sábado, 31 de agosto de 2013

me-moría



Para alguien que, como Kapuscinski durante sus recorridos como periodista, no debió cruzar uno solo de los múltiples puentes que hay en Moscú o San Petersburgo sin pararse en medio a contemplar las vistas, ubicar como primer recuerdo infantil en El imperio el puente que las tropas del ejército ruso le impidieron cruzar mientras huía de la devastación de la guerra en 1939 debía pertenecer al mismo nivel de irrealidad que recordar, viajando en el transiberiano de adulto, los trenes que diezmaran su población natal en Polonia durante los primeros días de las deportaciones a los campos de exterminio en Siberia. De no haber hallado tanto dolor, tanta y tan reconocible miseria en su periplo por el país que arrasara el suyo décadas antes, quizá la generosidad en la mirada de Kapuscinski, su ausencia de ira o de rencor, le hubiese sido más difícil de encontrar. Del frío que congelara su niñez y apenas el hambre pasa a hablar, veinte años después, de las nieves siberianas donde perdieran la vida tantos de sus conocidos. Pero ese nexo no existe en su texto. E incluso el relato de la esquizofrenia aduanera rusa de 1959 admite el humor, la renuncia ala crispación a la que cualquiera tendría más que derecho, sometido a lo que narra –“¡esos dedos deberían esculpir el oro y tallar diamantes! ¡esos movimientos microscópicos, esa exactitud, esa sensibilidad, ese virtuosismo!” –dirá de la pulsión maníaca de los aduaneros ante un saco de sémola.
Como si fueran tres ciudades más de las que visitara, sendas citas que abren el relato fragmentado de sus años comprimen un siglo de la vida de la Unión soviética –“En Rusia, toda la energía del artista debe concentrarse en mostrar dos fuerzas: el hombre y la naturaleza. Por un lado, debilidad física, nerviosismo, pronta madurez sexual, deseo apasionado de vida y de verdad, sueños de poder actuar amplios como una estepa, análisis llenos de inquietudes, insuficiencia del saber frente al alto vuelo del pensamiento; y por el otro, una llanura infinita, un clima severo, severo y gris el pueblo con su historia difícil y lóbrega, la herencia tártara, el yugo de la burocracia, el oscurantismo, la pobreza, el clima húmedo de las capitales, la apatía eslava, etc. La vida rusa machaca al ruso hasta tal punto que éste no logra reponerse, lo muele como muele un palo de mil puds” –Chéjov. “La aventura de la Unión soviética es la mayor experiencia, al tiempo que el problema más importante de la humanidad” –Edgar Morin. “El régimen que nos gobierna no es sino una amalgama de la vieja nomenklatura, de tiburones financieros, de falsos demócratas y de kgb. No puedo llamarlo democracia; es un híbrido repugnante que no tiene precedentes en la historia y del que se ignora la dirección que tomará… pero si esta alianza vence, nos explotarán no setenta, sino ciento setenta años” –Solzhenitsin. 

vivir dentro de la premonición



Como también, en menor medida, Turguénev, Dostoyevski, Gorki, Pasternak o Ajmátova, Tolstói  logró algo que otros tantos de los mejores escritores rusos del XIX y el XX solo lograron en sus libros: sobrevivir. Trágicamente, en sus 82 años de vida caben, enteros, los que apenas resistieran Pushkin y Gógol juntos. También los que, sumados, lograran vivir Chéjov y Mayakovski. Y solo catorce menos de los que diera de sí la existencia conjunta de Mandelshtam y Bulgákov. Los cuatro últimos aún vivían cuando Tolstói publicó en 1885 su relato Las tres preguntas, la historia de un zar que “pensó una vez que si siempre supiera en qué momento comenzar cada tarea; si además supiera qué personas hay que consultar y cuáles no; y, sobre todo, si siempre supiera cuál de todas las tareas es la más importante, entonces nunca se equivocaría al tomar decisiones”. Convocado todo el reino a responder a esas preguntas, unos “respondieron que hay que hacer de antemano un programa del día, del mes y del año, y actuar estrictamente de acuerdo con lo fijado”. Otros, que “las personas más necesarias eran sus ministros, otros que los sacerdotes, otros que los médicos, y otros, por fin, que los guerreros”. A la tercera cuestión “unos respondieron que la tarea más importante era la guerra, y otros, que el culto a dios”.
Los cementerios de Novodevichy en Moscú y de Tijvin en San Petersburgo están repletos de las víctimas, lentas o instantáneas, de cada una de esas respuestas. Y no sorprende que alguna de sus tumbas, camufladas bajo la vegetación, sean imposibles de localizar pese al mapa, como si el anonimato fuese preferible a exponer tu nombre en el mismo recinto que alberga los de no pocos de los carniceros que, directa o indirectamente, un poco antes o un poco después del tiempo que les tocara morir, fuesen responsables o acólitos fieles del régimen que trajera la ruina de los primeros. Al igual que Chéjov, Mayakovski, Mandelshtam o Bulgákov, Nicolas II y Lenin, nacidos con apenas dos años de diferencia, pudieron haber leído la fábula de Tolstói cuando adolescentes, aunque dudosamente en él la compasión y el perdón del que habla. Ninguno de los dos podía saber entonces que los planes quinquenales, los crímenes de beria, los embalsamadores de la revolución y el ejército rojo estaban ya ahí, esperando en esa página escrita tres décadas antes de que las respuestas reales vinieran a buscarles. 

