sábado, 30 de abril de 2022

Que Burnham te conserve la vista

Probando que construir y demoler comparten a veces las mismas promesas y similares eslóganes políticos, decir la Escuela de Chicago nombra maniobras tan opuestas como sean una rama de la mejor arquitectura del siglo XX y al mismo tiempo una escuela de pensamiento económico considerada uno de los núcleos fundadores del sistema neoliberal. Un ejemplo tragicómico ilustra esa convivencia: en la década de 1920 la expansión demográfica y territorial de la población afroamericana de Chicago hizo temer a parte de la población blanca por lo sagrado de sus valores y sus privilegios. “Todo hombre de color que se adentra en Hyde Park sabe que está dañando la propiedad del hombre blanco. Por tanto, está librando una guerra contra el hombre blanco”-imprimió la publicación oficial de los propietarios locales. 

Uno de los empresarios inmobiliarios más pujantes hizo imprimir entonces folletos que alertaban de que “vienen los negros. Si no nos vendéis puede que no consigáis nada”. Repartidos entre las zonas de Kenwood y Hyde Park, aquellos propietarios blancos con un racismo menos negociable se deshicieron de sus propiedades a precio de crisis. Fue lo que esperaban esa y otras agencias inmobiliarias para empezar a vender esas mismas casas a cuanto ciudadano negro pudiera pagar por ellas el doble o el triple del precio por el que fueran vendidas poco antes. 

Escrita por Sammy Cahn y Jimmy Van Heusen en 1964 y popularizada por Frank Sinatra, la canción My kind of town incluía dos líneas -Chicago is a Wrigley Building/ Chicago is the Union Stockyard- que, hablando de parte de la más conocida arquitectura de la ciudad, también citaba, sin tener que cambiar una sílaba, respectivamente algo tan estadounidense como la sede de la compañía de chicles Wrigley, y la industria del envasado cárnico que con el tiempo se convirtiera en el proveedor mundial de carne de cerdo. 

Si la primera de esas líneas parece ansiar la falsa elasticidad que promete su Escuela económica, es el olor a quemado el que representa a la Escuela de arquitectura. El incendio que arrasó la ciudad (pese a la ironía de que sus edificios más altos eran entonces las torres de bomberos) trajo la especulación posterior de los terrenos calcinados al mismo tiempo que una legislación que en 1874 prohibía las estructuras de madera. Donde se levantaran casas hechas de tablones, la prosperidad financiera del país eligió Chicago para modelar un nuevo tipo de ciudad en el molde de Nueva York (“la idea arquitectónica más original consistía en querer alojar a millones de inmigrantes en casas de vecindad” -escribiría Doctorow). Con la necesidad de erigir más plantas que amortizaran el coste de construir con materiales nuevos y más caros, llegaron el resto de avances tecnológicos: la electricidad creó ascensores con los que llegar al piso treinta o cuarenta. Los pilares de hormigón conquistaron el suelo demasiado húmedo. Las estructuras metálicas llegadas del siglo previo fueron revestidas según el uso al que estuviera dedicado el edificio. Las ventanas corridas se adueñaron de las fachadas. Cuando Mies van der Rohe llegó a Chicago en 1938, pareció que la ciudad siempre había estado esperándole.

Como si quisiera mezclar ambas escuelas, Max Weber había formulado décadas antes una teoría de tres componentes de estratificación (clase social, estatus y partido político), como si tratara de equilibrar la aparente neutralidad del hierro, el ladrillo y el cristal. 

Los muros de carga, que en muchos casos fueron eliminados, se encarnaron poco después en las cargas insoportables que practicantes de sus dogmas como Ronald Reagan o Margaret Thatcher arrojaron sobre las espaldas de decenas de millones de personas, desprotegidas desde entonces frente al empobrecimiento gradual e imparable de sus sociedades, a merced de los efectos devastadores de la desregulación de los mercados. Milton Friedman, uno de sus rostros más visibles, era retratado hace unas semanas en un artículo a través de una novela de Ayn Rand en la que un hombre jamás claudica en su empeño individual. Ese personaje es un arquitecto. 

Observados tantos de sus edificios desde abajo, se hace difícil ver una Escuela sin dejar de ver la otra. El reflejo de sus ventanas innumerables y bellísimas parece sugerir que la mirada que intente penetrarlas solo podrá rebotar en ellas como la necesidad ante el gran dinero. Sus perfiles lisos y compactos contienen también la impenetrabilidad de las grandes corporaciones. El modo en que semejan esculturas monolíticas que siempre hubiesen estado allí incomoda con solo pensar en verse en la obligación de esperar algo de quienes las poseen o las alquilan. 

