Si C. tiene razón y sus veinte años en Moscú
importan, la corrupción perméa esta sociedad con la discreción que da
parcelarla en actos pequeños, casi insignificantes, y la normalidad que trae
saber de su uso generalizado. Un hombre que lleva pequeñas antigüedades al
médico que atiende a su hija en el hospital; uno que lleva electrodomésticos portátiles
al profesor que prepara a su hijo; la mujer que en la fábrica entrega, como
todos, su voto al director para que éste pueda llevarlos al colegio electoral.
Paradójicamente, los casos más invisibles son también los más enormes: cuenta
Luis Matías López cómo “un canje de
petróleo por alimentos derivó hacia la importación de la décima parte de los
productos previstos y la exportación ilegal de una cantidad de oro negro cinco
veces superior, parte de la cual terminó en España. Según el empresario
estafado, los 49 millones de dólares escamoteados en el camino engrasaron toda
la cadena de corrupción en Rusia y fuera de ella, y financiaron operaciones
militares encubiertas en Chechenia y Abjazia y en la financiación ilegal de
partidos. Yeltsin aseguró en 1993 que su país estaba “comido por la corrupción
desde lo más alto a lo más bajo”. Y en 1997, denunció que el alcance de las
bandas criminales alcanzaban a jueces, diputados, fiscales., generales e
inspectores fiscales. Dos años más tarde habría podido incluir a ministros,
alcaldes, gobernadores e incluso miembros de su círculo familiar y político más
cercano”.
El soborno y sus premios solo funcionan a escala
1:1 (igualdad de ganancia para ambos lados) si quien participa en ellas no
puede maximizar lo que gana. Y preguntarse qué grado de complejidad pueda
alcanzar cuando lo que está en juego son cientos o miles de millones de euros
es superfluo. Como en España, la corrupción de bolsillo, el fraude tan discreto
como automatizado, es cuanto necesitan los dueños del dinero para perpetuar sus
expolios a la luz de las elecciones o de las cotizaciones bursátiles -“Las privatizaciones y la corrupción
infinita que las acompañó dejaron en manos de antiguos directores y miembros de
la nomenklatura comunista el control de grandes empresas, permitieron la
aparición de imperios económicos convertidos en grupos de presión política
capaces de reelegir a un Yeltsin enfermo e impopular o de mantener, derribar o
nombrar gobiernos ineficaces pero que defendían sus intereses. También permitió
que el crimen organizado accediese a una buena porción de la tarta estatal, en
colusión con altos y medianos funcionarios del Estado y con hombres de
negocios. Se suele dar por válido el dato de que las mafias invierten en
sobornos el 50% de sus beneficios antes de impuestos.” –cita López.
Basta alcanzar un nivel de prosperidad suficiente,
o su horizonte verosímil, para que las revoluciones no salgan rentables a
quienes las saben necesarias, y el triunfo más triste del poder en manos
corruptas –aquí, allí- es haber entendido lo que los zares en el siglo XIX o
los aristócratas franceses en el XVIII no supieron ver: que la versión más suave
de una revolución, su alternativa civilizada –la protesta dirigida al cambio
social- es una quimera sin fuerza para avanzar, adormecida, lastrada por lo que
se teme perder a cambio de lo que se necesitaría ganar. El médico, el profesor,
el director de la fábrica que cita C., difícilmente son los grandes
beneficiados de la corrupción, asi que por fuerza habrán de ser el otro lado:
las víctimas complacientes del sistema. Como en nuestro país, quién querría
entenderlo.
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