viernes, 6 de septiembre de 2013

en breve


El 27 de enero de 1837 Pushkin acudió en San Petersburgo al café en Perspectiva Nevsky del que saldría con un padrino en dirección al duelo que iba a costarle la vida. Entrara hoy al restaurante que ocupa el lugar de aquel café y, de querer batirse, lo hubiera hecho con el pianista que toca a richard clayderman. El mundo tendría hoy quizá treinta y no las siete obras que Pushkin dejó. Y el piano, mejor suerte.

De la misma forma que España tuvo mala suerte ganando la única guerra que necesitaba perder –la de 1812-, Rusia ganó la de Leningrado y con ello perdió la única posibilidad de derrocar a stalin.

Como cualquiera que observe a sus mujeres sabe, la demografía está a favor de Rusia.

Treinta y cinco años después de que el zar de Tolstói formulara la primera pregunta en su relato Las tres preguntas (1885), y apenas cumplidos tres desde que el paraíso comunista diera sus primeros pasos, Scott Fitzgerald publicaba A este lado del paraíso, y en ella, la respuesta de monseñor thayer darcy “no somos personalidades, sino personajes… una personalidad es lo que tú querrías ser. La personalidad es algo casi exclusivamente físico, rebaja a la gente –yo la he visto desaparecer en una larga enfermedad-. Cuando una personalidad actúa, desprecia siempre la “primera cosa” por hacer. En cambio el personaje se concentra, no se puede divorciar de lo que hace. Es como una barra de la que cuelgan muchas cosas, cosas brillantes a veces como las nuestras que el personaje utiliza con mentalidad calculadora… cuando sientas que todo tu pomposo prestigio, tu talento y todo eso se ha venido al suelo no tendrás necesidad de preocuparte por ellos; entonces podrás manejarlos a tu antojo”.

Al estreno de Guerra y paz, de Prokofiev, en el teatro Mariinski de San Petersburgo asistieron Putin y Blair.

En tan solo lo que lleva caminar un kilómetro por Moscú, uno puede salir de casa de Gorki, pasar a recoger a Chéjov en la suya y pasear hasta la de Bulgákov. Chéjov había muerto quince años antes cuando Gorki y Bulgákov coincidieron para poder realizar ese paseo. En su lugar dejó a otro escritor –Trigorin- inserto en su obra La gaviota. Ninguno de los anteriores habría llamado a su puerta.

La estatua de Marx frente al Bolshoi, sin forma de saber para qué querría utilizar el impulso con que se le representa.

Lo que los libros llaman arquitectura constructivista, desarrollada a lomos del ideal estalinista de sencillez, poder y fanfarria de la dimensión, es más nítidamente el feísmo pertinaz con que en España cualquiera levanta un edificio sin norma y muchas veces sin plano urbanístico sensato al que atenerse. De vez en cuando también se ve por aquí algún centro comercial a medio hacer por más que parezca que un ejército de obreros parezca estar a punto de reconstruir el país entero en cuanto salgan de los monasterios en que se afanan.

jueves, 5 de septiembre de 2013

a caballo del espejo



Lo que Isaac Bábel viera durante el tiempo que pasó asignado al primer régimen de caballería del ejército rojo en 1920 le iba a perseguir dos veces: la primera, al encarnarse su Diario de 1920 en los cuentos que formarían Caballería roja en 1926; La segunda, en lo que uno de sus segmentos –“Pan” Apolek- iba a prefigurar su destino. “Este hombre no morirá en su cama… a este hombre lo matarán los hombres” –escribiría sobre un pintor que llenará los murales de la iglesia de los rostros de los vecinos de un pueblo –“en el apóstol Pablo a Janek, el cojo converso, en María Magdalena a la joven judía Elka, hija de padres desconocidos y madre de muchos hijos de la calle”. La guerra a la que Bábel asistiera como periodista y propagandista y que enfrentara a la Unión Soviética con Polonia apenas tres años después de la Revolución de 1917, masacró también a los judíos de ambos lados y a la propia noción que el régimen soviético iba a imponer mientras pudiera. La brutalidad que Bábel describió y que abarcaba a enemigos, compañeros de batallón y a todo el que no fuera combatiente, incluido el campesinado ruso, mostraba a criminales de guerra reales que luego lo serían más cuanto más cerca de stalin. Y casi asombra que Bábel sobreviviera al comandante de aquel batallón, semyon budyonny, que a duras penas logra no parecerse a stalin en las fotografías sin necesidad de cómo se le pintara en los relatos de Caballería roja. Prohibida su obra durante décadas, sobrevivió como lo hicieran los arcángeles que imaginara pintados en los techos anónimos, múltiples, a salvo, de quienes pagaran por el arte del pintor fabulado. Cuando fue ejecutado por orden de stalin en 1940 por cargos que eran solo un dibujo zafio que nada tenía que ver con Bábel, sus asesinos volvían, al hacerlo, a las mismas páginas que quisieran destruidas, para, como quien las escribiera, quedarse en ellas para siempre –“que el piadoso olvido se trague el recuerdo de Romuald, quien nos traicionó sin piedad alguna y fue fusilado sobre la marcha”. 