Como un acto de fe en la Escuela necesaria, durante el desfile que marcara la celebración de la firma de la Constitución de 1787 en Filadelfia, la carroza más lenta y aparatosa era la nombrada El Nuevo Techo. Desplazada merced a diez caballos blancos (previsible), aspiraba a simbolizar la forma en que el nuevo texto legal cobijaba desde ese momento, sana y salva, a la sociedad. Detrás de la carroza desfilaban cuatrocientos cincuenta arquitectos. 

Sunday in the park with Sondheim

También quien contempla un cuadro posa para el resto de personas que esperan su turno para poder tener una visión clara del lienzo. Pintado entre 1884 y 1886 por Georges Seurat, Una mañana de domingo en la isla de la Grande Jatte es un cuadro grande (2,07 metros x 3,08), fácilmente visible en su ubicación actual en The Art Institute de Chicago. Observarlo entre quienes inevitablemente están siempre delante de él es ver añadir personajes a la composición.

Y sin embargo quien entrara en esa sala a contemplarlo en 1982 habría advertido que dos de los visitantes permanecían horas delante del cuadro sin entrar en él, tomando notas, hablando de él como si quisieran o pudieran hablar con los personajes que en él aparecen. Aunque solo uno de estos -una niña vestida de blanco- devuelva la mirada desde el centro del cuadro. Solo los vigilantes de esa sala sabían que esos dos hombres volvían día tras día. Y únicamente para observar ese cuadro, con lo que eso supone de agravio en un museo tan dotado de obras mayores.

Stephen Sondheim y James Lapine pasaron días observando el cuadro de Seurat. El resultado fue Sunday in the park with George. El décimo quinto musical de Sondheim, el primero de los que haría junto a Lapine, y el más improbable desde que anunciara su renuncia a seguir escribiendo teatro musical tras ver cómo su obra previa -Merrily we roll along (1981)- apenas permanecía en cartel dieciséis días. Quizá por eso, al crear en esa encrucijada, hay momentos de ambos actos que recuerdan a sendos pasajes de éxitos suyos previos -Follies (1971)- y de otro que llegaría después -Into the Woods (1987).

El primer acto de Sunday in the park with George muestra la peripecia de George (Seurat) al negociar con aquellos que posan para él, especialmente su amante, quien sostiene un libro que emplea para aprender a leer y escribir, aunque en el cuadro no haya nadie que lea. El segundo acto traslada la acción a 1984, fecha del estreno y un siglo exacto desde que Seurat empezara a pintar el lienzo. En él, el bisnieto de aquella, artista también, se siente estancado, como si se repitiese, quizá porque además de retomar el nombre de pila de Seurat, es también su descendiente oculto. Será justo aquel libro de su bisabuela el que proporcione la clave del camino a tomar.

Lapine, autor del libreto, señaló en su día que en el cuadro faltaba la presencia de quien lo pintaba. No es algo que pueda decirse del musical: el lamento de George en el primer acto -cómo su dedicación al arte le ha apartado de poder amar en condiciones, resignado a que la plenitud de su arte prevalezca ante las relaciones personales- recuerda a algo que Sondheim dijera de sí mismo en los últimos años de su vida. Descendiente silenciado de Seurat, el protagonista del segundo acto parece estar hablando de la propia biografía de Sondheim, quien, tras separarse sus padres cuando contaba apenas diez años, halló en el letrista de musicales Oscar Hammerstein II un segundo padre, que además le influyó de forma absoluta en su propia carrera. Justo antes, mientras cursaba secundaria en una escuela privada de Pensilvania, el adolescente Sondheim había escrito un musical basado en vivencias escolares. Honrando el nombre de la escuela, el título de ese primer intento era By George.

No fue hasta 2002 que Sunday in the park with George pudo verse en Chicago. Quien en esos días saliera de ver la obra de Seurat en The Art Institute y entrara en el teatro a ver el musical de Sondheim y Lapine se reconocería quizá en los turistas estadounidenses que en la obra pasean por Paris odiando cuanto de francés ofrece Paris salvo sus pasteles. O cómo la obra de Seurat, adquirida por el museo estadounidense en 1924, tiene en el musical un dueño que calca ese viaje: si el George del primer acto es francés, el del segundo es ya plenamente norteamericano. 

