martes, 27 de agosto de 2013

la fricción diaria



Si C. tiene razón y sus veinte años en Moscú importan, la corrupción perméa esta sociedad con la discreción que da parcelarla en actos pequeños, casi insignificantes, y la normalidad que trae saber de su uso generalizado. Un hombre que lleva pequeñas antigüedades al médico que atiende a su hija en el hospital; uno que lleva electrodomésticos portátiles al profesor que prepara a su hijo; la mujer que en la fábrica entrega, como todos, su voto al director para que éste pueda llevarlos al colegio electoral. Paradójicamente, los casos más invisibles son también los más enormes: cuenta Luis Matías López cómo “un canje de petróleo por alimentos derivó hacia la importación de la décima parte de los productos previstos y la exportación ilegal de una cantidad de oro negro cinco veces superior, parte de la cual terminó en España. Según el empresario estafado, los 49 millones de dólares escamoteados en el camino engrasaron toda la cadena de corrupción en Rusia y fuera de ella, y financiaron operaciones militares encubiertas en Chechenia y Abjazia y en la financiación ilegal de partidos. Yeltsin aseguró en 1993 que su país estaba “comido por la corrupción desde lo más alto a lo más bajo”. Y en 1997, denunció que el alcance de las bandas criminales alcanzaban a jueces, diputados, fiscales., generales e inspectores fiscales. Dos años más tarde habría podido incluir a ministros, alcaldes, gobernadores e incluso miembros de su círculo familiar y político más cercano”.
El soborno y sus premios solo funcionan a escala 1:1 (igualdad de ganancia para ambos lados) si quien participa en ellas no puede maximizar lo que gana. Y preguntarse qué grado de complejidad pueda alcanzar cuando lo que está en juego son cientos o miles de millones de euros es superfluo. Como en España, la corrupción de bolsillo, el fraude tan discreto como automatizado, es cuanto necesitan los dueños del dinero para perpetuar sus expolios a la luz de las elecciones o de las cotizaciones bursátiles -“Las privatizaciones y la corrupción infinita que las acompañó dejaron en manos de antiguos directores y miembros de la nomenklatura comunista el control de grandes empresas, permitieron la aparición de imperios económicos convertidos en grupos de presión política capaces de reelegir a un Yeltsin enfermo e impopular o de mantener, derribar o nombrar gobiernos ineficaces pero que defendían sus intereses. También permitió que el crimen organizado accediese a una buena porción de la tarta estatal, en colusión con altos y medianos funcionarios del Estado y con hombres de negocios. Se suele dar por válido el dato de que las mafias invierten en sobornos el 50% de sus beneficios antes de impuestos.” –cita López.
Basta alcanzar un nivel de prosperidad suficiente, o su horizonte verosímil, para que las revoluciones no salgan rentables a quienes las saben necesarias, y el triunfo más triste del poder en manos corruptas –aquí, allí- es haber entendido lo que los zares en el siglo XIX o los aristócratas franceses en el XVIII no supieron ver: que la versión más suave de una revolución, su alternativa civilizada –la protesta dirigida al cambio social- es una quimera sin fuerza para avanzar, adormecida, lastrada por lo que se teme perder a cambio de lo que se necesitaría ganar. El médico, el profesor, el director de la fábrica que cita C., difícilmente son los grandes beneficiados de la corrupción, asi que por fuerza habrán de ser el otro lado: las víctimas complacientes del sistema. Como en nuestro país, quién querría entenderlo. 

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