gorizky, sicilia


Como el cercano lago Pleshcheevo, aparentemente inmóvil como si quisiera hacer pensar a sus navegantes que es tierra lo que aspiran surcar, los manzanos del Monasterio de Gorinsky, en Pereslavl-Zalessky, se dirían sembrados para retrasar o impedir que llegues hasta la magnífica catedral de la Asunción, cuyas paredes declinan en las sombras del interior vacío con la misma mezcla de vida y abandono que las cientos de manzanas caídas esparcen fuera, impregnando el recinto de un perfume que recuerda al de otro palacio en declive, éste siciliano –“comprendido y macerado entre sus límites, despedía fragancias untuosas, carnales y levemente pútridas como los líquidos aromáticos que destilan las reliquias de ciertas santas” –escribió Lampedusa en El gatopardo en 1956. Lo que escribiera Isaac Bábel treinta años antes en Caballería roja -“la tierra se tiñe de fulgor sombrío, collares de frutos luminosos cuelgan de los arbustos” –llevaba enterrado, como el propio Bábel, dieciséis años por entonces, tan anónimo en la vigencia de la literatura consentida por stalin como lo fuera ese otro soldado, éste del Quinto Batallón de Cazadores que Lampedusa hiciera morir en ese mismo jardín, bajo un limonero, su olor mezclado con el de las flores y las hierbas que se pudrían -“La imagen de aquel cuerpo destripado surgía a menudo en sus recuerdos como si estuviese reclamando la única paz que el Príncipe podía concederle: la inserción en una necesidad general, capaz de superar y justificar aquel extremo sufrimiento. Porque morir por alguien o por algo no tiene nada de extraño; pero hay que saber, o estar seguro al menos de que alguien sabe por quién o por qué se ha muerto”. Otros príncipes vinieron a esta tierra antes que el de Lampedusa a sus jardines. Alejandro Nevsky nació en Pereslavl-Zalessky en 1221, Pedro I reflotó el imperio heredado diseñando barcos en el lago Pleshcheevo en 1692. Sus manzanas, incluida ésta que viaja en la maleta hasta España, son ácidas, como si lo que sube, dulzón, hacia ellas desde el suelo, las llamara desde más abajo.

fresco


Sin saber si la profunda devoción que uno percibe en cuantas iglesias entra se debe a admiración por el milagro más evidente –que haya iglesias por doquier, pese a los esfuerzos del estalinismo- o si a la mera fe en algo capaz de sugerir el mismo mensaje bajo zares, dictadores o presidentes de gobierno, ni el ejército de obreros que se apresta aquí y allá a rehabilitar iglesias insertas en las ciudades y monasterios enteros fuera de ellas atenúa la sensación, tan ausente en las ceremonias del catolicismo en nuestro país, de estar delante de algo valioso, algo que merece tanto respeto como recogimiento impone. Incluso sin tocar la cámara –es dudoso que el oficiante valore la ironía de que fuera el patriarca Nikon quien, en el siglo XVII, provocara un cisma en la Iglesia ortodoxa rusa-, uno renuncia a dar un paso dentro de iglesias en las que se está oficiando la ceremonia. Y no es necesario el hieratismo de algunos de los monjes del Monasterio de San Sergio, en Serguiyev Posad, tan cercano al de algunas estatuas del metro de Moscú, para entender que, sea lo que sea que les importa en ello, es algo que merece ser respetado, incluso antes de que levantar la vista hacia los frescos que maravillan en tantas de las iglesias haga ese trabajo en uno, sin necesidad de ayudas. Al atravesar las praderas de cualquiera de los monasterios de las poblaciones rurales cercanas a Moscú, y entrar, casi a la hora del cierre, en sus edificios vacíos y silenciosos como palacios abandonados, uno experimenta esa fe, no menos sagrada, en los verdaderos milagros –los labrados por los pintores, carpinteros, escultores y arquitectos pagados por los miembros de la iglesia para hacer el trabajo que tan raramente ellos mismos saben hacer: crear lo visible, lo admirable, lo inconcebiblemente humano. Quién sino el que entrara a trabajar entre sus muros cada día para predicar debía saber que los prodigios mayores sustentan la fe en los menos probables. 

viernes, 30 de agosto de 2013

a salvo del frío y el fuego


Mientras Ray Bradbury escribía en 1953 sobre un hombre –Montag- que se refugiaba de una dictadura en unos bosques habitados por hombres que memorizaban libros, al mismo tiempo en una región de Siberia, entre bosques parecidos, acaso Klavdia Mironova acogía en su casa un hombre que llegara huyendo de una dictadura similar. “llevaba papel y pinturas –cuenta Kapuscinski- lápices de mina y de colores. Con su barca seguía el curso del Lena, deteniéndose en aldeas y jutores, y a partir de fotografías pequeñas, de carnet escolar o de pasaporte, pintaba para las madres los retratos de los hijos muertos en la guerra. Le pagaban cuanto podían. Y vivía de ello… A salvo en las extensiones inmensas, donde la falta de caminos permitían pasar inadvertido, allí sobrevivieron comunas de heterodoxos. Sobrevivieron al zar, a los bolcheviques, nadie sabía dónde estaban. Durante todo el estalinismo Klavdia no vio a un solo extraño”. El secreto de la supervivencia era el tocino. Las conservas de tocino permitían memorizar la vida y la libertad. Un libro de cocina es lo último que hubiera esperado Montag. 