Más sutil, cuando la amante de George (Seurat) decide dejarle para casarse con otro y viajar a América, su encarnación real tenía quizá lugar en la mente de un segundo escritor americano -E.L. Doctorow-, que mientras Sondheim y Lapine escribían su obra, escribía que “aquello en lo que podemos creer o no, lo que puede permitírsenos ver y no ver, es el museo cultural de nuestros valores, dogmas y presunciones”. También los que hablan de fracasar y levantarse. Uno de los más afamados dogmas estadounidenses -el valor de la derrota como aprendizaje- estaba en escena cuando una versión del musical se estrenó en Londres a finales de 2005. El actor encargado de dar vida a ambos George -Daniel Evans- había ganado un premio Olivier por encarnar al protagonista de Merrily we roll along, que estuviera a punto de interrumpir abruptamente la carrera de Sondheim. 

Éste, que apreciaba la contribución de la casualidad al éxito de su carrera, pudo haberla reconocido cuando, tras conocer a Lapine, éste sugirió adaptar la novela de Nathanael West A cool million, cuyo título tanto preludia ya a Seurat. Más aún, si acabaron desechando la idea fue porque una de las pinceladas del pasado de Sondheim volvía para ayudarle: la historia que contaba la novela había sido ya convertida en musical por Leonard Bernstein en su obra Candide.

Sondheim, cuya definición de su propio método de trabajo -el pensamiento lineal, hecho de intenciones, actos y consecuencias que se enhebran- suena a lo último que Seurat hubiera querido en quien hubiera de adaptar su obra, agradeció la compasión que la escritura dramática de Lapine trajo a sus canciones. También que éste, ligado a producciones nacidas en los márgenes de la industria, les permitiera estrenar Sunday in the park with George sin que el segundo acto estuviese terminado. Nada recuerda más a un cuadro que esto. 

viernes, 29 de abril de 2022

La luz habitable

 

En la sala de juegos de la casa que Frank Lloyd Wright se hizo construir en Oak Park, al oeste de Chicago, un teclado asoma de una pared. Al otro lado de ese tabique existe, entero, el resto del piano de cola del que forma parte. Si a Wright se le hubiese dado tan bien ocultar su estilo como esconder pianos quizá su carrera hubiera permanecido más tiempo ligada a la de Louis Sullivan. 

Wright contaba apenas veintidós años cuando pidió prestados 5.000 dólares para construir una casa en una parcela en la elitista zona de Oak Park. Se los pidió a Sullivan, en cuyo estudio de arquitectura -Adler & Sullivan- trabajaba desde hacía un año, y no sin escaso aprecio personal y laboral por parte de Sullivan. Éste puso como condición que todo el trabajo de Wright se enmarcara bajo la órbita del estudio. 

Eran cimientos claros y visibles en su relación contractual, y Wright se los saltó con una claridad temeraria: una vez fuera del horario laboral, diseñó varias casas unifamiliares, alguna de ellas a escasa distancia de donde vivía el propio Sullivan. Todo lo que tuvo que hacer éste para descubrirlo fue probablemente pasear al perro. Cuatro años más tarde Wright abandonó el estudio y durante doce años él y Sullivan no se dirigieron la palabra, acerca de lo que Wright daría con el tiempo versiones contradictorias. 

Tampoco es que éste se guardara la osadía para las grandes ocasiones. Su propia casa, posteriormente ampliada para acoger su estudio, y hoy visitable, fue diseñada y construida en un tiempo en que sus estancias debían ser iluminadas por candiles de gas. Pero la electricidad ya circulaba por Chicago en esos días. Y Wright incluyó la instalación eléctrica en el diseño de su casa para cuando el tendido llegara hasta allí. Como si fuera una instrucción profética, Wright abriría su propio estudio de arquitectura al mismo tiempo que la Exposición Universal de 1893 alumbraba sus edificios imponentes, sus calles y sus plazas con tanta electricidad como para triplicar, durante los seis meses que permaneció abierta, el consumo de toda la ciudad de Chicago.

Muchas de las casas, magníficamente conservadas, en esa parte de Oak Park debían estar ya allí en 1899 cuando Wright diseñó su casa, de líneas tan obviamente desprovistas de los ornamentos que caracterizan al resto de construcciones neoclásicas y neogóticas del vecindario, y que con el tiempo albergarían más casas suyas.

