Si
quienes viven de anunciar un precio que luego admiten regatear hasta el cansancio
y la dilución del valor de lo negociado debieran apreciar la misma ambigüedad en
mercancías como la identidad nacional o religiosa, entonces ha de ser que Estambul
tiene dos poblaciones: una en la calle permanentemente, otra en algún silo,
oculta, esperando su oportunidad. Debió ser ésta la que en 2004 se levantó
públicamente en contra de Pamuk cuando afirmó lo que no podía ser regateado ni
calculado en otra moneda: el genocidio armenio perpetrado por Turquía en 1915. Es
aún más claro en su libro al citar cómo los saqueos, violaciones y ruina
general cometida contra las minorías no musulmanas en 1955 fueron, además de
alentadas por organizaciones apoyadas por el estado que autorizaron a saquear
con entera libertad, iniciadas por una maniobra destinada a arrebatar a Grecia
el control legítimo de Chipre tras la retirada del colonialismo británico ese
mismo año, al fingir un atentado terrorista contra la casa natal de Ataturk
(padre fundador de la república turca), llevado a cabo por un agente de los
servicios secretos turcos. “Algunos
estudiantes se quedaban paralizados como conejos ante los faros de un coche
cuando les hacían una pregunta simple cuya respuesta sabían y algunos –y eran
los que más admiraba- exponían con su mejor intención cualquier cosa que se
supieran aunque no fuera la respuesta a la pregunta”. Al narrar la suya,
Pamuk anexó la infancia de un país en ese retrato de seres cuya presencia en
clase parecía desconectada de la razón para la que se suponía que estaban en
ella. Como en otras latitudes, la cita sirve para ilustrar el modo en que la
política o la judicatura fabrican pizarras e ignorancia a medida.
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