jueves, 16 de enero de 2014

desusar el uso



Las botellas de plástico que contuvieran agua son empleadas para guardar la arena del desierto que te traes de vuelta. Los euros que alguien dejara en sus comercios o cambiados por moneda local tiempo atrás, te son ofrecidos hoy por los niños a cada paso. Los camellos que en medio mundo simbolizan el primer regalo del año transportan aquí el regalo mismo, en forma de turismo. Paradojas, reversos, mutaciones. La mirada nueva que sobre algunas partes de tu vida te espera a la vuelta, fugazmente, al cruzar la puerta de tu casa, se adquiere tan fácilmente como se pierde, al alejarse en el tiempo el estímulo. Cuanto te sobra, cuanto no usarás, cuanto tienes solo porque para eso lo venden. Tu oportunidad de distinguirlo dura lo que tardas en considerar inadmisible las pelusas que se han congregado bajo la mesa del salón en tu ausencia, lo que te lleva guardar la botella llena de arena en la vitrina que guarda tesoros similares. Los innumerables trozos de periódico cuya lectura demoras, los libros dejados a medio leer, el amor a medio amar. La claridad en las prioridades llega incluso a los sentimientos, que parecen ponerse en su sitio por un breve tiempo. Preguntado M- -traductor, guía- por esa otra muerte tan invisible como presente –los escorpiones-, responde que hibernan, enterrados. ¿Y en verano? –preguntamos. Cada uno con su suerte –responde. Esa otra botella que vacías y llenas de cosas opuestas. 

el bazar de Noé


Una vez en casa, la veintena de figuritas talladas en piedra semejan un belén donde los animales se hubieran comido a la familia fundadora del Cristianismo, aunque la disposición final en la estantería más recuerde a la expedición que se encaminara hacia el arca, que en esa parte de la casa es la cafetera. Negociar en un bazar de cualquiera de las poblaciones de esta parte del país se parece también a eso: ir a comprar un objeto cuyo valor, en el regateo, va y vuelve del arca a la cafetera sin que al vendedor parezca importarle mucho disimular que en su cabeza conviven los dos a capricho. Preguntado tres veces en cinco minutos, el precio de un objeto puede ascender o despeñarse sin un patrón reconocible, como si el esfuerzo por hacerlo parecer en su fabricación más antiguo de lo que es alentara y desalentara la misma espiral en quien lo oferta. La fatiga del vendedor, atada a la fatiga de los materiales. Regatear lo que vas a comer y lo que te colgarás del cuello, a quienes te abordan a cada paso y a quienes, de ser mujer, pueden perseguirte en un zoco para preguntar si quieres un beso con lengua o algo más. Negociar el frío helador de la noche sahariana como quien regatea sin esperanza. Regatear alerta en la fila de entrada en la frontera de Melilla. Regatear en la olla el dedo de una mujer española en busca del pollo que no hay. Regatear la manta que no llega, la foto que no es gratis. Un bazar donde el valor de las cosas cambia como las partes del desierto. Un desierto al que se va a cambiar unas cosas por otras, quizá mejores, quizá solo más antiguas. En la noche que da paso a un nuevo año, éste se celebra dos veces: el que entra en España y el que en la franja horaria local. Y no sabrías encontrar una diferencia. Por un momento, incluso aquí todo tiene finalmente un mismo valor. 

martes, 14 de enero de 2014

Uliserráneo


Lo que los designios de Zeus dictaran para Ulises el extraviado hace dos mil años podría lograrlo la ausencia de una brújula en nuestros días sin que el Mediterráneo que viera la odisea del héroe griego necesite hoy más espacio que el que media entre Melilla y Almería. Impone imaginar el horizonte heroico de atravesarlo en patera con solo otear el horizonte real a bordo de uno de los barcos que lo cruzan a diario. Y qué peor odisea que una que se emprende para poder regresar a casa y que consiste en alejarse de ella con cada ola que embiste el casco. Pasar una noche helada en el desierto, a dos horas de camino de Merzouga, no da para imaginar lo que el viento pueda hacer al encrespar el océano de dunas que surcas al caminarlo. Pero cuántos de quienes arriesgan sus vidas a merced del oleaje del Mediterráneo no sentirán, con suerte, que las dunas negras que se abaten sobre ellos son solo el mismo camino antiguo, milenario, que fuerza al hombre a combatir lo inhóspito con lo desesperado, el frío del hambre con el que viene de las rutas que escogen para navegarlo. Como si honraran la aventura inhumana y el miedo de cruzarlo en barcas atestadas de gente que ni nadar sabe a veces, en el interior del Ferry que se bambolea con el temporal entrante, muchos de quienes viajan en la zona de butacas lo hacen tumbados en el suelo en vez de en sus asientos. 