El día que Sullivan se paraba asombrado delante de lo que parecía un diseño de su joven pupilo pudo haber también paseado un par de calles más allá de la que habitaba Wright, hasta pasar delante de una de esas otras casas de madera, bellas pero tradicionales, que no necesitaba mirar. Situada a apenas unos minutos andando de la casa de Wright, el mismo año en que ésta era edificada, Ernest Hemingway nacía a escasos doscientos metros sin que Sullivan, que moriría dos años antes de que aquel viera publicada su primera novela, llegara a saber lo mucho que el estilo de Hemingway -sobrio, despojado, claro- iba a parecerse al de Wright. Como si bastara un tramo de calle para engendrar dos revoluciones a la vez.

miércoles, 27 de abril de 2022

De carne y piedra


130 años antes de que Kurt Vonnegut volcase en su novela Matadero cinco su experiencia como soldado norteamericano durante el bombardeo aliado de Dresde en la Segunda Guerra Mundial, el argentino Esteban Echeverría había escrito el relato El matadero, una historia de la represión en ese país a mediados del siglo XIX. Upton Sinclair vivió entre ambos, casi literalmente. Nacido veintisiete años después de la muerte de Echeverría, murió cuatro meses antes de que Vonnegut viera publicada su novela. De necesitar alguna referencia más cercana, Sinclair pudo haberla hallado en La isla del dr. Moreau, la parábola cruenta de H.G. Wells, publicada diez años antes, sobre la tortura animal inseparable del maltrato y la esclavitud humana, que en uno de sus capítulos une la letanía de las obligaciones de los animales amputados hasta ser hombres –“No caminar a cuatro patas; No beber agua con la lengua; No matar carne o pescado. No arañar la corteza de los árboles; No cazar a otros hombres. Esas son la Ley. ¿No somos Hombres?"- con las consecuencias de ignorarlas –“Suya es la casa del dolor. Suya es la mano que crea. Suya es la mano que hiere. Suya es la mano que cura. Suyo es el relámpago” (disparo).

Publicado por entregas en el periódico The Appeal en 1905 y posteriormente como libro en una edición mutilada, la propia suerte del texto de Sinclair sobre los mataderos de Chicago pareció honrar lo que de ellos decía: “Cada uno de estos pobres animales era una criatura completa. Los había blancos, negros, pardos y manchados. Unos eran viejos, otros jóvenes; algunos se ofrecían a la vista grandes y colgados, otros monstruosos. Y todos y cada uno tenían una individualidad, una voluntad y esperanzas y deseos; cada uno de ellos estaba en la plenitud de la confianza en sí mismo, de su importancia y de su dignidad”. Simulando describir hombres, estaba hablando en realidad de cerdos. Quizá porque sus condiciones de vida y su futuro no distaban tanto.

El nombre de ese libro -La jungla- describía dos ciudades simultáneas y superpuestas en el mapa. Una, formada por el ganado vacuno y porcino, abarcaba de norte a sur hasta donde la vista podía vislumbrar. “Antes de que caiga la noche, todos estarán muertos y troceados” -escucha el protagonista al llegar a los mataderos. Directa o indirectamente, una quinta parte de la población de Chicago vivía del transporte, sacrificio, manipulación y distribución salida de los mataderos.

Entre ocho y diez millones de reses, cerdos y ganado lanar llegaban y salían envasadas de Chicago cada año. Uno de los cálculos apuntados en el libro estimaba -hace ahora un siglo largo- en más de doscientos cincuenta millones de animales sacrificados desde que una de esas factorías cárnicas echara a andar. Mencionando cuarenta millones de víctimas anuales, un segundo cálculo sugiere tanta sangre como para crear un segundo lago Michigan.

El trazado de ferrocarril necesario para desplazar semejante volumen de mercancías, y la logística necesaria para regir sus idas y venidas, acabó por crear el sistema horario por zonas, aún vigente en el continente. Las huellas de ese descomunal comercio por tren (15 compañías de ferrocarril disponían de terminal allí en 1860) aún son nítidas en el mapa de Chicago.  