un anillo para atraerlos a todos


Cosas que ver viajando por las poblaciones rurales al noroeste de Moscú: sus bosques frondosos de abedules y pinos que llevan hasta el primero de sus pueblos, Sergiev Posad, y que se alternan con llanuras inmensas salpicadas de hileras de casas de madera, no pocas de ellas derruidas, a las que solo el diseño de sus marcos y la inclinación de sus tejados distinguen del paisaje norteamericano de las carreteras de Mississippi o Alabama. El tronco de árbol tallado y pintado que espera a la salida de un cambio de rasante, simulando ser un coche de policía. Los tres hombres que entran súbita, discretamente en la catedral del monasterio de San Eutimio, en Suzdal, y cantan en el altar para los seis que estamos, como si no hubiese restauración posible mejor ejecutada que esa. Los manzanos repletos por doquier, también en el Monasterio Goritsky, en Pereslav-Zalessky, donde todo el paseo está adornado por el perfume dulzón que exhalan las innumerables manzanas que se pudren en el suelo a la sombra de sus copas. El lago inmenso e inverosímilmente inmóvil a la llegada a Rostov-Veliky. El craquelado de las nubes y la luna, llegando de noche a Suzdal tras la luz pictórica del Volga reflejada en Clyos. Los puestos enormes de peluches no menos gigantes, situados junto a moteles de camioneros en el tramo de carretera que va desde Vladimir a Moscú. El inglés que se habla con las manos por doquier.

estalinísimo


Si cada libro lanzado al fuego por el nazismo se ha reencarnado con el tiempo en uno nuevo, escrito años después, acerca de la mano que los arrojara, la literatura sobre el estalinismo trasciende la justicia que llegaría, en su mayor parte, a su muerte, para proyectarse hacia atrás, incluso antes de que el propio stalin naciera. Qué mejor memorial que uno hecho de los libros que hablan de ti, escritos por aquellos a los que no pudiste matar porque ya llevaban años o siglos a salvo. También esa otra referencia literaria, de la que Pushkin dejara su versión en 1830: la de la estatua del Comendador asesinado por Don Juan, a la que éste invita a cenar a su morada como fanfarronada, solo para ver cómo aquella se compromete a ir para invitarle a ver la suya. Cuántas de las estatuas que pueblan los cementerios de Moscú y de San Petersburgo soñarán con una oportunidad así.


De más lejano a más próximo:

“sabemos, ciudadanos moscovitas, que habéis sufrido mucho bajo el yugo del vil usurpador. Ejecuciones, destierros, hambre, cárceles, impuestos, deshonra. En cambio Dimitri se propone beneficiar a todos: a boyardos, nobleza, militares, comerciantes y a todo el pueblo honorable. ¿Rechazaréis esta merced, ufanos, y os obstinaréis como dementes? Sepáis que él viene a ocupar el trono de sus antepasados, sostenido por fuerzas invencibles. No enojéis al zar legítimo, temed a dios.” -escribió Pushkin en 1830 en Boris Godunov.

“me pareció de pronto que a mí, hombre solitario, me abandonaba todo el mundo, que todos me rehuían” –escribió Dostoyevski en 1848 en Noches blancas.

“Resuenan las bíblicas palabras de la mujer de Job: “maldice el día en que naciste y muere”. Quien no quiera escuchar estas palabras, aquel a quien pensar en la muerte, no le atraiga sino que le espante, éste debe tratar de ahogar semejantes voces con algo incluso más escandaloso. El hombre sencillo lo entiende muy bien, pues entonces libera a placer toda su bestial simpleza… sin ser especialmente sensible en otras circunstancias, en éstas se vuelve doblemente maligno” –escribió Leskov en 1865 en Una lady Macbeth de Mtsensk.

“entre tanto, aquel gigante indestructible y presuntuoso también vivía momentos de melancolía y vacilación. Sin causa aparente, de pronto comenzaba a sentir un profundo tedio. Se encerraba en una habitación y aullaba, aullaba como todo un enjambre de abejas” –escribió Turguéniev en 1870 en El rey Lear de la estepa.

“todos le olvidaron, y lo que a él le parecía, en lo tocante a su persona, una injusticia palmaria y cruel, era considerado por los demás como un asunto perfectamente normal. Ni siquiera su padre se creyó obligado a ayudarle… se dio cuenta de que todos le habían abandonado” –escribió Tolstói en 1886 en la muerte de Ivan Ilich.

“Como el herrumbroso cielo de hojalata, como un poste, como un dedo. Donde siempre, él. Como el destino. Menos cuarto. Puntual, ¿eh?. La muerte no espera. Ligero, su sombrero se alza” –escribió Tsvetáieva en 1924.

“El perro gemía, rugía, se agarraba a la alfombra, arrastrándose sobre el trasero como en el circo. En medio del despacho, sobre la alfombra, yacía la lechuza destripada de la que salían unos trapos rojos… y sobre la mesa, un retrato hecho añicos” –escribió Bulgákov en 1925 en Corazón de perro.

“se tumbó a dormir y olvidarse de sí mismo. Pero el sueño requiere tranquilidad de mente, que ésta confíe en la vida y que uno haya perdonado el dolor vivido. Yacía con seca tensión en la conciencia, sin saber si era útil en el mundo o si todo podía arreglarse perfectamente sin él… con débil voz de duda, un perro hizo saber que estaba cumpliendo con su trabajo” –escribió Platónov en 1929 en La excavación.

