jueves, 18 de abril de 2013

dice aquí



quien dice allí




por cada imagen que te llevas


El pasado de Estambul, las ruinas tangibles y mentales de un imperio, empleado como primera piedra turística de un formato social occidentalizado ha de tener en su convivencia con la mirada del visitante la misma duda que contiene, entero, a Egipto estos días. Incluso los más fervorosamente religiosos de entre sus ciudadanos han de ver como una fuente de ingresos y aceptación relativa, tanto como contaminante esté obligado a ser, tener diariamente a decenas de miles de turistas concentrados en torno a sus lugares sagrados. Y acaso el favor último de esa conquista sea, llegado el día, entender que el papel de la religión refugiada dentro de las mezquitas es tan anacrónico como pretender que la mirada de los turistas que campan por la zona acotada durante los rezos vea en ello algo más que un museo interactivo de la prehistoria humana. Quienes cruzan hoy el puente de Galata no son, como hace un siglo, los cargados porteadores de los que los estambulíes sentían vergüenza al saberles fotografiados por un occidental. Y quizá por eso mi discreción pretendida al fotografiar los rostros de aquellos con los que nos cruzamos -cámara a la altura del pecho y el dedo apretando un botón mientras mi mirada apunta en otra dirección- genera acaso tanto disimulo por su parte como comprensión de lo normal que encierre el hecho de ser parte viva del exotismo de algo muerto.
Esa mirada no tiene forma de no ser recíproca, pues tan evidente como sea apreciar el mayor grado de relajación y alegría que un turista tiene respecto al natural del lugar, no lo es menos que el contraste es inmediato al ser visual sin remedio: predominando los tonos grises, oscuros, graves o tristes en cualquier caso, en la vestimenta de los estambulíes mayores de cuarenta años -“la moral de humildad, el sentimiento de derrota y pérdida que ha ido cayendo lentamente sobre la ciudad en los últimos ciento cincuenta años, la pobreza y los restos del desplome que también está en la ropa de los estambulíes”-, el colorido con que las hordas de turistas pasean su soltura, que incluye la ridiculez de obligar a jóvenes italianas, españolas o alemanas a ponerse un pañuelo al entrar en una mezquita como si eso añadiera respeto textil a aquello de lo que les separa una galaxia, solo imaginar la costumbre de saberse invadidos por turistas le priva a uno de sorprenderse por lo que sería más lógico –el intento de fotografiar la alegría y la libertad plenas con que mi amiga S. lleva su ser francés por donde va.
“El que mi pasado y mi historia –escribe Pamuk- sean material “exótico” para los viajeros, ni me molesta ni me deprime. Con el mismo entusiasmo, yo encuentro exóticos sus miedos y sus sueños sobre mí. Además, ya fuera movidos por sus sueños, sus obsesiones, la determinación de ampliar sus estudios o por la curiosidad por conocer sus propios límites, ellos se pusieron en marcha y vinieron al lugar que llamo mi hogar, escribieron lo que vieron y mi mundo se filtró en sus escritos e imágenes”.

orden y simetría


“Si para un pintor lo importante no es el realismo de las cosas sino su forma, para un novelista no lo es el orden de los acontecimientos sino su estructura, y para un escritor de memorias no lo es la verdad del pasado sino su simetría” –escribió Pamuk cuando cumplía 30 años de novelista y unos 40 como pintor. Recorrer Estambul por vez primera tiene más que ver con lo segundo que con lo primero. La forma magnífica de su arquitectura, religiosa o no, el bullicio de sus bazares, la separación entre lo público y lo privado que sugiere reservar a tantos hombres para dios y a tantas mujeres para un único hombre sobre la tierra, te llega con un asombro que solo tiene tiempo de ser formal, raramente de aspirar a una comprensión realista, es decir profunda. Y quizá sea mejor así al ver cómo, en una calle angosta, protegido por el bullicio comercial, un hombre de unos cuarenta años, vestido de traje, y escoltado por un semicírculo de adolescentes, saluda con un apretón de manos a los últimos que se incorporan a la banda. A salvo de la verdad, queda la simetría –“los días de sol aparecía de repente un microbús en lo alto de la empinada cuesta, y los actores, iluminadores y el equipo de rodaje que salían de él rodaban una escena… en diez minutos”.