Siberia con sol


Mijáil Platónov, que esquivó milagrosamente acabar sus días en Siberia solo para ver cómo Stalin enviaba a su hijo a morir de lo que él se librara, habría encontrado fiel y amargamente contradictoria la existencia de Ghali Zuber, ingeniero saharaui que viviera en Siberia seis años mientras estudiaba en la década de los noventa. Si aquel se precipitara a los infiernos con su novela La excavación (1931), acerca de un grupo de condenados a no lograr nunca lo que su país les encarga, Zuber saldría de Siberia para regresar a un país prisionero del mismo destino aparente. Si Platónov pugnara por redimirse a ojos del aparato represor escribiendo Dzhan (1934), la historia de un pueblo que vaga por el desierto sin que el punto de partida y el de llegada difieran en miseria, Zuber habita un mundo donde ni los campamentos tolerados en el exilio argelino ni los asentamientos nómadas en el país que se dice dueño del suyo han de ver su prosperidad separada por una oveja o un pozo de más. Platónov, que como Zuber, penó como ingeniero en el mundo real parecidos dramas a los que su creación, el ingeniero Chagatáyev, agonizara en Dzhan, habría visto cómo la única esperanza de su pueblo –las ovejas que, en un gran recorrido circular- recorrían la estepa siberiana en busca de las hierbas que tardaban un año en volver a crecer después de devoradas, son, en esta estepa marroquí tan próxima a Argelia, el rebaño habitual. Su metáfora, convertida en precariedad domesticada. Stalin también habría preferido esta versión.

lunes, 13 de enero de 2014

un rato en el neolítico



El paseo por las Gargantas del Todra halla a su paso, en la parte más alta de la montaña, una casa bereber. En ella, mujeres, niños, una gallina que te libra de pensar que allí ordeñan a las piedras. En la inmigración marroquí -dice I.- es la mujer la que se apaña, la que lucha y la que aguanta mientras los hombres se entregan al desaliento. Quizá porque para alguien habituado a vivir en otro tiempo, hacerlo en un espacio extraño y hostil ha de ser solo el mismo día pedregoso pero extraña, prodigiosamente domesticable. 

un canal más

texto en proceso

domingo, 12 de enero de 2014

cachivaches de la identidad


El analfabetismo y la indolencia son, en la definición de I., rasgos usados y ubicuos que, como los que vemos negociar en el mercadillo de Rissani, no terminaran nunca de abandonarse a pesar de su aspecto. Desconfían de sí mismos más de lo que se diría recelan de cosas aparentemente inservibles. No son constantes ni exigentes –sigue- y el desdén con que trabajan –trabajo moro, dicen de sí, despectivamente- quizá hace inevitable el enchufismo y el trabajo precario. Decir “Alá lo quiere” es la forma más rápida de llegar a cualquier tema. Esnifan cola y hay más locos que cachivaches –dice. Y lo que ha de querer decir es que, dejados de cualquier forma, vagamente activados, acaso tantos son la misma cosa. 

la sal de la tierra


La ofensa de un dios que sacara del barro a su creación parece tener que ver con devolverle a la tierra si le falla: si la leyenda que imprime la guía cuenta cómo una rica familia local atrajo la ira de dios al negar hospitalidad a una mujer pobre y su hijo, a resultas de lo cual fueron sepultados bajo los montículos de arena que hoy forman la parte del Sáhara conocida como Erg Chebbi, recorrerla desde la mitología cristiana sugiere un relato similar: como si a la mujer de Lot se le permitiera, siquiera por un instante cada noche, mover un brazo o rascarse dentro de su caparazón de sal, el desierto se antoja un mar petrificado cuyas olas el viento nocturno hiciera crecer o menguar., encresparse o hundirse lentamente. Si Moisés hubiera sabido los años de éxodo que vagaría por el desierto después de liberado de los egipcios, quizá hubiera elegido ver abrirse el desierto, no el mar. 