“Diecisiete meses hace que grito llamándote a casa. Me he postrado a los pies del verdugo, hijo mío, terror mío. El mundo entero es confusión y yo ya no sé distinguir quién es la bestia y quién el hombre” –escribió Ajmátova en 1939.

Final, alegóricamente, lo que cuenta Luis Matías López en La huella roja: cómo, en una misión espacial anterior a la Mir, “cuando hubo que romper los huevos de codorniz, se vio que a los polluelos les faltaba la cabeza”. 

la foto fija



Rusia y la iglesia ortodoxa rusa defienden al régimen sirio que viene de lanzar armas químicas contra la población civil cerca de Damasco, hace una semana. Cuando se lee “defienden” es, en el primer caso, literal: rusos son los sistemas de defensa antiaérea que el régimen sirio tiene a su disposición. Tanto como –coincidencias- siria es la única gran base militar que Rusia tiene en el exterior. La iglesia hace un uso más amplio del verbo, pues lo que defiende es al 10% de la población cristiana de ese país, que goza de libertad de culto. Aunque lo que menos interese a los popes sea justo la libertad de culto y sí que esa décima parte de la población escoja la opción que ellos venden. Pues, de estar interesados en la libertad, de culto o no, acaso condenarían al régimen que viene sozugando y masacrando, como poco, al 90% restante de la población. El parlamento ruso aprobó en julio de este año una ley que prohíbe la propaganda que apoye orientaciones sexuales no tradicionales y estos días debate prohibir que los homosexuales puedan donar sangre. “¡Rusia para los rusos! –cita Kapuscinski un mitín al que asistiera en 1992, no tan superado- el meollo de la cuestión consiste en la conciencia del ruso contemporáneo entre el criterio de la sangre y el de la tierra. ¿Hacia dónde tender? El criterio de la sangre impone el mantenimiento de la pureza étnica de la nación rusa. Pero una parte étnicamente pura no es más que una parte del Imperio de hoy. ¿Y que pasa con el resto? En el criterio de la tierra se trata de mantener el Imperio actual. Pero entonces resulta del todo imposible mantener la pureza étnica de los rusos”. La pureza dentro de la prioridad racial, la soberanía dentro de los intereses bastardos, el derecho a la fe dentro de la contabilidad de la base de clientes. Cuando un imperio se desvanece, sus fronteras mentales siguen teniendo dentro más de lo que deben. 

jueves, 29 de agosto de 2013

el boticario como programador


Ha de existir una razón para que, ubicado en la misma plaza de Moscú que el Bolshoi y su sucursal pequeña, el Teatro académico de la juventud rusa sea el único de los tres que ofrezca representaciones en agosto. Y de las dos posibles, una tira hacia atrás –su programa, que incluye un ballet diario, hasta conformar siete opciones distintas, lo que no se hace en ningún teatro solvente- y una hacia delante –los magníficos carteles que decoran el hall, con obras de Shakespeare, Chéjov o Stoppard. Desdichadamente tarde, solo en Madrid descubre uno que ambas coexisten. Y que si estos días puede uno asistir allí a un Romeo y Julieta de una estética ramplona que más merecería la primera versión que Prokofiev terminara en 1935 y que pasmosamente… terminaba bien, acaso anticipando lo que el propio Prokofiev iba a padecer “cuando, fallecido el 5 de marzo de 1953, no se pudo publicar la noticia porque exactamente el mismo día murió stalin, y las autoridades soviéticas no quisieron que nadie le robase ni una pizca de gloria (ni siquiera póstuma).”, según escribe Luis Matías López, también ha de ser posible ver cosas tan magníficas como la trilogía La costa de la utopía, de Stoppard, que ese mismo teatro trajera a Madrid a finales de 2011. Dado que, como aquí con la zarzuela, la gente no para de hablar durante la representación, acaso insospechadamente somos afortunados, dado que cabe la posibilidad de que lo que digan coincida con lo que pensamos. En la imagen, el lago actual en el que Tchaikovsky se inspirara para ubicar en él sus cisnes. 

a la izquierda vemos


Un museo lo suficientemente grande da para ver escenas valiosas sin necesidad de mirar una pared: siempre hay gente que parece estar hablando sola, hasta que uno descubre el grupo, más o menos desperdigado, que le sigue, provisto de auriculares. Los hay que duermen en los bancos, exhaustos, cerca de lienzos patrióticos que llaman al levantamiento popular. Otros asisten, aunque despiertos, derrumbados, a una escena bélica sembrada de cadáveres. Hay quienes se acercan tanto a los cuadros como si pudiera olerse lo que muestran; los que pasan por el área egipcia como si fuera un movimiento más de vanguardia que hubiera durado lo que sus momias exhibidas; los que, ya cerca del final, pasan raudos por los cuadros de Malévich como si pensaran que éste parece ser el primero en entender cómo, a esas alturas del Hermitage, las obras que se ven mejor son las que se ven igual de bien de lejos. Un grupo de japoneses parece recorrer sus salas como si estuvieran moralmente obligados a saber. Uno de italianos parece estar buscando la salida en cada sala. Lo que importa a un grupo de alemanes jubilados que se apila en un pasillo parece imposiblemente lo mismo que lo que haya traído aquí hasta aquí a uno de jóvenes españolas. Un nutrido grupo de personas mayores estadounidenses recorre las salas del museo de la cosmonáutica en Moscú, y cerca del final se encuentran misiles muy parecidos a los que, hace cincuenta años, aterrorizaran su adolescencia cuando la crisis de los misiles de Cuba. El recorrido por el Peterhoff, residencia imperial hasta XX, revela una sala repleta de retratos de mujeres jóvenes, algunos de cuyos gestos parecen sugerir que quien encargara los cuadros hubiera coleccionado a las modelos antes de coleccionar sus retratos. Celosamente vigilada, no poder hacer fotografías en esa sala indica más una cuestión de moral que de patrimonio. Para quien quiera ver esa sala, o una idéntica, sin viajar hasta San Petersburgo, aún puede verse, en cines, estos días La mejor oferta, de Tornatore. 