La zona conocida entonces como Back of the yards, en el sudoeste de la ciudad, que albergara en el siglo XIX y XX los Union Stock Yards o distritos en los que se empaquetaban los alimentos, albergaba, como la legislación sanitaria para el consumo de carne y los derechos laborales, amplias lagunas que eran, de hecho, vastos descampados. La “gran llaga” que era la ciudad se desarrollaba como si empleara esos espacios de vertederos. Allí prosperaban “hierbas amarillentas y sucias que cubrían innumerables latas de tomate vacías”. También crecían en cantidades incontables miríadas de niños pese a que la zona carecía de escuelas y que era frecuente hallarlos jugando en los estercoleros. Las casas formaban hileras por encima del nivel de la calle, por la que corrían arroyos y fosos, “grandes socavones llenos de agua verdosa y pestilente. En esas charcas jugaban los niños. Uno se preguntaba de dónde podían venir los enjambres de moscas que oscurecían el aire, y el extraño fétido olor que impedía la respiración, hediondez de todas las putrefacciones del mundo juntas.” Las casas se levantaban sobre un terreno hecho de basuras y desperdicios de la ciudad. Como un sobrante más, la mortandad infantil era cinco veces superior al resto de los distritos. “¡Eran tan inocentes, habían llegado hasta allí tan confiados, y sus protestas parecían tan humanas, tan justas!” -escribió Sinclair. Acerca de los cerdos, aparentemente.

En 1968 un militante demócrata especialmente valioso como precursor de la organización comunitaria escribió acerca de esa zona que “la gente está destrozada y desmoralizada, sin trabajo o recibiendo salarios paupérrimos, enferma, viviendo en chabolas mugrientas, putrefactas y sin calefacción, con apenas comida y ropa para seguir viviendo… era una sentina de odio; los polacos, eslovacos, alemanes, negros, mexicanos y lituanos se odiaban entre sí, y todos ellos odiaban a los irlandeses, que devolvían ese sentimiento a paletadas”. 

En el taxi que nos devuelve, 117 años después, al aeropuerto, un taxista nepalí que lleva 12 años en Estados Unidos, fuera maestro de escuela en su país natal, escribe poesía y dice gustarle mucho el país de acogida porque oferta muchas oportunidades, pese a que también lo son casi siempre de subsistir mal pagado, llama basura a muchos de quienes llegan hoy desde Centroamérica y Sudamérica. Con esa extraña facilidad con que la carne que sobrevive al matadero habla a veces de aquellas que no lo consiguen.

Nombrada en 2021 la segunda ciudad más bella del mundo tras Praga, y poco antes, la de mayor calidad de vida urbana de las 32 mayores ciudades del mundo, es al mismo tiempo un lugar en el que una de cada cinco personas vive en la pobreza, con lo que eso significa en un país en el que el papel público en la protección de los más desfavorecidos es sistemáticamente atacado por el partido republicano en todo el país. Habiendo sido escrito en su día para describir la sociedad de 1905, las líneas de Sinclair hablan en la actualidad de esas fuerzas retrógradas, racistas y fanáticas que pastan hoy en las mentes de buena (mala) parte de su población como antaño terneros y cerdos: “gobernada por extrañas fuerzas, llena de criaturas que se depredaban mutuamente, que no cesaban en su cacería, que por la mañana seguían las huellas de sus víctimas y de noche las acechaban a su paso. La única diferencia era que no buscaban sangre, sino dinero, aunque tan pronto uno se había convertido en presa una o dos veces, entendía entonces que no había ninguna diferencia en ello”.

martes, 26 de abril de 2022

La exposición universal

De la misma forma que la longevidad brilla siempre menos que el momento histórico (sea éste público o íntimo), la fama, que necesita viajar deprisa, agradece frecuentemente transportar lo que no existe. Quien en 1893 quisiera apreciar las virtudes combinadas del afán urgente de prestigio y el resplandor imposible de lo fugaz solo tenía que mirar hacia Chicago. Allí se erigió, en un plazo irrealmente breve, la Exposición Universal que coincidía con el cuarto centenario de la llegada de Colón a América. 

De camino a las tres décadas de paz transcurridas desde el final de su segunda Guerra Civil en ochenta años, la urgencia por salir de lo efímero sacudía Estados Unidos y Chicago parecía dispuesta a simbolizarlo lo mejor posible, ya fuera desde la dificultad de erigir los edificios mastodónticos sobre el último suelo que hubiera deseado un arquitecto, a mostrar, literalmente, la forma en que la Reconstrucción (física y legal) que siguió a la guerra civil de 1861 podía ser expresada con ladrillos, cemento y acero. Si Estados Unidos deseaba que la exhibición de sus capacidades sucediera unida a su capacidad para levantarse de sus cenizas, había pocos ejemplos más claros que Chicago, erigida de nuevo en poco tiempo tras el incendio que en 1871 arrasara 18.000 edificios y dejara sin casa a 100.000 personas. 

