Fatigado por el viaje, lo primero que ve uno
realmente de San Petersburgo, lo primero que te hace entender dónde te hallas,
sucede en las escaleras del suntuoso y deteriorado edificio de Perspectiva
Nevsky que llevan al apartamento donde nos esperan. Si la casa en la que
Dostoyevski ubicara a Raskólnikov, el escenario probable, figura en las guías
como dos edificios separados por unos pocos pasos, bien pudiera ser que la
escalera en la que éste se refugia tras asesinar a la anciana fuera esta que,
al otro lado de la ciudad, subimos para dejar las maletas. Publicada cuatro
años antes de que Raskólnikov purgara su crimen en Siberia, pero contando la
suerte mimética de Alejandro Petróvich en esa misma cárcel por similar causa, Dostoyevski
describiría en La casa de los muertos la necesidad de ficción que mejor
entendiera, no la de Raskólnikov, no la de Petróvich, sino la suya propia: enviado
a Siberia durante cinco años, él era ya ambos -“En esta obra, como en las precedentes, había que suplir con la
imaginación lo que no veían los ojos. A guisa de telón de fondo colgaba una
especie de tapiz o cobertor; a la derecha habían colocado unos biombos
destartalados; a la izquierda, sin cerrar, se veía una cama. Pero los
espectadores no eran muy exigentes y estaban dispuestos a completar con su
imaginación lo que faltaba en la realidad. A partir del momento en que se les
decía que aquello era un jardín, una habitación o un camino, lo veían así, sin
ningún género de duda.”
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