evangelios chejovianos, 2


Masha, Irina y Andrei Projórov empiezan el segundo acto de Tres hermanas (1901) como si quisieran volver al primero. Tras atravesar las primeras 23 páginas lamentando su tedio, hecho de una natural inclinación a no trabajar, Olga “está siempre trabajando en su consejo pedagógico”. Masha recuerda con pesar cómo la casaron a los dieciocho años con un profesor que entonces le parecía “extraordinariamente erudito, inteligente e importante”. Todo lo que ahora ya no. Irina dice venir de ser grosera y estúpida al contestar secamente a una mujer que acaba de perder un hijo, cómo su trabajo en telégrafos carece justo de “lo que ella quería, lo que era mi sueño, poesía, ideas…”. Andrei lamenta haberse convertido en secretario de la administración local de Protopópov, mientras sueña, como si durmiera encima de ese muro, con ser catedrático en Moscú. Su esposa, Natasha, tampoco ha perdido el tiempo, convertida en una burguesa mediocre, temerosa y egoísta, a la que pudiera no importarle siquiera, en su abotargamiento, que su marido pierda noche tras noche en el casino. Y mucho menos que, contagiado de estupidez, la describa en el tercer acto como un persona “magnífica, honesta, franca y noble”.
Y sin embargo, es a él –pusilánime, cegado- a quien Chéjov encomendó la definición menos acomplejada, más libre, del mundo, ya sea vía una mirada específica –“algo hay en ella que la rebaja hasta el nivel de un animalillo insignificante, ciego, áspero. En cualquier caso, no es un ser humano”- o más amplia –“nuestra ciudad existe desde hace doscientos años, tiene cien mil habitantes, pero no hay uno solo que no se parezca a los demás… Se limitan a comer, beber, dormir… Luego mueren, y nacen otros que también comen, beben y duermen y, para no reventar de aburrimiento, adoban su existencia con el chismorreo, el vodka, los naipes, los pleitos… Las mujeres engañan a sus maridos y los maridos mienten, fingen que no ven nada ni oyen nada… Los hijos crecen bajo el yugo de una influencia irremediablemente chabacana, la chispa divina se extingue en ellos y se convierten, como sus padres y sus madres, en sórdidos cadáveres parecidos los unos a los otros”.
De no morir tan joven, Chéjov, que en 1890 viajó hasta la isla de Sajalín, en el pacífico, para escribir sobre la colonia penitenciaria que allí quedara como un fósil, y que hubiera viajado años después, condenado por Stalin, hasta Siberia, habría podido, de no saberlo aún, entender del todo que tras la muerte lenta que allí viera –negligencia, desdén, impotencia, desesperanza y miseria- solo esperaba uno de esos futuros negligentemente pensados que sus personajes pugnaran sin cesar. 

miércoles, 28 de agosto de 2013

evangelios chejovianos, 1


Hay varias formas de combatir lo que se desea evitar y Chéjov eligió una original: para huir del teatro que se estilaba en su día –comedias insulsas, farsas ridículas y dramones sentimentales en la definición de Juan López-Morillas- introdujo justo esos formatos en sus obras, adjudicando aquí y allá lo insulso sin gracia, lo ridículo sin verdad y lo sentimental desaforado. Se necesitaban cebos reconocibles si se pretendía llenar de dinamita otros menos habituales. Y a ello se aplicó: incluso antes de que Treplyóv y Trigórin atravesarán La gaviota dilucidando las necesidades éticas y expresivas del teatro de su tiempo, el desdichado Ivánov ya se había pegado un tiro hastiado de verse convertido en un personaje que odiaba.
Chéjov no ahorró versiones de ese malestar que él mismo debía sentir como una peste: terratenientes rurales venidos a menos o a un paso de serlo, ahogados en sus contradicciones o en un tedio que les transformaba paulatinamente en árboles mientras las clases recientemente llegadas a la burguesía recorrían el camino inverso hasta ser hachas nítidas. En hombres y mujeres, formas del idealismo brotado en la modestia –a veces suicida- que rivalizan con la negrura que gestaba la indolencia posada como una manta opaca sobre la más indefensa de las generaciones acomodadas. En jóvenes o ancianos, una misma incapacidad para amar sin convertir lo que se ama en algo disecado. En las clases altas, la parálisis que lleva al exilio sin necesitar siquiera de la maldad enfrente, una inmovilidad a la que basta su ceguera, su sordera, el patetismo de la voluntad más laxa. En los campesinos y los siervos, un fatalismo que conviviera con las convicciones más erradas. En todos, un malestar o un conformismo que hace insoportable la vida, que pide un médico o un disparo.
Educado en un cristianismo despótico por su padre, director del coro de la parroquia de una de las miles de iglesias que parecen poblar cada uno de los núcleos urbanos del país, Chéjov iba a escribir sobre la mirada que aún hoy persiste en quienes, como turistas, llenan hoy esas mismas iglesias: la de quienes contemplan paralizados semejante caudal, la de quienes, desde los frescos y los relieves en las paredes y el techo, asisten igual de paralizados a lo que les contempla y pregunta. 

