“Si para un pintor lo importante no es el realismo de las
cosas sino su forma, para un novelista no lo es el orden de los acontecimientos
sino su estructura, y para un escritor de memorias no lo es la verdad del
pasado sino su simetría”
–escribió Pamuk cuando cumplía 30 años de novelista y unos 40 como pintor. Recorrer
Estambul por vez primera tiene más que ver con lo segundo que con lo primero. La
forma magnífica de su arquitectura, religiosa o no, el bullicio de sus bazares,
la separación entre lo público y lo privado que sugiere reservar a tantos
hombres para dios y a tantas mujeres para un único hombre sobre la tierra, te
llega con un asombro que solo tiene tiempo de ser formal, raramente de aspirar
a una comprensión realista, es decir profunda. Y quizá sea mejor así al ver cómo,
en una calle angosta, protegido por el bullicio comercial, un hombre de unos
cuarenta años, vestido de traje, y escoltado por un semicírculo de
adolescentes, saluda con un apretón de manos a los últimos que se incorporan a
la banda. A salvo de la verdad, queda la simetría –“los días de sol aparecía de repente un microbús en lo alto de la
empinada cuesta, y los actores, iluminadores y el equipo de rodaje que salían
de él rodaban una escena… en diez minutos”.
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