miércoles, 17 de abril de 2013

entre las novedades y los hundimientos


Cuenta Pamuk que en su familia les tranquilizaba que la fe en dios de los pobres y los desesperados fuera verles confiar en alguien que no fueran ellos, la clase acomodada de Estambul en los cincuenta. También cómo “le inquietaba y le daba miedo la devoción hacia un ser ajeno a nosotros. Un miedo que no era temor de dios, sino, como el de toda la burguesía laica turca, temor a la ira de los que creen demasiado en dios”. Lo que cuenta de la distancia frente a la mirada occidental sirve también para explicar la que la mitad “occidental” de la ciudad pudiera sentir respecto de la otra que vive pendiente de los rezos diarios –“a todos nosotros nos preocupa lo que piensan de nosotros los extranjeros, los desconocidos. Si eso enturbia nuestras relaciones con la realidad, si llega a ser más importante que la propia realidad, es que se ha convertido en problemática.” O lo que escribió sobre Ahmet Rasim -“la misma emoción que un botánico puede sentir ante la diversidad y la riqueza de las plantas de un bosque, la sentía él por la occidentalización, por las emigraciones, por los caprichos de la historia y por la diversidad de la ciudad, capaz de crear cada día una novedad, una rareza, un hundimiento o una estupidez”.

agujas de reloj distinto


Incluso hecho de multitudes sentadas a comer en los restaurantes y bares que lo llenan, bajo el puente de Galata late la mismo tránsito que lo recorre por arriba, como si la mezcla de propios y visitantes hiciera a sus calles lo mismo que el cruce de lo otomano y lo bizantino a su arquitectura. Inmerso en ese tiempo hecho de tiempos, Pamuk cita una carta publicada en un periódico en 1929 –“las agujas de los dos grandes relojes que hay ambos extremos del puente (de Karakoy), como las de todos los demás relojes públicos de la ciudad, avanzan a su libre albedrio y se dedican a torturar a muchos estambulíes haciéndoles creer que el vapor que todavía está amarrado al muelle ha salido hace tiempo, o dándoles falsas esperanzas de que el que ha partido hace rato aún sigue allí”. Es el mismo desfase que pondría en hora… el reloj narrativo de Pamuk, llegado el día -“Los muros de los viejos edificios de pisos y de las mansiones de madera derruidas alcanzan, gracias a la falta de cuidados y de pintura, un color específico de Estambul y despiertan en mí una amargura y una apetencia por la observación que me agradan mucho… la pobreza de esa ciudad de la que tan lejos estamos y que nos gustaría ocultar de la mirada de los extranjeros, de los occidentales.”

Pessoano


Pamuk fabuló con un día en el que cuatro de sus personajes favoritos que habitaron Estambul durante su niñez cruzaban sus destinos de forma que uno pasaba delante del otro en el momento en que éste necesitaba hallar una frase, una imagen, un olor encarnado en el paseante oportuno. Quizá porque, como expresó algo más adelante, -“la comprensión del desplome, del hundimiento irreversible de la civilización otomana, proporcionó a los viajeros que pasaron por Estambul en siglos previos un punto de vista poético desde el que podían hablar del pasado sin caer en la nostalgia insustancial, el elogio vacuo de la Historia o los peligros del nacionalismo o el comunalismo violentos, que sufrieron tantos de sus coetáneos.”- la idea necesaria debía, mejor, venir de fuera. Tratadas las piezas que venían a tu encuentro con las que huían, el Estambul de Pamuk es uno entre el desgarro y la huida que se quedaba a vivir entre sus ruinas.
Así, saberse musulmán estadístico en un estado musulmán ha de tener que ver en Turquía con ese Bósforo mental que pudiera, simultáneamente, separar y unir la sensación de reconocerse occidental pese a habitar un espacio que renunció a ello, escogió ser otra cosa y luego dejó a sus ciudadanos la libertad relativa de ser ambas cosas a la vez. Extracta Pamuk cómo, si en 1453 para occidente tuvo lugar “la caída de Constantinopla” y para los orientales “la conquista de Estambul”, también “a principios del siglo pasado, la mitad de la población de Estambul no era musulmana y, de los no musulmanes, la gran mayoría eran rumíes, los herederos de los bizantinos… en 1955, cuando el gobierno fue incapaz de controlar a las masas que habían estado provocando bajo cuerda, fueron saqueados los establecimientos de los rumíes y de otras minorías de Estambul, se destruyeron iglesias y se mataron sacerdotes, recordando el espectáculo de saqueos y crueldad durante la “Caída” que describen los historiadores occidentales. Tratadas sus minorías por los gobiernos turco y griego como “piezas de intercambio”, el número de rumíes que han abandonado Estambul en los últimos cincuenta años es superior al de quienes lo hicieron en los cincuenta años posteriores a 1453”.