tu mano contra ti


Un siglo antes de que stalin lo convirtiera en el eje mismo del terror paranoico con que se manejó su régimen durante décadas, el contagio del crimen presunto que podía pasar del acusado al acusador, del prisionero al vigilante como si de una espora se tratara, ya se daba en Rusia en 1840 cuando, citado por Kapuscinski, el general polaco Kopéc, trasladado a Siberia en algo parecido a un baúl, desprovisto de nombre, reducido a un número, acarreaba sobre quienes le transportaban y vigilaban la amenaza del peor de los contagios –el de atraer acaso idéntico castigo con solo hablar con él, con solo saber su nombre o porqué viajaba confinado en un baúl. Diluir la definición de culpabilidad está en el origen de la sospecha, del miedo, de la delación, finalmente, de cualquier forma de autoridad que no necesita dar explicaciones. “En el estalinismo alguien pegaba a otros en su calidad de oficial interrogador, después lo metían en la cárcel y le pagaban a él, cumplida la condena salía y se vengaba. Era un mundo de círculo cerrado”-cuenta Kapuscinski. Incluso en el momento más decisivo, la confusión iba a jugar a favor de stalin: cuando la alemania nazi fue derrotada en Leningrado, la guerra real y la ideológica eran ya indistinguibles, de tan apretadas en el podio. Los honores ganados allí se condecoraron aquí. Después de años interminables de desnutrición, crimen y despojo, quién no querría camuflar en el pinchazo de la medalla el del hambre.

preferiría que me leyeran


Nacidos con apenas dos años de diferencia, separados por miles de kilómetros, Melville y Dostoyevski vivieron vidas próximas en desdicha, y si Melville vivió para leer acaso la primera traducción al inglés de Crimen y Castigo, es dudoso que Dostoyevski llegara a leer en ruso Moby Dick. Siendo ambos víctimas del desprecio, cuando no, en el caso de Dostoyevski, del castigo severo por lo escrito, en un periodo de seis años produjeron opuestas traducciones de un tema que ambos experimentaron hasta la amargura: el sentirse escritores a merced de fuerzas que les ignoraban o les embestían a ciegas. Y si la ira volcada por Dostoyevski en Un episodio vergonzoso (1862) es comprensible, asombra la compasión profunda que Melville volcara en Bartebly (publicada en su forma definitiva en 1856) hacia los dueños del destino de los infelices, dado que por entonces ya había experimentado el traumático desdén con que su obra maestra fuera recibida dos años antes. La vida paralela de ambos escribientes –Pseldonimov en Dostoyevski, y Bartebly en Melville- empieza y acaba en la misma parálisis, en la misma fragilidad absoluta y sin salida que les aboca a un destino al que improbablemente tienen la más mínima objeción, ni fuerzas para intentarlo ni apoyos en que pensarlo. Incluso antes de trabajar durante casi veinte años en una notoriamente corrupta oficina de aduanas en Nueva York, Melville debía saber que de los dos extremos planteados en su relato, el más evidente –Bartebly- era el menos fantástico de ambos, que el abogado compasivo y extremadamente humanitario que acogiera a aquel en su oficina, y se ofreciera a hacerlo en su casa, no necesitaba viajar hasta el relato de Dostoyevski para encarnarse más fiable, más verídicamente, en el vergonzoso consejero de estado Ivan Ilich Pralinski. Y sin embargo, el patetismo y la impunidad que atraviesan la novela de Dostoyevski son, en Melville, relato conmovedor del afecto que viaja de quien no debía sentirlo hacia quien no podía permitirse rechazarlo. La tumba del escribiente Dostoyevski en San Petersburgo parece pagada por aquel abogado. La de Melville, en el Bronx, discretamente tolerada por Pralinski. 