sábado, 11 de enero de 2014

manta que asfixia



El cielo protector que Paul Bowles pusiera a velar por el escaso sueño de tres turistas norteamericanos en 1949 en su novela del mismo título ha pasado, en los 65 años transcurridos, de proteger a condenar a quienes, como ellos, afrontan el desierto del Sáhara con similar ignorancia acerca de los peligros que les esperan. Robados, chantajeados, mentidos, abandonados a su suerte, dejados morir llegado el caso, lo que no saben cuando se embarcan en un tren, un autobús o una lancha rumbo a un lugar mejor podría no depender de no saberlo. La verdad es probablemente aún más terrible: condenados al desierto económico, social, político, laboral en sus lugares de origen –Sudán, Nigeria, Camerún, Congo-, una enciclopedia a su disposición que describiera minuciosamente los horrores del viaje y el páramo que pudiera esperarles, hacinados, en la isla de Lampedusa o, libres de mendigar, en cualquiera de las esquinas europeas, acaso no cambiara un ápice su decisión de jugarse la vida como si ésta fuera una patera de por sí, varada ya desde su nacimiento. El relato de su periplo –años empleados solo en intentar salir de África, perseguidos por la policía, prisioneros de mafias, expoliados, deportados, mendigos permanentes de medios de subsistencia y de derechos elementales, hace pensar que los afortunados no son los que llegan sino los que fallecen intentándolo. Duele leer en El País 17.1 el relato, tan familiar, de un accidente a bordo de un autobús repleto de emigrantes que parte de la capital de Mali y, 60 km. después, sufre una avería en el eje de la dirección. Alguien saca una guitarra. El diferencial de prosperidad está ahí. El dinero también, solo que en otras ruedas, éstas inmunes a pinchazos –“demasiada gente –escribe José Naranjo- ganando dinero a costa de los migrantes, policías, pasadores, choferes, como para que se detenga este inmenso río de mil afluentes. Será más difícil, más peligroso, más oculto, más osado. Ya lo está siendo. Pero también igual de imparable.”  No se mata delante de la gente –dice una monitora al organizar un juego.

donde salta la liebre


No hay que desperdiciar oportunidades de no entender cómo suceden ciertas cosas: si T. es la única persona que uno conoce que haya estado en Merzouga antes que yo, sucede que otra T. (idéntico nombre) no solo ha estado allí también, sino que posee una casa de adobe en la zona, en Tinejdad. Constelaciones –lo llama C. Y sí. Miras hacia lo alto y lo ves. Están todas aquí. 

lego todo


Así como algunos palmerales surgen en mitad de la nada como un parque temático de la vida y la frondosidad, la carretera que lleva a las gargantas del Todra luce sembrada de montículos a ambos lados, de unos dos metros de altura y otros tantos de diámetro. Son pozos ya abandonados, de los que apenas unos pocos son ordeñados hoy. Ordenados en hileras alineadas despreocupadamente, semejan un modelo a escala de la cordillera del Atlas que asoma al fondo de esta estepa marroquí en la región de Jbel Ougnat. Ray Harryhausen habría visto cosas maravillosas entrar y salir de sus cráteres.  

viernes, 10 de enero de 2014

isla + m


A la iniciativa del líder del socialismo marroquí de prohibir la poligamia y las bodas con menores de edad, y de debatir la legalización del aborto y un reparto de la herencia que no margine, por ley, a la mujer, un clérigo responde con un edicto acusándole de infiel y de apóstata, activando así el mecanismo de su futuro asesinato. Como en toda fe, se asiste aquí a sus manifestaciones en la duda de si son los rasgos de la sociedad los que definen la religión, o si es esta la que modela a quienes la practican. Si la indolencia y la mezquindad de género que permean esta sociedad rural crean una fe de eco público tan explícito y eco privado tan silenciable, o si, por el contrario, es la religión la que ha modelado una sociedad en la que los progenitores que son forzados a educar a sus hijos son los mismos que los casan de adolescentes, llegado el día. Quizá un paisaje árido en verano y en invierno es el propicio para sembrar una sociedad que se llena la boca de religión mientras mal riega comportamientos éticamente incompatibles con ella. Una religión –cualquiera- no existiría si las condiciones de vida existentes cuando se crearon no hubieran sido dramáticas o directamente desesperadas. Y tiene sentido que una sociedad que se les arregla para incrementar su población sin desterrar el drama social explícito preserve intacta su religión como nadie tira un jersey al crecer si sigue siendo de su talla, por ajada que esté. El fervor es real –dice I. Y suena a l mismo diseño textil que encierra en ropajes lo que desearía encerrar entre paredes. O a ese otro fervor, el futbolístico, al que, seguramente para realimentar el equilibrio, algunos de los fieles más logrados llevan a su dios a que aprenda a dar las mismas patadas que ellos, tal y como cuenta El País 14.1 asomara hace poco una gigantesca pancarta en un estadio, augurando la muerte al líder socialista. En el afán humano por desperdiciar cuanto contribuya a entender algo o desterrar la incoherencia que precede al crimen, la mitad más fervorosa de la población femenina israelí vive para procrear, obligada a obedecer, tapada, sometida a matrimonios concertados donde es normal no haberse visto más de un par de veces antes de la boda, impedida de cantar delante de un hombre, donde solo éste puede otorgar el divorcio, donde 4 de cada 10 reciben golpes de sus esposos (Israel Women´s Network). Y para la que vivir exactamente como la mitad femenina de la religión de enfrente, a la que se odia, ha de ser una broma pesada de su dios. Una más. 