soviet del cloroformo


Un oso disecado en el vestíbulo precede a la figura de Pushkin sentado a una mesa que más inquieta por su vívido aspecto cuanto más te acercas. Dos de los perros que volvieran del espacio en las primeras pruebas del programa espacial soviético te miran desde su vitrina en el Museo de la cosmonáutica. Retener la vida, tan museístico, tropieza en el mausoleo de Lenin con el intento de retener la muerte. Nadie vería normal que un oso o un perro fueran disecados para parecer muertos, y nos parecería grosero disecar a un hombre para que semeje vivo. Soslayada la propia voluntad del difunto y de su viuda, si stalin debió, siquiera por un instante, considerar una momia que imitara el gesto que frisos y mosaicos reproducen por todo Moscú, se le debió helar la sangre: un muerto que parece muerto solo sugiere compasión. Un muerto que parezca vivo puede mantener vivas sus ideas, o al menos, la diferencia con su sucesor. Un oso, un perro, Pushkin… estarían mejor vivos. Stalin no podía permitirse que alguien pudiera pensar eso del hombre que en su testamento político aconsejara su propio cese como secretario general. “Stalin: problemas del leninismo”, libro con el que Kapuscinski aprendió ruso en la escuela acaso se imprimía cerca del taller de fundición donde se sopesaba el encargo de la estatua de Lenin que debía coronar el Palacio de los soviets, la longitud del dedo índice, 6 metros. La anchura de sus hombros, 32. El peso de ese Lenin, 6.000 toneladas. La estatua que, en la Plaza roja de Moscú, hoy luce frente a la catedral de San Basilio fue ordenada desplazar hasta ahí por Stalin desde su lugar original -frente al Kremlin. Representando al príncipe Dmitri Pozharski y al carnicero Kuzmá Minin que a principios del XVII reunieran voluntarios para el ejército que luchó contra las tropas polacas que invadieron Rusia, el símil del primero con la figura de Lenin debía ilustrar más de lo aconsejable el otro símil, aún más evidente. Disecado su busto en mármol, como el resto de líderes soviéticos enterrados junto a las murallas del Kremlin, más cercano a los perros y los osos, solo se merece a Pushkin en el epitafio escrito por éste en Boris Godunov -“Si sangre, lágrimas, sudor perdidos por causa de lo que aquí se guarda salieran de repente por milagro de las entrañas de la tierra, ¡qué diluvio sería aquello, qué inundación!”. 

martes, 3 de septiembre de 2013

las siete vidas inservibles


Por imposible que parezca, de haber publicado en inglés o español su Maestro y Margarita, Bulgákov habría penado aún más el limbo al que el favor y el desdén simultáneos de stalin le condenaron en vida. Y difícilmente éste podía ignorar que el protagonista de la novela –Satán- y la versión pública de sí mismo –stalin- se parecían ya bastante fuera de sus páginas para alentar el símil desde las librerías. La prodigiosa estructura de la novela acaso estaba ya preparada desde su mismo comienzo para merecer el juicio que, incluso sin ser leída, le esperaba: contando con el beneplácito a tiempo parcial de stalin, que permutó la muerte o el exilio de Bulgákov por la de sus obras, es decir, contando con lo que aparentemente le permitía optar a ver publicadas sus novelas o representadas sus obras para, en el mismo comunicado, negarle todo lo anterior, quizá Bulgákov rescribió ese comunicado al principio de su novela: y así, el tranvía que atraviesa los jardines que rodean el estanque del patriarca, en Moscú, nunca lo hizo. La profecía que Voland (Satán) hace a Berlioz –ser decapitado por una joven- se cumple sin llegar a ser lo que éste entendiera. Incluso la sociedad de escritores que éste encabeza en la novela, y que podría ser la de los escritores censurados como el propio Bulgákov, es en realidad una que más englobaría a sus censores.
Sobre la muerte en vida de sus textos, sobre la percepción íntima de ese fallecimiento, independiente de cómo la perciben los que asisten a ella, escribió Tolstói en su relato La muerte de Iván Ilich, publicado en 1895, -“Qué bien y qué sencillo –pensaba. ¿Y el dolor? –se preguntó- ¿dónde se ha metido? ¿dónde estás, dolor?. Se puso a escuchar atentamente. Aquí está. Bien, que duela. ¿Y la muerte? ¿dónde está?. Buscó su habitual miedo a la muerte y no lo encontró. ¿Dónde está? ¿cómo es la muerte¿ no tenía miedo de ninguna clase, porque tampoco ella existía. En vez de la muerte había luz. ¡Así que, mira! –exclamó en voz alta- ¡qué alegría!. Para él todo esto ocurrió en un instante y el significado de dicho instante ya no cambió. Para los presentes, su agonía se prolongó aún dos horas más. En su pecho borbollaba algo; su cuerpo extenuado se estremeció. Después, los estertores fueron haciéndose más espaciados. ¡Se ha terminado! –exclamó alguien. El oyó estas palabras y las repitió en su alma. Se ha terminado la muerte –se dijo- ya no existe. Aspiró el aire a media aspiración y falleció.”
Un gato enorme y violento acompaña en la novela al diablo en sus correrías, y el día que uno llega hasta el estanque del Patriarca, un hombre que se tambalea y que se dirige fugazmente hacia mí acaba en un banco del parque, sentado entre estertores, con más fortuna de la que tienen los gatos que pululan por doquier en las poblaciones rurales al noreste de Moscú, y que porteros de hotel y monjes de monasterios se afanan en no dejar entrar. Enésimamente Bulgákov, cuantas más vidas se te dan, de más sitios se te expulsa. 

