan silenciable, o si, por el contrario, es la religión la que ha modelado una sociedad en la que los progenitores que son forzados a educar a sus hijos son los mismos que los casan de adolescentes, llegado el día. Quizá un paisaje árido en verano y en invierno es el propicio para sembrar una sociedad que se llena la boca de religión mientras mal riega comportamientos éticamente incompatibles con ella. Una religión –cualquiera- no existiría si las condiciones de vida existentes cuando se crearon no hubieran sido dramáticas o directamente desesperadas. Y tiene sentido que una sociedad que se les arregla para incrementar su población sin desterrar el drama social explícito preserve intacta su religión como nadie tira un jersey al crecer si sigue siendo de su talla, por ajada que esté. El fervor es real –dice I. Y suena a l mismo diseño textil que encierra en ropajes lo que desearía encerrar entre paredes. O a ese otro fervor, el futbolístico, al que, seguramente para realimentar el equilibrio, algunos de los fieles más logrados llevan a su dios a que aprenda a dar las mismas patadas que ellos, tal y como cuenta El País 14.1 asomara hace poco una gigantesca pancarta en un estadio, augurando la muerte al líder socialista. En el afán humano por desperdiciar cuanto contribuya a entender algo o desterrar la incoherencia que precede al crimen, la mitad más fervorosa de la población femenina israelí vive para procrear, obligada a obedecer, tapada, sometida a matrimonios concertados donde es normal no haberse visto más de un par de veces antes de la boda, impedida de cantar delante de un hombre, donde solo éste puede otorgar el divorcio, donde 4 de cada 10 reciben golpes de sus esposos (Israel Women´s Network). Y para la que vivir exactamente como la mitad femenina de la religión de enfrente, a la que se odia, ha de ser una broma pesada de su dios. Una más. 

cómo empezar una tradición


Teoría sobre cómo hacer fotos allí donde no desean que lo hagas: establecidos grupos de dos, cada uno de ellos se acerca desde un lado al sujeto a fotografiar. Uno hace o simula hacer la fotografía, y cuando el sujeto se levanta para increparle o agredirle, el que hace la foto es el otro. Puede resultar un catálogo de seres sacando cuchillos, sartenes o garrotes de sus ropajes. O comenzar una tradición nacional de corredores de todas las edades. Quizá ambos a la vez. 

jueves, 9 de enero de 2014

Volver como nuevo


Todo es viejo en las proximidades de Merzouga, al noroeste de Marruecos. Los granos de cuarzo anaranjado que forman el Sáhara. El adobe milenario que sostiene sus casas. El sol, el frío nocturno. La vocación comerciante, negociadora, de quienes te fuerzan a inventar el valor de lo que deseas comprar lo que tu paciencia dé de sí. Es viejo el algodón tintado que les cubre, vieja su hospitalidad, su vocación nómada, su resistencia, su perseverancia, su capacidad de adaptación a un medio hostil y yermo. Viejas sus palmeras, sus dátiles, su pericia hídrica. Viejo su conocimiento del cielo estrellado, su aprecio del silencio como un ritmo más. Lo que en las sociedades modernas es invitación permanente al cambio, a la novedad más frugal, es aquí conservación. Lo que el progreso vende como inmovilismo es en este entorno avaro lo que garantiza su supervivencia. Lo antiguo perdura como la información que los genes transmiten para poder crear órganos y huesos. Lo que conoces es lo que te salva la vida. La gente joven aparenta más años. La gente mayor aparenta necesitar menos cosas que antes. Gran parte de la artesanía que compramos está hecha para lucir más antigua de lo que es. Incluso su reloj parece tener más horas, o quizá solo más largas. También su reverso asoma: el niño que atiende la taquilla del Hamman de Rissani lo hace con una permanente cara de susto, como si cobrar y gestionar las mochilas entregadas o vivir rodeado de hombres desnudos no lograra abrirse paso como gesto adulto hasta su rostro. Como demuestra el papel de la mujer, no todas las piezas de la máquina del tiempo están bien engrasadas, pero bastan unos días aquí para sentir que la arena que desplaza el tiempo en la clepsidra parece, en la elegancia y el raro equilibrio con que lo hace, la misma que no cesa de desplazarse imperceptiblemente en el desierto. 

