lunes, 2 de septiembre de 2013

en casa del ahorcado


Para su desdicha, el infeliz que, contado por Kapucinski, acabara diez años en un campo de Siberia por imaginar que la forma mejor de transportar un busto de Lenin era subirlo por la fachada mediante una soga atada al cuello de la efigie, pudo haber leído la fábula de Tolstói que recreaba un episodio budista en el que un forajido en trance de muerte escuchaba la lección que sugiriera la historia del bandido Kandata, quien penaba desde el infierno hasta que Buda le envío una araña por cuya tela comenzó a ascender el desdichado hasta que, advirtiendo al mirar hacia abajo, que, como él, cientos de condenados trepaban por ella, les gritó que se soltaran, que la tela era solo suya. Al hacerlo, ésta se quebró y Kandata se precipitó de nuevo al infierno.

El ascenso de la sociedad rusa hacia estándares occidentales, al menos el que se observa en sus dos ciudades más importantes y en los pueblos turísticos de alrededor de la capital, esquiva eso que Kapucinski recordara como definición de un imperio frágil –el que su mayor muestra de esplendor conviva con sus trozos más desdichados-  y si bien es cierto que San Petersburgo parece haber sobrepasado el umbral de la prosperidad para encaminarse de cabeza hacia el de la ostentación y no siempre bien educada, quienes ascienden por la cuerda que sube desde el infierno del estalinismo y sus secuelas parecen hacerlo con la convicción de que la cuerda da para todos, y poco ha de importarles, con razón, que en otras partes del capitalismo global sus hebras sirvan para ahorcar a quienes las emplearan de columpio poco antes. Dónde, si no aquí, han de entender que por esa cuerda bajaron al infierno con la misma quietud no hace tanto.

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