En un
restaurante bello y antiguo pintado sobre –dentro- de lo que fuera la casa de
un pintor impresionista turco, y en el que suena algo que podría ser Brahms si
escuchas a la izquierda, y desde el que surge, asombrosa, la Mezquita azul con
solo mirar a la derecha, una segunda melodía llega, acaso desde alguno de sus
minaretes: una letanía aflamencada que invita a la oración como podría hacerlo
al baile con solo suprimir sus primeras y últimas sílabas, tan obviamente
turcas como intercambiable sea su parte central. Y suena apropiado que empezar
la semana santa en Constantinopla contemple una saeta, aunque sea para
reivindicar cómo lo más hondo de la cultura del sur de nuestro país contiene la
raíz islámica que, expulsada hace cinco siglos largos, se quedó a vivir entre
nosotros con el poder intacto de esa religión laica: el folclore. La copia
local surge cuando, días después, preguntemos por el significado de unos
dibujos en los que aparece un profeta de cuya cabeza brotan llamas, y del que
el vendedor, balbuceante en vano, con gusto nos despacharía la única respuesta
que ha de venirle a la cabeza: al imprimirlo es religión; al comprarlo, solo
turismo.
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