cómo empezar una tradición


Teoría sobre cómo hacer fotos allí donde no desean que lo hagas: establecidos grupos de dos, cada uno de ellos se acerca desde un lado al sujeto a fotografiar. Uno hace o simula hacer la fotografía, y cuando el sujeto se levanta para increparle o agredirle, el que hace la foto es el otro. Puede resultar un catálogo de seres sacando cuchillos, sartenes o garrotes de sus ropajes. O comenzar una tradición nacional de corredores de todas las edades. Quizá ambos a la vez. 

jueves, 9 de enero de 2014

Volver como nuevo


Todo es viejo en las proximidades de Merzouga, al noroeste de Marruecos. Los granos de cuarzo anaranjado que forman el Sáhara. El adobe milenario que sostiene sus casas. El sol, el frío nocturno. La vocación comerciante, negociadora, de quienes te fuerzan a inventar el valor de lo que deseas comprar lo que tu paciencia dé de sí. Es viejo el algodón tintado que les cubre, vieja su hospitalidad, su vocación nómada, su resistencia, su perseverancia, su capacidad de adaptación a un medio hostil y yermo. Viejas sus palmeras, sus dátiles, su pericia hídrica. Viejo su conocimiento del cielo estrellado, su aprecio del silencio como un ritmo más. Lo que en las sociedades modernas es invitación permanente al cambio, a la novedad más frugal, es aquí conservación. Lo que el progreso vende como inmovilismo es en este entorno avaro lo que garantiza su supervivencia. Lo antiguo perdura como la información que los genes transmiten para poder crear órganos y huesos. Lo que conoces es lo que te salva la vida. La gente joven aparenta más años. La gente mayor aparenta necesitar menos cosas que antes. Gran parte de la artesanía que compramos está hecha para lucir más antigua de lo que es. Incluso su reloj parece tener más horas, o quizá solo más largas. También su reverso asoma: el niño que atiende la taquilla del Hamman de Rissani lo hace con una permanente cara de susto, como si cobrar y gestionar las mochilas entregadas o vivir rodeado de hombres desnudos no lograra abrirse paso como gesto adulto hasta su rostro. Como demuestra el papel de la mujer, no todas las piezas de la máquina del tiempo están bien engrasadas, pero bastan unos días aquí para sentir que la arena que desplaza el tiempo en la clepsidra parece, en la elegancia y el raro equilibrio con que lo hace, la misma que no cesa de desplazarse imperceptiblemente en el desierto. 

Fabular arena


En un mundo donde a lo real se llega tras sobrevivir no pocas veces a lo imaginario, adentrarse en el Sáhara es una experiencia simultánea: si su frío y su calor son hiperrealistas, caminarlo es recorrer un lugar imaginario. Una vez engullido por él, no solo no sabrías decir dónde te hallas sino también si realmente te has movido del sitio por mucho que tus pies lo hagan. Como si transitaras un mapa imposible, la escala a la que lo observas no modifica su impenetrabilidad: un grano no se distingue de otro más de lo que, desde una posición elevada, una duna es idéntica a la siguiente. Un espejismo no ha de ser aquí más imaginario que creer saber dónde estás. Y el gato que aparece en mitad de la noche podría ser tanto una prueba del oasis al que nos dirigimos, como la de que algo tan masivo, cambiante y hostil pudiera, como el océano de Solaris, tener voluntad propia y sugerir las imágenes que se le antoje. Gatos, camellos, hombres. Lo que dejó escrito Alberto Manguel de los lugares imaginarios habla también de la única forma de pasar por un desierto así: “Somos animales migratorios: estamos condenados a explorar. Algo (la promesa de un edén perdido, de un reino justo y apacible) nos atrae del otro lado del jardín, del río, de la montaña, como si nuestro aquí fuese solamente la causa (o consecuencia) del allá, o del más allá. Los lugares imaginarios existen para satisfacer nuestro deseo de encontrar la felicidad más allá de las fronteras. También su reverso: imaginamos lugares temibles, espejos de los infiernos terrestres”.