Fabular arena


En un mundo donde a lo real se llega tras sobrevivir no pocas veces a lo imaginario, adentrarse en el Sáhara es una experiencia simultánea: si su frío y su calor son hiperrealistas, caminarlo es recorrer un lugar imaginario. Una vez engullido por él, no solo no sabrías decir dónde te hallas sino también si realmente te has movido del sitio por mucho que tus pies lo hagan. Como si transitaras un mapa imposible, la escala a la que lo observas no modifica su impenetrabilidad: un grano no se distingue de otro más de lo que, desde una posición elevada, una duna es idéntica a la siguiente. Un espejismo no ha de ser aquí más imaginario que creer saber dónde estás. Y el gato que aparece en mitad de la noche podría ser tanto una prueba del oasis al que nos dirigimos, como la de que algo tan masivo, cambiante y hostil pudiera, como el océano de Solaris, tener voluntad propia y sugerir las imágenes que se le antoje. Gatos, camellos, hombres. Lo que dejó escrito Alberto Manguel de los lugares imaginarios habla también de la única forma de pasar por un desierto así: “Somos animales migratorios: estamos condenados a explorar. Algo (la promesa de un edén perdido, de un reino justo y apacible) nos atrae del otro lado del jardín, del río, de la montaña, como si nuestro aquí fuese solamente la causa (o consecuencia) del allá, o del más allá. Los lugares imaginarios existen para satisfacer nuestro deseo de encontrar la felicidad más allá de las fronteras. También su reverso: imaginamos lugares temibles, espejos de los infiernos terrestres”.

miércoles, 8 de enero de 2014

rebajas


Los carteles que decoran las paredes de la escuela muestran una jirafa asomando entre palmeras; niños rubios y pelirrojos jugando en el césped; otros en una bañera. Solo el retrato de una familia en la que los abuelos, padres e hijos podrían compartir casa ha de sonar normal a los niños que se sientan en estos bancos a diario. Sumada la prosperidad explícita que nuestra presencia sugiere incluso antes de abrir una sola caja de lo que dejamos en pueblos, escuela o centro de salud, lo que Lorenzo Silva escribe acerca de la Melilla de final del siglo XX –“a esta ciudad nadie viene si no tiene alguna razón perentoria o ineludible”- podría hablar en realidad de lo contrario: de cómo de lugares tan desolados, uno solo se queda si tiene alguna razón perentoria o ineludible. O quizá no. Cuenta I. –intérprete, nacida en Marruecos y que vive en España desde hace cuarenta años- que trata de convencerles de que perseveren en su cultura, que es decir, en su vida hecha de los trozos contados que permite una zona rural tan hostil. Pero cuántos lo harán por convicción y cuántos por imposibilidad para elegir la otra opción. Y cómo saber si la dignidad que uno percibe en tantos de cuantos ve es, de vuelta, una ambigua idealización de lo que ha de aportar la vida en un país más desarrollado, o solo la visión atónita de una expedición de jirafas que se bajaran de unos todoterreno para husmear entre su algo y su nada. Cuánta de la mendicidad abnegada de que habla Silva no será la distancia que va de una intuición a la otra, la que pide sospechando que también quienes más tienen parecen haber venido a pedir algo de lo que carecen. 

en propiedad


Como los granos de desierto que imposiblemente son de una sola duna, también el granito de medicina, de ropa, de material escolar o de comida que has venido a entregar acaba creando en un viaje de estas características un vaciado de lo individual que puede mirarse en la montaña de ropa dejada en un asentamiento nómada o en esa temperatura polar que impide dormir en Nochevieja, y que al amanecer revela que ni eso es solo tuyo. Cuesta menos considerar como propio lo que te encuentras comiendo o bebiendo en un país extraño, aunque quizá baste calcular lo que aquí pueda atesorar cualquiera –poco- para intentar estar a la altura. Cuenta I. que en el colegio de Almería en que trabaja, muchos de los alumnos marroquíes dicen haber nacido el 1 de enero del mismo año. Habéis vuelto a nacer –repite la mujer que fundara la escuela. Para quien necesite una razón menos mística, siempre queda ese remedio: verlo como una oportunidad única para dejar, por unos días, de ser del todo uno mismo.