perder y ganar a oscuras


El agua que apenas cubre ya la Cisterna basílica tiene un papel antiguo en la suerte de la medusa gorgona hacia la que llevan las pasarelas que permiten recorrerla, en busca de su más preciado tesoro: los capiteles con forma de cabeza ubicados en la base de sendas columnas. Violada por el rey del mar, Poseidón, Atenea convirtió la cabeza de su antigua sacerdotisa en serpientes, cuya mirada convertía en piedra al que la mirara. Es una metáfora sobre la privacidad que ha hecho fortuna: siglos de fabulación sobre el harén que contenía el palacio Topkapi, vedado a la mirada de cualquiera que no fuera el sultán y los eunucos que trabajaban en él, han devenido en hordas de mujeres tapadas a las que nadie, sino su marido o su padre, puede ver el pelo o, en su grado más extremo, en mujeres completamente tapadas de negro salvo por una rendija a la altura de los ojos, convertidas en su propio harén, esto es, en su propia prisión, eso si, ambulante. Desde algún lugar del panteón bizantino, indemne a siete siglos de dominación otomana, Poseidón sonríe.

martes, 16 de abril de 2013

atrás está lo que no debes


Si quienes viven de anunciar un precio que luego admiten regatear hasta el cansancio y la dilución del valor de lo negociado debieran apreciar la misma ambigüedad en mercancías como la identidad nacional o religiosa, entonces ha de ser que Estambul tiene dos poblaciones: una en la calle permanentemente, otra en algún silo, oculta, esperando su oportunidad. Debió ser ésta la que en 2004 se levantó públicamente en contra de Pamuk cuando afirmó lo que no podía ser regateado ni calculado en otra moneda: el genocidio armenio perpetrado por Turquía en 1915. Es aún más claro en su libro al citar cómo los saqueos, violaciones y ruina general cometida contra las minorías no musulmanas en 1955 fueron, además de alentadas por organizaciones apoyadas por el estado que autorizaron a saquear con entera libertad, iniciadas por una maniobra destinada a arrebatar a Grecia el control legítimo de Chipre tras la retirada del colonialismo británico ese mismo año, al fingir un atentado terrorista contra la casa natal de Ataturk (padre fundador de la república turca), llevado a cabo por un agente de los servicios secretos turcos. “Algunos estudiantes se quedaban paralizados como conejos ante los faros de un coche cuando les hacían una pregunta simple cuya respuesta sabían y algunos –y eran los que más admiraba- exponían con su mejor intención cualquier cosa que se supieran aunque no fuera la respuesta a la pregunta”. Al narrar la suya, Pamuk anexó la infancia de un país en ese retrato de seres cuya presencia en clase parecía desconectada de la razón para la que se suponía que estaban en ella. Como en otras latitudes, la cita sirve para ilustrar el modo en que la política o la judicatura fabrican pizarras e ignorancia a medida. 

iglesia de primero


Viajar con S. supone que, al menos en un punto, el hambre por descubrir la ciudad en la que te hallas nunca va a ser saciada del todo. La gula convertida en virtud convive hoy con el recipiente que la denominara pecado: la misma semana en que se lee que la iglesia alemana anuncia su disposición a vender templos sin uso, que tanto da que se conviertan en restaurantes como en cines, o cómo el teatro de la Abadía, en Madrid, permite recorrer las dependencias de lo que no hace tanto fuera una iglesia, a escasos cien metros de la casa de S. en Haarlem uno puede entrar en Jopen, la iglesia que alberga hoy una fábrica de cerveza cuyas cubas pueden verse desde el bar que ocupa la nave central. De los dos harenes posibles mientras recorremos el palacio Topkapi -uno lleno de mujeres hermosas semidesnudas y otro de cocineros- casi compensa renunciar a la fantasía propia mientras ella alimenta la suya. 

