De los
dos olores que uno siente nada más entrar en la Mezquita de Suleyman, uno te
acompaña fuera, incluso sentado en los jardines que la rodean. Contradiciéndolo
todo –el verde que en los almendros es rosa incipiente, el atardecer plácido,
la rendición incondicional ante semejante grandeza, la paz que da el cansancio-
el tono del imán llega, vía altavoces, a oídos de un occidental, más como una
arenga militar que como el sermón religioso que es. Hecho de reproche o de una
ira aparente que no merecen las formas redondeadas y prodigiosas de su
arquitectura, inevitablemente contaminado de la sinrazón y el fanatismo que las
religiones ponen a pudrirse al sol, su olor es, como en una de nuestras
catedrales, el de un museo ajado, oscuro y polvoriento del que solo quedara su
megafonía. Y cuyas instrucciones tanto recuerdan las condiciones perpetuadas de
las que habla Pamuk al hacerlo de uno de los rasgos definitorios de la ciudad -“la amargura implantada por el dolor
provocado por la destrucción, la pérdida y la pobreza prepara a los estambulíes
para nuevas derrotas e insospechadas formas de pobreza.. ciega cualquier
creatividad con respecto a los valores y a las formas sociales y sirve de apoyo
a la moral de conformarse con poco, parecerse a los demás y ser modestos. La
amargura, que hace honor al espíritu de solidaridad necesario para vivir en
tiempos de carencia y pobreza, provoca que se interpreten al revés la vida y la
ciudad. Al mostrar la derrota y la pobreza no como resultados sino como
honrosas condiciones previas al nacimiento, resulta una actividad prestigiosa
pero también falaz. Así se viven como un honor y no como un fracaso la pobreza,
invencible, aceptada como destino y enquistada en la vida de Estambul como una
enfermedad incurable”.
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