lunes, 15 de abril de 2013

Madrid-Pamuk-Estambul


En 2003 Orhan Pamuk publicó Estambul, un libro de memorias que también podía haber llamado Los museos concéntricos. Recorrido que en su infancia lindaba con los restos envejecidos del imperio otomano, y cuyo crecimiento sucedió dentro de un cuerpo social y urbanístico paralizado o derruido, las vitrinas sentimentales de la niñez de Pamuk se abren, como ventanas, a otras cubiertas de un moho renovado de amargura y melancolía nacionales -“en cuanto crezca un poco, todo estambulí comienza a sentir que en cuanto su destino se una al de la ciudad le espera esa amargura disfrazada de aceptación, sentimentalismo y, como mucho, de pequeña felicidad a la que llamamos vida”- en las que los huesos y la piel de la sociedad en que le tocó crecer parecieran no formar la misma idea, la misma forma -“a pesar de la occidentalización que sugieren los carteles de las calles y los nombres de tiendas, revistas o empresas, la mayoría tomados del inglés o del francés, la ciudad no vive como habla. Tampoco vive como sugieren la multiplicidad de mezquitas y alminares, las llamadas a la oración y la historia. Todo se ha quedado a la mitad, todo es insuficiente e imperfecto”.
Escrito para dar forma a un espejo concreto –personal, geográfico, histórico- en el que una conciencia a contracorriente coincidía, batallaba, con una más amplia y no menos peleada con sí misma en la Turquía de la segunda mitad del siglo pasado, ha acabado, leído hoy en España, por hablar del cambio social que sobreviene en nuestras calles, en el interior de apellidos, calles y rasgos grupales que, lentamente, delante de nuestros ojos, cambian a peor mientras leemos, mientras caminamos, mientras admiramos un monumento o entramos a cenar a un restaurante. Ya sea en apreciaciones más generales -“súbitamente comprendo que las mismas multitudes que tan misteriosas me parecen cada vez que las veo, llevan siglos errando sin rumbo por las aceras”- o en otras solo en apariencia intransferiblemente más locales –“el pasado inferencial, que a mí tanto me gusta y que en turco usamos para contar sueños, leyendas y cosas que no hemos vivido directamente, es más apropiado para narrar nuestras vivencias en la cuna, en el cochecito, o la primera vez que anduvimos… Al igual que esos “recuerdos” de la primera infancia de los que nos hemos apropiado escuchándoselos a los demás hasta que por fin empezamos a pensar que realmente somos nosotros mismos quienes los recordamos obstinándonos en contárselos como tales a cualquiera, lo que opina el resto de la gente sobre todo tipo de cosas que hemos vivido acaba convirtiéndose no solo en lo que pensamos al respecto, sino en un recuerdo más importante que la propia experiencia vivida.”- que parecen escritas para definir los espejismos de prosperidad puestos entre nosotros como un Aya Sofía en cada esquina.
Como un resumen de la doblez, de la convivencia de varias ciudades, cada una de ellas en un tiempo distinto, dentro de la misma Estambul, cuenta Pamuk al final de su libro cómo su madre, después de seguir muchas pistas, había encontrado el piso en el que su marido se encontraba con su amante. Y cómo, tras lograr una llave, al entrar en el piso vacío, “sobre la almohada de la cama había un pijama exactamente igual al que mi padre usaba en casa y en la mesilla de noche había una pila de libros de bridge, uno encima de otros, como los que mi padre leía por aquel entonces en casa”.

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