Mehmedlandia


Una de las mujeres que viviera en el harén y que, al ser derrocada la familia imperial, se casara con un compañero de trabajo del abuelo de Pamuk, y que éste recuerda “engulliendo, feliz, bollos de mantequilla y tostadas con queso fundido”, vivió para acudir, camuflada entre la multitud, una vez que el palacio Topkapi fue abierto al público en 1924, al mismo lugar en el que entrara décadas antes, cuando verla, y no digamos tocarla, conllevaba la muerte. Nada como el turismo masivo para certificar el paso de una idea a su fósil, y así, mientras la república turca certificaba como objeto de museo el que fuera centro mismo del imperio, la vida misma en el interior de las casas imitaba la importancia del gesto, sin llegar a entenderlo: honrando no lo que se tuvo, sino lo que no. En salas de estar dispuestas “no tanto como lugares en los que los habitantes de la casa pudieran pasar el tiempo cómodamente sino como pequeños museos creados para la visita de unos imaginarios huéspedes que nadie sabía cuándo vendrían, donde se ocultaba la devoción por Occidente”-. Y más valiosamente explicado, -“teniendo en cuenta que en su lugar no se pudo crear nada nuevo que fuera lo bastante fuerte y poderoso, un mundo moderno occidental o local, dicho esfuerzo sirvió sobre todo para olvidar el pasado; dio paso a que los palacetes ardieran y se hundieran, a que la cultura se trivializara y se quedara coja y a que el interior de las casas se dispusiera como un museo de una cultura que no se había vivido”. Sumidos en las hordas que entran hoy en el palacio como en un parque temático, la transformación del símbolo del poder en chuchería turística tiene también su reflejo en el libro de Pamuk, que, sirviendo para hablar de la reencarnación de la ciudad en sí misma, también lo hace de ese destino que Estambul comparte con Roma o Egipto o con quien lo logra: el de la venta del imperio como souvenir. Jugaban el escritor y su hermano a nombrar un local y a recordar entonces su historial comercial -“el local frente al Instituto Femenino Aksam. Un juego. Uno decía eso. Y el otro enumeraba los negocios en que se convirtieron sucesivamente: 1. La pastelería de la madame rumí. “. Una floristería. 3. Una tienda de bolsos. 4. Una relojería. 5. Durante una temporada, fue un despacho de quinielas. 6. Galería de pintura y librería. 7. Farmacia.” Y a qué otro rostro recuerda Mehmed VI el año antes de su coronación como último de los sultanes otomanos sino al de un dependiente de farmacia o de una tienda de relojes.

la religión azulejo


La dificultad de significar algo ante la magnitud de la belleza que encierra Aya Sofía acaba encontrándolo en lo que tan raramente debiera seguir allí. El mosaico de imperios y religiones que se han turnado sus paredes, ya sea para mejor sustentarlas desde fuera o para taparlas desde dentro, contempla hoy normal, incluso simbólico, que la iconografía bizantina aún decore, tras cinco siglos y medio, sus techos y no pocas de sus paredes. Porque perfectamente pudo no haber sido así. Como un imperio sucedió a otro, un arte se superpuso a otro: el de la interpretación sobre el que tan explícitamente honraba la fe que Mehmed sitió al sitiar, y después conquistar, Constantinopla en 1453. Como en el Cristo Pantocrátor de la imagen, el sustrato de la civilización y de la religión católica fue borrado en el saqueo que siguió a la conquista otomana de la capital de Bizancio, pero en algún momento del repintado cultural, las piezas superiores del puzzle que se venía de arrebatar dejaron de verse como la prueba de una realidad a la que combatir, y empezaron a contemplarse como la clase de ilusión que el hombre deposita en el arte. El paso de la religión al museo –como paradójicamente haría Ataturk en 1931 al instaurar la república turca- salvó al arte bizantino de Aya Sofía aunque no a su arquitectura. Quienes se refugiaron en vano dentro de la Iglesia de Santa Sofía una vez caídas las murallas de Constantinopla, y quienes desde fuera pugnaban por entrar y pasar por las armas a aquellos verían con estupor que, cinco siglos después, los refuerzos que llegan para ambos son la misma multitud venida de todo el mundo para ignorar simultáneamente al catolicismo y al islamismo, y adorar a quienes pusieron ahí al Pantocrátor y los contrafuertes añadidos en 1577: artesanos y arquitectos. 