miércoles, 8 de enero de 2014

rebajas


Los carteles que decoran las paredes de la escuela muestran una jirafa asomando entre palmeras; niños rubios y pelirrojos jugando en el césped; otros en una bañera. Solo el retrato de una familia en la que los abuelos, padres e hijos podrían compartir casa ha de sonar normal a los niños que se sientan en estos bancos a diario. Sumada la prosperidad explícita que nuestra presencia sugiere incluso antes de abrir una sola caja de lo que dejamos en pueblos, escuela o centro de salud, lo que Lorenzo Silva escribe acerca de la Melilla de final del siglo XX –“a esta ciudad nadie viene si no tiene alguna razón perentoria o ineludible”- podría hablar en realidad de lo contrario: de cómo de lugares tan desolados, uno solo se queda si tiene alguna razón perentoria o ineludible. O quizá no. Cuenta I. –intérprete, nacida en Marruecos y que vive en España desde hace cuarenta años- que trata de convencerles de que perseveren en su cultura, que es decir, en su vida hecha de los trozos contados que permite una zona rural tan hostil. Pero cuántos lo harán por convicción y cuántos por imposibilidad para elegir la otra opción. Y cómo saber si la dignidad que uno percibe en tantos de cuantos ve es, de vuelta, una ambigua idealización de lo que ha de aportar la vida en un país más desarrollado, o solo la visión atónita de una expedición de jirafas que se bajaran de unos todoterreno para husmear entre su algo y su nada. Cuánta de la mendicidad abnegada de que habla Silva no será la distancia que va de una intuición a la otra, la que pide sospechando que también quienes más tienen parecen haber venido a pedir algo de lo que carecen. 

en propiedad


Como los granos de desierto que imposiblemente son de una sola duna, también el granito de medicina, de ropa, de material escolar o de comida que has venido a entregar acaba creando en un viaje de estas características un vaciado de lo individual que puede mirarse en la montaña de ropa dejada en un asentamiento nómada o en esa temperatura polar que impide dormir en Nochevieja, y que al amanecer revela que ni eso es solo tuyo. Cuesta menos considerar como propio lo que te encuentras comiendo o bebiendo en un país extraño, aunque quizá baste calcular lo que aquí pueda atesorar cualquiera –poco- para intentar estar a la altura. Cuenta I. que en el colegio de Almería en que trabaja, muchos de los alumnos marroquíes dicen haber nacido el 1 de enero del mismo año. Habéis vuelto a nacer –repite la mujer que fundara la escuela. Para quien necesite una razón menos mística, siempre queda ese remedio: verlo como una oportunidad única para dejar, por unos días, de ser del todo uno mismo. 

reencarnarse en adobe


A diferencia de nosotros, que tras el accidente nos reencarnamos en un bar, la mujer española que fundara una ong tras un accidente se ha reencarnado en una escuela inserta en uno de los asentamientos nómadas de la región de Mekinés. Si su discurso rezuma más misticismo que pedagogía, es perfecto para el examen que espera al salir de sus muros. Allí, bajo el sol que ciega no menos que los siglos de tradición de los inquilinos del poblado, y ante el censo completo congregado, la lección a los niños se reencarna en asignatura para los padres: la mujer les dice, les grita, adjudicando a Alá la decisión, que el dinero que la ong recaudara para pagar el sueldo del maestro (120 eur./mes) va a servir para pagar al conductor del autobús que les lleve a la capital de la región –Rasidia- donde ellos mismos han de pedir que sea el estado el que pague desde ahora el maestro que la escuela necesita. Para compensar la presunta incomodidad que puedan sentir viéndose aleccionar delante de sesenta espectadores, su expresividad, no digamos el idioma, solo permite especular con su reacción, que no es entusiasta según el canon occidental. Uno ve a esta mujer, que de la nada ha levantado una escuela en medio del desierto, y entiende que ese autobús saldrá de aquí lleno de gente. A una persona se le dice que no. Con un profeta se negocia peor. 