martes, 27 de agosto de 2013

la fricción diaria



Si C. tiene razón y sus veinte años en Moscú importan, la corrupción perméa esta sociedad con la discreción que da parcelarla en actos pequeños, casi insignificantes, y la normalidad que trae saber de su uso generalizado. Un hombre que lleva pequeñas antigüedades al médico que atiende a su hija en el hospital; uno que lleva electrodomésticos portátiles al profesor que prepara a su hijo; la mujer que en la fábrica entrega, como todos, su voto al director para que éste pueda llevarlos al colegio electoral. Paradójicamente, los casos más invisibles son también los más enormes: cuenta Luis Matías López cómo “un canje de petróleo por alimentos derivó hacia la importación de la décima parte de los productos previstos y la exportación ilegal de una cantidad de oro negro cinco veces superior, parte de la cual terminó en España. Según el empresario estafado, los 49 millones de dólares escamoteados en el camino engrasaron toda la cadena de corrupción en Rusia y fuera de ella, y financiaron operaciones militares encubiertas en Chechenia y Abjazia y en la financiación ilegal de partidos. Yeltsin aseguró en 1993 que su país estaba “comido por la corrupción desde lo más alto a lo más bajo”. Y en 1997, denunció que el alcance de las bandas criminales alcanzaban a jueces, diputados, fiscales., generales e inspectores fiscales. Dos años más tarde habría podido incluir a ministros, alcaldes, gobernadores e incluso miembros de su círculo familiar y político más cercano”.
El soborno y sus premios solo funcionan a escala 1:1 (igualdad de ganancia para ambos lados) si quien participa en ellas no puede maximizar lo que gana. Y preguntarse qué grado de complejidad pueda alcanzar cuando lo que está en juego son cientos o miles de millones de euros es superfluo. Como en España, la corrupción de bolsillo, el fraude tan discreto como automatizado, es cuanto necesitan los dueños del dinero para perpetuar sus expolios a la luz de las elecciones o de las cotizaciones bursátiles -“Las privatizaciones y la corrupción infinita que las acompañó dejaron en manos de antiguos directores y miembros de la nomenklatura comunista el control de grandes empresas, permitieron la aparición de imperios económicos convertidos en grupos de presión política capaces de reelegir a un Yeltsin enfermo e impopular o de mantener, derribar o nombrar gobiernos ineficaces pero que defendían sus intereses. También permitió que el crimen organizado accediese a una buena porción de la tarta estatal, en colusión con altos y medianos funcionarios del Estado y con hombres de negocios. Se suele dar por válido el dato de que las mafias invierten en sobornos el 50% de sus beneficios antes de impuestos.” –cita López.
Basta alcanzar un nivel de prosperidad suficiente, o su horizonte verosímil, para que las revoluciones no salgan rentables a quienes las saben necesarias, y el triunfo más triste del poder en manos corruptas –aquí, allí- es haber entendido lo que los zares en el siglo XIX o los aristócratas franceses en el XVIII no supieron ver: que la versión más suave de una revolución, su alternativa civilizada –la protesta dirigida al cambio social- es una quimera sin fuerza para avanzar, adormecida, lastrada por lo que se teme perder a cambio de lo que se necesitaría ganar. El médico, el profesor, el director de la fábrica que cita C., difícilmente son los grandes beneficiados de la corrupción, asi que por fuerza habrán de ser el otro lado: las víctimas complacientes del sistema. Como en nuestro país, quién querría entenderlo. 

las pistas que vas dejando


Como si el tamaño de sus palacios no fuera ya faro suficiente que acaba atrayendo a quienes vienen a derrocarlos, se llega al interior de los palacios de Santa Catalina y de Peterhof como al índice de un manual de instrucciones de qué hacer con una dinastía imperial: si los reflejos dorados de los sendos salones por los que hoy comienza el resto del recorrido no te han cegado aún, puedes emplear la vista que te quede en apreciar en lo que valen los cuadros enormes al principio del paseo por Peterhof: escenas bélicas con barcos en llamas, en ellos ahogados, cadáveres por doquier, hombres degollando a quienes llegaban nadando a la orilla… en casa de un matarife tendrían un sentido más claro que el que sugiere saberlos en medio del lujo más obsceno, por cuyos suelos debían pasar cada día sus inquilinos e invitados riendo, celebrando la vida. “Majestad, bendito sea el día en que el fuego devore los registros de blasones con su ufanía nobiliaria y sus intrigas” –escribió Pushkin en Boris Godunov. Acostumbrados gracias a sus frondosos bosques a edificar ciudades de madera que las llamas devoraban puntualmente, solo los palacios e iglesias construidos en ladrillo y piedra albergaban una oportunidad. El nazismo no contempló esa sutileza y arrasó los palacios que no tumbó el orgullo ruso al saber que hitler tenía ya fecha para cenar en alguno de ellos. Reconstruídos para el turismo como museos, son a la Rusia de los zares lo que las iglesias elegidas para hablar de ateismo bajo su dictadura.  

bala que vuelve al cañón


Si el eco del cañón que disparara hacia Polonia las cenizas de Gregorio Otrépiev, el monje que se hiciera pasar por heredero de Iván IV en 1605, se había desvanecido ya mucho antes cuando Tolstói nació en 1828, el eco de la obra de Pushkin apenas comenzaba a asentarse plenamente cuando Tolstói escribió en 1898 El padre Sergio, relato de la aventura inversa: un príncipe destinado a la grandeza que acaba pronto en monje dudoso. La abadía de la que saliera Otrépiev para aspirar a una farsa con más futuro pudo haber tenido una biblioteca, y en ella, quizá el texto –Ricardo III- que Shakespeare escribiera solo doce años antes sobre un príncipe que finge recluirse en una abadía para poder fingir más adecuadamente el rechazo al trono que… ha encargado se pida para él. Si el monje Otrépiev no lo leyó, sí lo hizo Pushkin, quien en 1825 incluiría en su Boris Godunov la reclusión de éste en una abadía para en ella mejor fingir desinterés hacia el trono que se le ofrece y por supuesto ansía. En un país donde tan familiares parecen los pasillos entre las ventajas de la renuncia fingida y el obvio apetito por el poder, ver en su actual presidente al zar que probablemente es, suena menos a prueba del delito que a tradición. 

