jueves, 16 de enero de 2014

el bazar de Noé


Una vez en casa, la veintena de figuritas talladas en piedra semejan un belén donde los animales se hubieran comido a la familia fundadora del Cristianismo, aunque la disposición final en la estantería más recuerde a la expedición que se encaminara hacia el arca, que en esa parte de la casa es la cafetera. Negociar en un bazar de cualquiera de las poblaciones de esta parte del país se parece también a eso: ir a comprar un objeto cuyo valor, en el regateo, va y vuelve del arca a la cafetera sin que al vendedor parezca importarle mucho disimular que en su cabeza conviven los dos a capricho. Preguntado tres veces en cinco minutos, el precio de un objeto puede ascender o despeñarse sin un patrón reconocible, como si el esfuerzo por hacerlo parecer en su fabricación más antiguo de lo que es alentara y desalentara la misma espiral en quien lo oferta. La fatiga del vendedor, atada a la fatiga de los materiales. Regatear lo que vas a comer y lo que te colgarás del cuello, a quienes te abordan a cada paso y a quienes, de ser mujer, pueden perseguirte en un zoco para preguntar si quieres un beso con lengua o algo más. Negociar el frío helador de la noche sahariana como quien regatea sin esperanza. Regatear alerta en la fila de entrada en la frontera de Melilla. Regatear en la olla el dedo de una mujer española en busca del pollo que no hay. Regatear la manta que no llega, la foto que no es gratis. Un bazar donde el valor de las cosas cambia como las partes del desierto. Un desierto al que se va a cambiar unas cosas por otras, quizá mejores, quizá solo más antiguas. En la noche que da paso a un nuevo año, éste se celebra dos veces: el que entra en España y el que en la franja horaria local. Y no sabrías encontrar una diferencia. Por un momento, incluso aquí todo tiene finalmente un mismo valor. 

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