más fuerza que destino


Apenas un año antes de que Lenin viniera al mundo a sugerir la fuerza como antorcha del destino, Verdi estrenaba en Milán La fuerza del destino, en 1869. En realidad Verdi se había adelantado ocho años. Y lo había hecho cerca de dónde Lenin iba a proclamar su revolución llegado el día, en San Petersburgo, en el mismo teatro Mariinski que hoy reluce junto a su ampliación recién inaugurada. Debemos buscar la forma de evitar todos esos muertos” –escribiría Verdi al libretista, buscando una recepción menos trágica de la que observara al estrenarla. Como con el resultado del libreto de Lenin, viendo la versión menos trágica de la ópera uno se pregunta cómo sería la otra, la que se buscaba atenuar.  

beber de fuente rara


Aunque ni su obra ni Pushkin lo merecen, su teatro completo encierra una insospechada metáfora del estalinismo tanto en sus ingredientes –soga y tirano, veneno y envidia, avaricia e impunidad, peste y maldición- como en la cadena de acontecimientos ligados que forman. Quizá porque, salvo su primera obra –Boris Godunov- el resto de su producción dramática apenas tiene la duración de una escena, como un discreto camino de migas Pushkin dejó en cada una de sus obras, tal y como publicadas en la edición de Cátedra/2004, una idea venida de la anterior. Y así, en El caballero tacaño (1830), la soga para ahorcar que se le pide a Iván vienen ambos –soga y personaje- de Boris Godunov (1830). En Mozart y Salieri (1830), el frasco de veneno con que uno agasaja al otro es el mismo que sugerido por el judío Salomón a Alberto para acabar con la vida de su padre en El caballero tacaño (1830). El convidado de piedra (1830) posee el argumento que Mozart empleará en Don Giovanni. En El festín en los tiempos de Peste (1830), el discurso que honra la memoria de un hombre recién bajado al sepulcro es la viva imagen de los talentos sociales de Don Juan, toda la escena es un canto al tránsito dudoso que separa, pero no tanto, a muertos y vivos –“solamente el camposanto se mantiene bullicioso”. La ondina (1829-32) pone en el Kniaz cercano lamento al que en El festín en los tiempos de Peste tortura a Walsingham –“otrora me consideraba ella honrado y puro y hallaba el paraíso en mis brazos”. Finalmente, la escena de Fausto (1828) viene, doblemente, tanto de La ondina en su canto decepcionado del amor logrado y desdeñado, como en sus líneas finales –“un barco lleva además una enfermedad de moda…” de El festín en los tiempos de Peste.