lunes, 26 de agosto de 2013

la hoz y el apóstol


En el proceso que aprovechaba la cortina de humo dejada por las demoliciones de las iglesias para erigir  parecidos altares con símbolos solo ligeramente nuevos, stalin sumó al simbolismo profético del revolucionario incomprendido que cuenta el nuevo testamento, la ira explícita que alberga el antiguo. Lo que no lograra una aceptación del mesías nuevo basada en la familiaridad histórica con “zares impostores, falsos profetas, iluminados y fanáticos santones”, lo iba a lograr, vía deportación, la represión salida de esa otra imagen advertida en los oficios religiosos durante siglos –la justicia de las siete plagas. La confluencia de desdicha y fortuna tragicómica que recayera sobre las iglesias no volatilizadas lo cuenta Kapuscinski en El imperio: “las iglesias que mejor se han conservado son las que los bolcheviques convirtieron en centros de lucha contra la religión. Llamados Museos del ateismo, se convirtieron en sedes de exposiciones permanentes que explicaban que la religión era el opio del pueblo. Inscripciones y dibujos decían que Adán y Eva eran personajes de cuentos de hadas, que los curas quemaban en piras a las mujeres, que los papas tenían amantes y que los monasterios eran nidos de homosexuales. Había miles de estas exposiciones por todo el país, y, cuando tiempo ha alguien venía al Imperio, la visita a un museo del ateismo era parada obligatoria en el programa. Estas fueron las mejor libradas. Las otras fueron convertidas en caballerizas, establos, depósitos de combustible, almacenes, etc.”
Cita cómo desde octubre de 1917 fueron destruidos entre veinte y treinta millones de iconos. También su destino: como dianas en los campos de tiro. Como esteras para cubrir en las minas pasillos siempre inundados. Como material para hacer cajas de patatas. Como tabla de cocina sobre el que cortar carne y verduras. Para alimentar chimeneas y estufas. Directamente en piras públicas. Extraído de la misma metáfora, y del mismo libro, en la que lo que no servía por socialmente nocivo, servía para ser destruido de una forma solo algo más práctica, el icono del estalinismo y asesino a cargo de los campos de la muerte de Kolymá –stepán garanin, herrero, semianalfabeto- que nada más llegar a su nuevo cargo en diciembre de 1937 preguntara si hay presos que se escabulleran del trabajo para, acto seguido, ejecutarles con su propia pistola. Unos metros más adelante, iba a repetir la pregunta, inquiriendo sobre los obreros que trabajaran más de lo normal, más de lo que se les pidiera. Se le entregó una pistola nueva. Disparó hasta matar a todos. 

ser y no ser


301 años desde que fuera nombrada capital imperial por Pedro I, la ciudad que pugnara por ser el corazón del país, su capital administrativa, podría haber logrado en la actualidad algo que a aquel zar habría agradado más: ser un pie puesto en otro lugar, acaso en Venecia o Estocolmo. A cambio, el turismo ha traído de esas mismas ciudades una reubicación mental de lo que sus más renombrados edificios significaran durante siglos, y así, si en San Petersburgo el Palacio de Invierno que fuera, durante dos siglos, residencia oficial de los zares, es hoy territorio invadido a diario por miles de personas dispuestas a recorrer el museo Hermitage que alberga en la actualidad, en Moscú uno no termina de creerse que el Kremlin que recorre como quien un parque temático fuera, hace nada, guarida impenetrable de dictaduras sanguinarias. O que la expedición de jubilados estadounidenses que transita plácidamente por el Museo de la cosmonáutica lo haga apenas unas décadas después de que todo lo que en él se expone fuera concebido como un arma más de la guerra fría contra su país. Cuenta Luis Matías López en La huella roja cómo el astronauta Serguéi Vasílievich Avdéyev describía la primera ley que conviene observar en el espacio -“si coges algo, luego debes dejarlo en el mismo lugar y en la misma posición en que lo encontraste”. 

crimen y repetición


Fatigado por el viaje, lo primero que ve uno realmente de San Petersburgo, lo primero que te hace entender dónde te hallas, sucede en las escaleras del suntuoso y deteriorado edificio de Perspectiva Nevsky que llevan al apartamento donde nos esperan. Si la casa en la que Dostoyevski ubicara a Raskólnikov, el escenario probable, figura en las guías como dos edificios separados por unos pocos pasos, bien pudiera ser que la escalera en la que éste se refugia tras asesinar a la anciana fuera esta que, al otro lado de la ciudad, subimos para dejar las maletas. Publicada cuatro años antes de que Raskólnikov purgara su crimen en Siberia, pero contando la suerte mimética de Alejandro Petróvich en esa misma cárcel por similar causa, Dostoyevski describiría en La casa de los muertos la necesidad de ficción que mejor entendiera, no la de Raskólnikov, no la de Petróvich, sino la suya propia: enviado a Siberia durante cinco años, él era ya ambos -“En esta obra, como en las precedentes, había que suplir con la imaginación lo que no veían los ojos. A guisa de telón de fondo colgaba una especie de tapiz o cobertor; a la derecha habían colocado unos biombos destartalados; a la izquierda, sin cerrar, se veía una cama. Pero los espectadores no eran muy exigentes y estaban dispuestos a completar con su imaginación lo que faltaba en la realidad. A partir del momento en que se les decía que aquello era un jardín, una habitación o un camino, lo veían así, sin ningún género de duda.”