jueves, 2 de septiembre de 2010

El traje nuevo, el emperador viejo


Hay un punto en que la veneración en Budismo y catolicismo se encuentran, y ese lugar es un guardarropa. Decora el catolicismo hasta emboscar a sus padres recientes de seda y oro, de la cabeza a los pies. Y así lo venerado es un hombre vestido del poder de su empresa. En el vestuario de la santidad budista uno halla, sin embargo, hombres que son ya casi su esqueleto visible, consumidos, no menos harapo biológico que el trapo naranja que tapa apenas su desnudez. Como si lo que fueras a representar es lo que hiciste de ti, con sacrificio obvio. Respetable en la dignidad individual tanto como en el catolicismo sea, opcional la admiración, representada la obediencia debida, históricamente obligada bajo tortura y asesinato, de ser necesario, o como hoy, sólo con censura. No por llevar menos ropa somos mejores o tras el verano no habría tantos divorcios. Pero mientras la presencia en este mundo de un obispo parece dictarla los espejos, en el fondo de un templo tailandés, tras haberte descalzado, parece esperar la imagen del mismo hombre que pide fuera, junto a los zapatos.

Comer del mito del bien y del mal


Tiene algo de infantil la adoración. Por incondicional, dura lo que la edad primera en lograr la adolescencia. Por crédula, lo que tardan ciertas mentiras en caer del árbol de la verdad. Los padres eran esos reyes de niños, y de mayores vienen los dioses a ocupar su lugar. Algunas sociedades y no pocos individuos escogen, respectivamente, ya de adultos, preservar ambos altares, y así, los primeros se quedan con los reyes. Y los segundos, con los dioses. Tailandia tiene de ambos en cantidades asombrosas, acaso únicas en el mundo. Con la misma perseverancia –aunque sin su soberbia criminal- con que, en Estados Unidos o Israel, la ultraderecha exhibe su músculo idiotizado por la religión y otros tejidos adiposos, aquí se acude a los templos para honrar a un monje que predica la privación con la probada credibilidad de un antepasado, y fuera de ellos, se venera a un rey como si fuera un padre, infantilismo incluido en las estampas de pastelería social sembradas en la ciudad. Y que se encuentran con lo religioso en las aberrantemente serviles muestras de exaltación del amor debido vistas hace nada, cuando el cumpleaños de la reina consorte. Como un juguete creado por nuestra mano derecha, al que la mano izquierda decide creer cuando aquel echa a andar, algo que crear resiste camuflado en algo que creer. Hibernado y a la vez visitable, como Disney.

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De lo que no se puede hablar se ha de escribir. Sólo preguntar por la monarquía agrede aquí al mismo tiempo a quien pregunta y a quien tiene prohibido responder. Pero el silencio se aproxima al grito a medida que el rey envejece, rumbo al mismo gusano al que pertenece la mera idea de monarquía en cualquier sitio. No podemos hablar de eso –escuchas- pero si se nos pregunta, diremos que no nos gusta su hijo, que todo va a cambiar si se plantea su sucesión. No es un viaje extraño el que va del amor a la indiferencia o el desprecio, pero aplicado a una idea con siglos de vigencia, agrada ver su vulnerabilidad, tan próxima a la de cualquiera de nosotros, cuya ascendencia sobre el resto de los mortales, lograda en su origen entre un deseo tribal y mitológico de dominación, y la necesidad de un liderazgo que pusiera fin a disputas perennes, declina hoy por sus opuestos respectivos: la consagración de procesos democráticos renovables periódicamente, y el derecho, emanado de lo anterior, de convertir la antipatía en despido fulminante.

Cuadros de una exposición


El curso de masaje ha terminado y previo al examen, ocho personas se afanan en ensayar las 62 posturas con sus compañeros respectivos. La práctica puede lograr de semejante acto de previsión y memoria una carrera muscular que toma a idéntica velocidad curvas y rectas, pero la lentitud con que se afanan tiene a estas horas más de mimo que de práctica sanadora. Las tan distintas calidades suceden en la misma sala, en un silencio idéntico que va del paciente al cuaderno de apuntes bajo la mirada de los instructores, y de repente es todo un cuadro, un solo motivo que se repite con distintos grados de retardo, una secuencia que se aproxima a la perfección desde ese ángulo insospechado de la lección de anatomía: el dibujo, el trazo.

Qué hacer con un monzón


Uno se ducha varias veces al día en Tailandia: una tras despertarse, otra al llegar al hotel, de noche. Y en medio, una tercera que sucede a cámara lenta a lo largo del día, dentro de tu camiseta, por todo tu cuerpo. Asi que el diluvio que a veces sobreviene funciona como un acelerador de partículas al aire libre: reproduce lo que ya tienes encima, sólo a mayor velocidad y con su propia música al ducharte. Cualquiera ha estado ya antes bajo lluvia semejante, sólo que raramente en manga corta y sandalias como pasa aquí cuando pasa. Es raro pensar que el bañador que llevas es un arca.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Al diploma lo que es el diploma


La precisión con que un masaje tailandés exige reconocer huesos y músculos involucrados en 62 posturas para las que has dispuesto de 7 horas de práctica durante los cuatro días que dura el curso, ofrece un promedio inmune a estiramientos: 9 posturas por hora de ensayo. Puesto que pasas la mitad del tiempo sirviendo de paciente a otro estudiante, el ajuste real es 9 cada media hora: 3,33 minutos por postura. Alguna de las cuales incluye más de seis movimientos distintos. En el mejor de los casos, has aplicado cada postura un par de veces. Si apruebas un examen, recibes un diploma que acredita que te han enseñado 62 posturas en 4 días. No habla de ti, sino de ellos.

