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Los carteles que decoran las paredes de la escuela
muestran una jirafa asomando entre palmeras; niños rubios y pelirrojos jugando
en el césped; otros en una bañera. Solo el retrato de una familia en la que los
abuelos, padres e hijos podrían compartir casa ha de sonar normal a los niños
que se sientan en estos bancos a diario. Sumada la prosperidad explícita que
nuestra presencia sugiere incluso antes de abrir una sola caja de lo que
dejamos en pueblos, escuela o centro de salud, lo que Lorenzo Silva escribe
acerca de la Melilla de final del siglo XX –“a
esta ciudad nadie viene si no tiene alguna razón perentoria o ineludible”- podría
hablar en realidad de lo contrario: de cómo de lugares tan desolados, uno solo
se queda si tiene alguna razón perentoria o ineludible. O quizá no. Cuenta I.
–intérprete, nacida en Marruecos y que vive en España desde hace cuarenta años-
que trata de convencerles de que perseveren en su cultura, que es decir, en su
vida hecha de los trozos contados que permite una zona rural tan hostil. Pero cuántos
lo harán por convicción y cuántos por imposibilidad para elegir la otra opción.
Y cómo saber si la dignidad que uno percibe en tantos de cuantos ve es, de
vuelta, una ambigua idealización de lo que ha de aportar la vida en un país más
desarrollado, o solo la visión atónita de una expedición de jirafas que se
bajaran de unos todoterreno para husmear entre su algo y su nada. Cuánta de la
mendicidad abnegada de que habla Silva no será la distancia que va de una
intuición a la otra, la que pide sospechando que también quienes más tienen
parecen haber venido a pedir algo de lo que carecen.
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