lunes, 15 de abril de 2013

ema-nación


De los dos olores que uno siente nada más entrar en la Mezquita de Suleyman, uno te acompaña fuera, incluso sentado en los jardines que la rodean. Contradiciéndolo todo –el verde que en los almendros es rosa incipiente, el atardecer plácido, la rendición incondicional ante semejante grandeza, la paz que da el cansancio- el tono del imán llega, vía altavoces, a oídos de un occidental, más como una arenga militar que como el sermón religioso que es. Hecho de reproche o de una ira aparente que no merecen las formas redondeadas y prodigiosas de su arquitectura, inevitablemente contaminado de la sinrazón y el fanatismo que las religiones ponen a pudrirse al sol, su olor es, como en una de nuestras catedrales, el de un museo ajado, oscuro y polvoriento del que solo quedara su megafonía. Y cuyas instrucciones tanto recuerdan las condiciones perpetuadas de las que habla Pamuk al hacerlo de uno de los rasgos definitorios de la ciudad -“la amargura implantada por el dolor provocado por la destrucción, la pérdida y la pobreza prepara a los estambulíes para nuevas derrotas e insospechadas formas de pobreza.. ciega cualquier creatividad con respecto a los valores y a las formas sociales y sirve de apoyo a la moral de conformarse con poco, parecerse a los demás y ser modestos. La amargura, que hace honor al espíritu de solidaridad necesario para vivir en tiempos de carencia y pobreza, provoca que se interpreten al revés la vida y la ciudad. Al mostrar la derrota y la pobreza no como resultados sino como honrosas condiciones previas al nacimiento, resulta una actividad prestigiosa pero también falaz. Así se viven como un honor y no como un fracaso la pobreza, invencible, aceptada como destino y enquistada en la vida de Estambul como una enfermedad incurable”.

de la topografía a la tipografía


“Coincidencias, lecturas y paseos” llevaron a Pamuk a reconocerse en lo que Montaigne o Thoreau vieron en la ciudad en la que él vive desde que nació. Cierto ensimismamiento que en sus modelos tuviera que ver con la definición de una conciencia individual a contracorriente adquirió en Pamuk rasgos anclados en una percepción simultáneamente íntima (al cabo el suyo es un libro de memorias más directamente confesionales de lo que lo son los Ensayos de Montaigne o Walden de Thoreau) y también pública, al actualizar el crecimiento personal con el retroceso o la parálisis de ese cuerpo exterior –la ciudad- que comprimiera y alentara la construcción del suyo. Unida la geografía y la anatomía, el urbanismo y la infidelidad paterna, los residuos de un imperio con la pérdida del patrimonio familiar, es tan posible recorrer sus calles viendo lo que su mirada apreciara y lamentara como actualizar su mirada con la propia, transcurrida una década de su publicación. Las páginas se reescriben al caminar la ciudad, la calle es rediseñada si vienes de leerla. Lo que Pamuk escribiera se acerca así a lo mejor que Montaigne y Thoreau descubrieron: que sentirse solo, aislado voluntaria o involuntariamente, sirve también para encontrarse múltiple. 

Enrique Morente el turco


En un restaurante bello y antiguo pintado sobre –dentro- de lo que fuera la casa de un pintor impresionista turco, y en el que suena algo que podría ser Brahms si escuchas a la izquierda, y desde el que surge, asombrosa, la Mezquita azul con solo mirar a la derecha, una segunda melodía llega, acaso desde alguno de sus minaretes: una letanía aflamencada que invita a la oración como podría hacerlo al baile con solo suprimir sus primeras y últimas sílabas, tan obviamente turcas como intercambiable sea su parte central. Y suena apropiado que empezar la semana santa en Constantinopla contemple una saeta, aunque sea para reivindicar cómo lo más hondo de la cultura del sur de nuestro país contiene la raíz islámica que, expulsada hace cinco siglos largos, se quedó a vivir entre nosotros con el poder intacto de esa religión laica: el folclore. La copia local surge cuando, días después, preguntemos por el significado de unos dibujos en los que aparece un profeta de cuya cabeza brotan llamas, y del que el vendedor, balbuceante en vano, con gusto nos despacharía la única respuesta que ha de venirle a la cabeza: al imprimirlo es religión; al comprarlo, solo turismo.