Siga a ese sofá


Si tienes suerte, al llegar a un país que no es el tuyo, conoces a alguien nativo con quien descifrar el mapa sin esfuerzo. Si tienes aún más suerte, viajas con Teresa y su corte infinita de personas posibles, disponibles en todo el mundo, a los que has conocido no un día después de aterrizar, sino semanas o días antes, vía couchsurfing.com. Puedes llamarte Pico y servir de chofer en sidecar por el extrarradio rural de Chang Mai. Puedes ser Tulika y llevarnos a un restaurante hermoso, una vez en la ciudad. Puedes ser Mai y ofrecerte a vernos cuantos días podamos. Puedes ser Brian, quien después de enseñarnos Bangkok en siete horas a la carrera, duerme en el sofá mientras nosotros en su cama. Puedes ser Jan, que nos dedica un día, su noche y sus amigos. O Vanda, que nos lleva al que ha de ser el más ortodoxo restaurante vegetariano posible. Es impensable tanta generosidad, tanto afecto desinteresado, tanta disponibilidad con alguien a quien no has visto en tu vida e improbablemente verás de nuevo. Y sin embargo se mueve. Justo delante de ti.

Ao Phra Nang


Hay que saber irse –piensa uno mientras el atardecer borra al tiempo nuestra estancia en Railey y los perfiles de la playa majestuosa de Ao Phra Nang, en la costa Oeste. Lo que uno está pensando es, pues, que hay que saber dónde volver. El día en que la full moon party ha desplazado al golfo de Tailandia a buena parte del turismo, tocamos en esta parte del país casi a playa por persona. Es una forma de patrimonio indescifrable que los monos ceden de día y heredan de nuevo, llegada la noche. Apenas se ve cuando nos vamos, y no cuesta sentir que lo que escapa apresuradamente a nuestro paso no son cangrejos sino la pura riqueza.

sobre la tela de una araña


Los elefantes, símbolo orgulloso del país, necesitan centros que reparen y alivien tanta gloria. Si en vez de domesticarlos brutalmente se les toreara, en vez de conservacionistas tendríamos intolerantes carentes de todo sentido de la libertad cultural. Qué utilidad puede tener un paquidermo dejado vivir libre en su hábitat, comparado con la rentabilidad que se obtiene de subir y bajar de él turistas, o ponerle a pintar o tocar instrumentos musicales en las calles de Bangkok. El argumento es el ubicuo: alguien está dispuesto a pagar por ello y eso basta. Familiarmente, la tradición hace aquí lo que el toreo extrae en españa de la raigambre nacional, aunque sin esa gloria nuestra por la cual el adn de una sociedad se obtiene de la sangre, y cuanta más sangre, al parecer más adn. Sólo que el elefante es una caja registradora, atrae turismo, y como tal, la tortura de su domesticación busca generar ingresos: es un impulso animal contra otro. Nada le da a uno más asco en la distancia con españa que la pretensión de arte con que, en lo taurino, se sacraliza el bestialismo que domeña otro, esos que subidos al toro ensangrentado hablan de paisaje.

etc


En incontables puestos callejeros, una décima parte de la población cocina para el 90% restante, quienes ni cocina tienen. En los vuelos domésticos viajan casi exclusivamente turistas. Hay tanto bazar y tan barato que uno no sabe si lo que está comprando es la imitación o la imitación de la imitación. Al punto de que, puestos a imitar los discos, como en cualquier otra sociedad de piratas, prefieren imitar a quien los canta, y es complicado oír una canción que no sea su versión. Tatuada la religión en la política y viceversa, frecuentan un Buda dentro de los templos al que tratan a cuerpo de rey, y un rey fuera de ellos al que veneran como a un dios. En las recepciones de no pocos hoteles, raramente hablan o entienden inglés, aunque su trabajo sea tratar con turistas…

De compras


Cercados en el vagón del metro por colegiales uniformados, constancia de cuán similares son los formatos de quienes de día pululan Bangkok escrupulosamente vestidos de colegio, incluso en la universidad, con los de quienes, de noche en los barrios prostibularios, tristemente semejan el mismo colegio –caras aniñadas, grupos bien nutridos, el mismo uniforme, esta vez sin apenas ropa que las cubra. Y ese otro añadido, a su lado: el de los clientes con edad de ser profesores, tantos de ellos jubilados.

Libras de carne y alma


Una de las cosas que llaman la atención acerca de los altares, diminutos como casas de muñecas, que hay por doquier, dedicados a honrar a los espíritus, es cómo se las apañaban éstos cuando no tenían quien los alimentara diariamente con ofrendas. O cómo se concilia la sagrada atención a tanto espíritu, con el alquiler indiscriminado del cuerpo que, en los prostíbulos al aire libre de Bangkok, muestra a ambos en el mismo escaparate. Uno recuerda cuando, de niño, jugaba con geipermanes y les adjudicaba ese rol a cambio de matarles y resucitarles: el de que hicieran mi santa voluntad.