lunes, 2 de septiembre de 2013

ascender para caer


El museo del cielo y el del infierno distan en Moscú solo veinte minutos en metro. stalin llevaba apenas siete años en el segundo cuando Gagarin se elevó hacia el primero en 1961. Y los campos del Gulag en los que se dejaran la vida dieciocho millones de personas seguían buscando en la tumba al hombre nuevo cuando el programa espacial de la URSS lo inauguraba en el espacio. La que luego sería la estación orbital MIR empezó a diseñarse solo veinte años después de que el Gulag dejara de ser un órgano más del programa político de quienes dirigían el país. Y casi una década antes de que las primeras elecciones tuvieran lugar. Los maletines azules para el aseo personal que se exhiben en el museo, y que los astronautas llevaban al espacio, contienen más de lo que muchos lograban acarrear hasta el campo de trabajo en que se dejarían la vida. Solo unos metros de tierra vigilada separan la tumba de stalin de la que ocupa Gagarin al pie del exterior de la muralla del Kremlin de Moscú. Cuanta más gloria en vida, más miseria espera en muerte a los mejores héroes rusos.

en casa del ahorcado


Para su desdicha, el infeliz que, contado por Kapucinski, acabara diez años en un campo de Siberia por imaginar que la forma mejor de transportar un busto de Lenin era subirlo por la fachada mediante una soga atada al cuello de la efigie, pudo haber leído la fábula de Tolstói que recreaba un episodio budista en el que un forajido en trance de muerte escuchaba la lección que sugiriera la historia del bandido Kandata, quien penaba desde el infierno hasta que Buda le envío una araña por cuya tela comenzó a ascender el desdichado hasta que, advirtiendo al mirar hacia abajo, que, como él, cientos de condenados trepaban por ella, les gritó que se soltaran, que la tela era solo suya. Al hacerlo, ésta se quebró y Kandata se precipitó de nuevo al infierno.

El ascenso de la sociedad rusa hacia estándares occidentales, al menos el que se observa en sus dos ciudades más importantes y en los pueblos turísticos de alrededor de la capital, esquiva eso que Kapucinski recordara como definición de un imperio frágil –el que su mayor muestra de esplendor conviva con sus trozos más desdichados-  y si bien es cierto que San Petersburgo parece haber sobrepasado el umbral de la prosperidad para encaminarse de cabeza hacia el de la ostentación y no siempre bien educada, quienes ascienden por la cuerda que sube desde el infierno del estalinismo y sus secuelas parecen hacerlo con la convicción de que la cuerda da para todos, y poco ha de importarles, con razón, que en otras partes del capitalismo global sus hebras sirvan para ahorcar a quienes las emplearan de columpio poco antes. Dónde, si no aquí, han de entender que por esa cuerda bajaron al infierno con la misma quietud no hace tanto.

hablar a la pared


“Poder es seriedad –escribe Kapuscinski- en contacto con el poder, la sonrisa se convierte en impertinencia, demuestra falta de respeto”. La amabilidad que uno halla por doquier, incluso sin dejar de ser seria, tiene su excepción eventual en las taquilleras del metro, de los museos, de los edificios públicos. De esa severidad, cuando no desagradable terquedad, uno pugna, y no pocas veces logra salir, justo como Kapuscinski sugiriera no hacerlo. Más de una vez, una sonrisa trae la otra y entonces el prodigio restalla, creando del todo las dos últimas categorías en que el propio Kapuscinski dividiera la aproximación forzosa a lo ruso cuando el país entero gemía bajo un imperio aparentemente inacabable de taquilleras a disgusto –“la frontera no es un punto en el mapa, sino una escuela. Los alumnos que salgan de ella se dividirán en tres grupos: 1. Los mudofuriosos. Serán los más desgraciados, porque todo lo que les rodee de ahora en adelante les provocará un fuerte estrés, los conducirá a un estado de furia, los enloquecerá. Los irritará, los alterará y los martirizará. Antes de que se den cuenta de no que no podrán cambiar nada de la realidad que los rodea, de que no arreglarán nada en absoluto, caerán víctimas de un infarto o de un derrame cerebral. 2. Estos observarán a los soviéticos e imitarán su modo de pensar y de actuar, que consiste en resignarse a convivir con la realidad existente, e incluso a saber sacarle una cierta satisfacción. Resulta muy útil la recurrida frase, que uno ha de repetirse cada noche, tanto a sí mismo como a los demás -¡da gracias por el día que acaba de pasar, pues ninguno de los venideros será tan bueno!. Y 3. El compuesto por aquellos que, más que otra cosa, lo encuentran todo intrigante, extraordinario e increíble, que quieren conocer, comprender y profundizar en este mundo, tan ajeno y distante al suyo. Estos saben armarse de paciencia, guardar las distancias y conservar una mirada serena, atenta y sobria”