Madrid-Pamuk-Estambul


En 2003 Orhan Pamuk publicó Estambul, un libro de memorias que también podía haber llamado Los museos concéntricos. Recorrido que en su infancia lindaba con los restos envejecidos del imperio otomano, y cuyo crecimiento sucedió dentro de un cuerpo social y urbanístico paralizado o derruido, las vitrinas sentimentales de la niñez de Pamuk se abren, como ventanas, a otras cubiertas de un moho renovado de amargura y melancolía nacionales -“en cuanto crezca un poco, todo estambulí comienza a sentir que en cuanto su destino se una al de la ciudad le espera esa amargura disfrazada de aceptación, sentimentalismo y, como mucho, de pequeña felicidad a la que llamamos vida”- en las que los huesos y la piel de la sociedad en que le tocó crecer parecieran no formar la misma idea, la misma forma -“a pesar de la occidentalización que sugieren los carteles de las calles y los nombres de tiendas, revistas o empresas, la mayoría tomados del inglés o del francés, la ciudad no vive como habla. Tampoco vive como sugieren la multiplicidad de mezquitas y alminares, las llamadas a la oración y la historia. Todo se ha quedado a la mitad, todo es insuficiente e imperfecto”.
Escrito para dar forma a un espejo concreto –personal, geográfico, histórico- en el que una conciencia a contracorriente coincidía, batallaba, con una más amplia y no menos peleada con sí misma en la Turquía de la segunda mitad del siglo pasado, ha acabado, leído hoy en España, por hablar del cambio social que sobreviene en nuestras calles, en el interior de apellidos, calles y rasgos grupales que, lentamente, delante de nuestros ojos, cambian a peor mientras leemos, mientras caminamos, mientras admiramos un monumento o entramos a cenar a un restaurante. Ya sea en apreciaciones más generales -“súbitamente comprendo que las mismas multitudes que tan misteriosas me parecen cada vez que las veo, llevan siglos errando sin rumbo por las aceras”- o en otras solo en apariencia intransferiblemente más locales –“el pasado inferencial, que a mí tanto me gusta y que en turco usamos para contar sueños, leyendas y cosas que no hemos vivido directamente, es más apropiado para narrar nuestras vivencias en la cuna, en el cochecito, o la primera vez que anduvimos… Al igual que esos “recuerdos” de la primera infancia de los que nos hemos apropiado escuchándoselos a los demás hasta que por fin empezamos a pensar que realmente somos nosotros mismos quienes los recordamos obstinándonos en contárselos como tales a cualquiera, lo que opina el resto de la gente sobre todo tipo de cosas que hemos vivido acaba convirtiéndose no solo en lo que pensamos al respecto, sino en un recuerdo más importante que la propia experiencia vivida.”- que parecen escritas para definir los espejismos de prosperidad puestos entre nosotros como un Aya Sofía en cada esquina.
Como un resumen de la doblez, de la convivencia de varias ciudades, cada una de ellas en un tiempo distinto, dentro de la misma Estambul, cuenta Pamuk al final de su libro cómo su madre, después de seguir muchas pistas, había encontrado el piso en el que su marido se encontraba con su amante. Y cómo, tras lograr una llave, al entrar en el piso vacío, “sobre la almohada de la cama había un pijama exactamente igual al que mi padre usaba en casa y en la mesilla de noche había una pila de libros de bridge, uno encima de otros, como los que mi padre leía por aquel entonces en casa”.

nada nuevo bajo el sol nuevo


El sol que no se creen en Haarlem (Holanda) el día que llego es menos asombroso que ver bajo él la playa hermosa e interminable de Zandvoort al final de uno de cada siete días en la vida de S. El frío y la superpoblación de ciervos de la reserva natural con que linda logran que, algunas noches de invierno, paseando bajo la nieve, sea más probable cruzarse con un holandés herbívoro. Dentro del bar espléndido desde el que vemos atardecer, uno no entiende por qué he venido a Holanda a irme.