Fabular arena

En un mundo donde a lo real se llega tras sobrevivir no
pocas veces a lo imaginario, adentrarse en el Sáhara es una experiencia
simultánea: si su frío y su calor son hiperrealistas, caminarlo es recorrer un
lugar imaginario. Una vez engullido por él, no solo no sabrías decir dónde te
hallas sino también si realmente te has movido del sitio por mucho que tus pies
lo hagan. Como si transitaras un mapa imposible, la escala a la que lo observas
no modifica su impenetrabilidad: un grano no se distingue de otro más de lo
que, desde una posición elevada, una duna es idéntica a la siguiente. Un
espejismo no ha de ser aquí más imaginario que creer saber dónde estás. Y el
gato que aparece en mitad de la noche podría ser tanto una prueba del oasis al
que nos dirigimos, como la de que algo tan masivo, cambiante y hostil pudiera,
como el océano de Solaris, tener voluntad propia y sugerir las imágenes que se
le antoje. Gatos, camellos, hombres. Lo que dejó escrito Alberto Manguel de los
lugares imaginarios habla también de la única forma de pasar por un desierto
así: “Somos animales migratorios: estamos
condenados a explorar. Algo (la promesa de un edén perdido, de un reino justo y
apacible) nos atrae del otro lado del jardín, del río, de la montaña, como si
nuestro aquí fuese solamente la causa (o consecuencia) del allá, o del más
allá. Los lugares imaginarios existen para satisfacer nuestro deseo de
encontrar la felicidad más allá de las fronteras. También su reverso:
imaginamos lugares temibles, espejos de los infiernos terrestres”.
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