El club de la comedia rusa



Si a alguien en la industria del cine estadounidense de 1934 no le importaba pagar precios por comprar con ellos su santa voluntad, ese era Josef Von Sternberg. En Capricho imperial llegaría a cargar a la productora, Paramount, los gastos de escenas que no se rodaron y que supusieron la protesta de Ernest Lubistch, entonces encargado de producción del estudio. Pero, típicamente Sternbergiano, esto no habla de corrupción sino de orgullo, pues las imágenes que protestara Lubitsch eran, de hecho, suyas, tomadas por Von Sternberg de una película rodada por Lubitsch siete años antes. Ni éste lo advirtió, ni Von Sternberg se molestó en admitirlo.
Todos los personajes que interpretara Dietrich en las siete películas que rodaron juntos están sacadas de ese molde de dignidad exacerbada y humorismo de consumo propio. Lo es también su papel de Catalina de Rusia en Capricho imperial, aunque la primera parte de su hora y media larga contenga la mayor distancia que hubo nunca entre el personaje –apocado e ingenuo- y la actriz. Y si la película cuenta la conversión de Sofía Federica en Catalina de Rusia, también se puede ver como el ejemplo más claro –junto al que proporciona La Venus rubia (1932)- de lo que, una vez logrado, ya no dejaría de mostrarse como el formato Dietrich –compendio de acidez, seducción, distancia, elevación permanente. Y con todo, maravillosamente fotografiada, barroca y farsante, la penúltima película que rodarían juntos Von Sternberg y Dietrich acaba necesitando de la muerte de un personaje a mitad del metraje para convertirse, entonces sí, en la película que previsiblemente estaba destinada a ser.
Porque, a voluntad de Von Sternberg o no, desde que aparece Louise Dresser y hasta su muerte como la emperatriz Isabel, la película es enteramente suya. Eleanor Mc Geary escribió su personaje como uno grouchiano, cuyas decisiones son muchas veces puro Rufus T. Firefly sin que la Rusia feudal de finales del XVIII deje de serlo por un instante. El reinado de los Marx duraría apenas unos años más que el de Dresser, retirada en 1937, pero su emperatriz es una obra maestra paralela e impensable en el camino al trono de Dietrich, en su apogeo en 1934. Su humor de hiel empapa, discreto, el cuento de hadas inicial: el doctor con el que empieza la película atendiendo a Catalina de niña es, de hecho, el verdugo. Me voy a una operación –dice al salir- antes de que se nos explique a qué va en realidad. Del relato principesco se pasa al cuento grotesco y expresionista, y de las maravillas de la infancia y adolescencia surge Alicia. Si su marido es, de hecho, un relojero loco o idiota, la emperatriz/Dresser es perfectamente la reina de corazones. Y en esa corte Rusa en blanco y negro, los cirios podrían alumbrar sin gran problema el juicio a la recién llegada que narró Carroll.
Hay planos prodigiosos del interior de la iglesia, densísimos, de una negrura tamizada por tantas velas que uno se pregunta cómo cabe algo más en el plano. Los candelabros, las figuras que forman las sillas son un mundo –barrocos, deformes, estilizadas como esculturas de Oteiza. La corte es un entorno desquiciado: burdo, sombrío, pura conspiración regada en la sombra por el impagable gran duque –Sam Jaffe- aunque nadie más loco que el que manda: La emperatriz luce un peine en la pechera, levanta un muslo de cordero en lugar del cetro, ordena sentarse a sus criados a cenar con ella, harta de cenar con “momias”, les pregunta como si estuvieran todos en un bar. Pilla en fraganti a un cosaco seduciendo a la mujer de su hermano –el gran duque- y todo lo que dice es que ella también ha pasado por eso –con el mismo cosaco. Puro desparpajo a lo Katherine Hepburn.
La humorada inserta en medio del drama histórico perméa también los pequeños detalles: el reloj de cuco muestra a una mujer sin nada encima que se protege y desnuda con un abrigo de piel al ritmo de las campanadas. El gran duque torna en Pedro III a la muerte de la emperatriz, y Dietrich toma el relevo de Dresser al mando de la farsa: ese pasar revista a un grupo de soldados y decir que espera que estén a la altura en otras emergencias. Pero hay replicas brillantes para todos: magnífica la que centellea el padre de la iglesia ortodoxa tras ser abofeteado tras pedir para los pobres: “eso es para mi, ¿y para los pobres?”. El momento llega en que Von Sternberg no puede retrasar más el desenlace –revuelta acaudillada por Catalina/Dietrich- y su coronación, a partir de ahí la trama acelera y la comedia cortesana termina renegando de sí y adoptando un aire épico que Dresser habría tornado en merendola. Con menos ficción de por medio de lo que podría parecer, unas pantallas que la proyectaran amenizando la fila que has de guardar para acceder hoy a su Palacio, o mejor aún, en el interior, reducirían la solemnidad del mausoleo, o mejor aún, lo terminarían de convertir en decorado.