martes, 7 de enero de 2014

de este agua


Una película –La fuente de las mujeres- que cuenta cómo un grupo de mujeres marroquíes intenta conseguir que los hombres canalicen el agua hasta el centro del pueblo sirve para exponer el ejemplo opuesto y más real: una fuente financiada por una ong, instalada en el centro de una población genera una protesta masiva y furibunda de las mujeres de la zona, privadas así de la única forma de salir de casa y socializar: caminar los 5 km. de ida y los 5 de vuelta que les separan del pozo. Asi que el nuevo acaba siendo cerrado. La fuente legal no trata mejor a la mitad de la población marroquí en las zonas rurales. Según I., apenas una tercera parte de la herencia que legalmente correspondiera a las mujeres acaba en sus manos. Y eso es si sus hermanos, tíos o primos no escogen un final peor. Como en el ejemplo real, la fuente central es tan perjudicial para sus derechos como lo sea la periférica: no pocas veces la propia madre es la primera que comercia con su hija al arreglar –qué verbo- un matrimonio temprano, en el que no es infrecuente que los novios esperen al día de la boda para conocerse. Y eso es si se casa. Tener un hijo fuera del matrimonio, incluso si es por violación, supone que el niño acabe en un orfanato. Condenada desde entonces a vivir soltera, ni siquiera la mujer que lo diera podría, con los años, llegar a adoptar a su propio hijo. La prostitución abundante, si no ubicua, cierra un círculo de sumisión y secretismo que tiene, como otros círculos, el problema de lo concéntrico: de lo que, un poco más adentro, un poco más afuera, perpetúa el mismo diseño social. Cuántas de las japonesas que T. viera casadas con marroquíes en esta misma zona hace años serán hoy fuente y cuántas solo mujeres. 

el viaje a ninguna parte


El intercambio cultural llega siete horas antes de lo que lleva al autobús de reemplazo presentarse en el punto del desierto en que estamos: a una media hora de paseo por la estepa pedregosa a mitad de camino entre Melilla y Merzouga, y con el Atlas presidiendo la escena, siete mujeres rondando la treintena se llegan hasta una casa que alberga a una joven de unos quince años, lista para casarse con un hombre que pareciera doblar su edad. Ya entrada la noche, de uno de los camiones que se detienen baja un hombre que se ofrece a traernos lo que necesitemos, que resulta ser bebida y hachís. Y ese es el que mejor llega a entenderlo. Los que apenas ralentizan el paso al rozarnos solo ven un grupo nutrido de turistas que parecieran estar celebrando que hace frío y es de noche en medio de la carretera, que a su vez queda en medio de la nada. Un autobús que es temporalmente un supermercado, que es a su vez una jaima, un bar. Una embajada. Lo es todo autobús repleto de japoneses, italianos, canadienses o chilenos. En nuestro caso, es además el ecosistema perfecto para ser español de forma exhaustiva. Lo que significa, paradójicamente, ser más español que nunca allí donde menos podrías intentar serlo, solo por probar, por estar del todo allí donde has ido. El alarde alcohólico o la competición de decibelios es un rasgo clásico, como la afectividad automática o la generosidad ligada a lo primero. Escribe Lorenzo Silva en Del Rif al Yebala sobre los marroquíes de un mercado de frutas y hortalizas en el que, “sentados en el suelo, hombres y mujeres gastados por el esfuerzo, que pueden ser también quienes los cultivan, son taciturnos, como quien defiende algo que se ha sacado de dentro”. Dos días después, la noche que celebra la entrada del nuevo año son varias noches simultáneamente congregadas en torno al exiguo fuego: una noche francesa, una japonesa, una bereber, una española. Y como quizá ellos, junto a los ratos en que uno desearía ser cualquier cosa menos español, también hay otros –el cancionero español que sigue a la cena- en que no lo cambiaría por nada. El patriotismo ha de ser la longitud del pasillo que va de un estado a otro.

bajo el cielo estrellado


El sonido que emite un autobús al partirse la columna de dirección y desplomarse la parte de delante del chasis es el de un cuchillo que estuviera siendo afilado por la carretera que parte la estepa marroquí en dos, pasado Guercif. Felizmente en el desierto hay más rectas que curvas y quizá eso nos salva. Para compensar, lo que viene después es el posible sueño de un muerto: al pie de las luces delanteras del autobús varado, una fiesta donde se canta, bebe y baila se muestra como un espejismo a ojos de quienes pasan. Sin saber aún que el periplo acabará como empezara –varados en medio del mediterráneo a la espera de que el temporal amaine-, el viaje empieza como merece el paisaje: dejando en tierra de nadie los pies que trajeras.