Mientras Ray Bradbury escribía en 1953 sobre un
hombre –Montag- que se refugiaba de una dictadura en unos bosques habitados por
hombres que memorizaban libros, al mismo tiempo en una región de Siberia, entre
bosques parecidos, acaso Klavdia Mironova acogía en su casa un hombre que
llegara huyendo de una dictadura similar. “llevaba
papel y pinturas –cuenta Kapuscinski-
lápices de mina y de colores. Con su barca seguía el curso del Lena,
deteniéndose en aldeas y jutores, y a partir de fotografías pequeñas, de carnet
escolar o de pasaporte, pintaba para las madres los retratos de los hijos muertos
en la guerra. Le pagaban cuanto podían. Y vivía de ello… A salvo en las
extensiones inmensas, donde la falta de caminos permitían pasar inadvertido,
allí sobrevivieron comunas de heterodoxos. Sobrevivieron al zar, a los
bolcheviques, nadie sabía dónde estaban. Durante todo el estalinismo Klavdia no
vio a un solo extraño”. El secreto de la supervivencia era el tocino. Las
conservas de tocino permitían memorizar la vida y la libertad. Un libro de
cocina es lo último que hubiera esperado Montag.
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