Para su desdicha, el infeliz que, contado por Kapucinski, acabara diez años en un campo de Siberia por imaginar que la forma mejor de transportar un busto de Lenin era subirlo por la fachada mediante una soga atada al cuello de la efigie, pudo haber leído la fábula de Tolstói que recreaba un episodio budista en el que un forajido en trance de muerte escuchaba la lección que sugiriera la historia del bandido Kandata, quien penaba desde el infierno hasta que Buda le envío una araña por cuya tela comenzó a ascender el desdichado hasta que, advirtiendo al mirar hacia abajo, que, como él, cientos de condenados trepaban por ella, les gritó que se soltaran, que la tela era solo suya. Al hacerlo, ésta se quebró y Kandata se precipitó de nuevo al infierno.
El ascenso de la sociedad rusa hacia estándares
occidentales, al menos el que se observa en sus dos ciudades más importantes y
en los pueblos turísticos de alrededor de la capital, esquiva eso que
Kapucinski recordara como definición de un imperio frágil –el que su mayor
muestra de esplendor conviva con sus trozos más desdichados- y si bien es cierto que San Petersburgo
parece haber sobrepasado el umbral de la prosperidad para encaminarse de cabeza
hacia el de la ostentación y no siempre bien educada, quienes ascienden por la
cuerda que sube desde el infierno del estalinismo y sus secuelas parecen
hacerlo con la convicción de que la cuerda da para todos, y poco ha de
importarles, con razón, que en otras partes del capitalismo global sus hebras
sirvan para ahorcar a quienes las emplearan de columpio poco antes. Dónde, si
no aquí, han de entender que por esa cuerda bajaron al infierno con la misma
quietud no hace tanto.
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