En las 250 hectáreas que ocupó la Exposición Universal junto al lago Michigan, en lo que era y es Jackson Park, cabía una guerra. Y de hecho eran dos: la que libraba el prestigio ansiado contra el precedente que supusiera cuatro años antes la Exposición Universal precedente en Paris, con la Torre Eiffel de símbolo invencible. Y la que tenía el tiempo disponible como enemigo. A medida que la presión por representar a todo un país añadía gigantismo a los proyectos arquitectónicos, el vaciado de la promesa se tradujo en la eliminación del ladrillo como elemento acompañante del acero y la piedra. “No habrá uno solo en todo el recinto” -dijo Daniel Burnham, el arquitecto responsable. 

Como si también eso fuera parte esencial de la rentabilidad nacional del trampantojo, la sustitución inicial del ladrillo por una mezcla resistente de yeso y yute, que aplicada a estructuras de madera semejaba piedra, pareció representar aquellas partes de la simulación que abandonaban el mundo o eran rechazadas por añejas. El mayor representante nacional de la farsa vendida como verdad -el empresario circense P.T. Barnum- moría, de hecho, durante la construcción de la Exposición Universal. 

Y el que aún viviría hasta 1917 -Buffalo Bill- era, tras ser rechazado por la organización, obligado a comprar una parcela anexa en la que poder exhibir su espectáculo que recreaba la conquista mitificada del Oeste a costa de los indios que hallara la civilización blanca en su camino. Esas seis hectáreas generaron muchísimo dinero para Bill sin que pudiera decirse que éste ahorrara esfuerzos a cambio de ese dinero: el número de personas -soldados, indios, cosacos- sobrepasaba los doscientos cincuenta. Y equivalente número de animales -caballos, búfalos, alces y mulas entre otros. 

En los seis meses que permaneció abierta recibió más de veintisiete millones de visitas en un tiempo en que la población estadounidense era de sesenta y cinco millones. Consumió el triple de la electricidad que consumía la ciudad entera. Antes, la búsqueda del símbolo que representara la visión norteamericana, tratando de superar a Eiffel elaboró algunas propuestas que, si querían hacer olvidar a Francia, parecían salidas de Julio Verne, uno de sus hijos predilectos: un concurso organizado por un periódico atrajo la propuesta de dos torres que se desplegaban a intervalos dentro de una base de treinta metros de alto y ciento cincuenta de ancho. Un inventor sugirió una torre de doscientos setenta metros de alto, trescientos de diámetro y que penetraba en el suelo otros seiscientos. Una tercera propuesta elevaba la altura de la torre a mil doscientos metros, añadía un vagón con capacidad para doscientas personas que serían lanzadas desde lo alto por medio de una goma que impediría la catástrofe. El ingeniero -relata Erik Larson en su novela El diablo en la ciudad blanca- recomendaba que el suelo estuviera, no obstante, cubierto con colchones de plumas que sumaran dos metros y medio de alto. 

Poco después hubieran sido empleados para dormir a la intemperie. A la ensoñación sucedió la normalidad: la crisis financiera que sacudía el país y enviaba diariamente a miles de personas a la precariedad llenó de indigentes los pabellones una vez que la Exposición Universal hubo cerrado. Muchos de ellos eran los mismos que habían trabajado durante años en levantar ese mismo escenario que ahora, por fin, ocupaban como propio. Los disturbios llevaron a enfrentamientos con la policía y ésta los reprimió brutalmente. 

Si las columnas de humo eran visibles desde Jackson Park no pasó mucho tiempo sin que fuera al revés. Y ni siquiera debió necesitar que fuera provocado por las hogueras que apenas calentaban las noches del invierno de Illinois. Nueve meses después de que cerraran sus puertas, siete de los mayores edificios del complejo ardieron víctimas de fuegos intencionados. Como si esa atracción temporal -el incendio y el calor proporcional- fuera el último de los espectáculos de la Exposición Universal.

lunes, 25 de abril de 2022

Más madera, es el destino


En el siglo XIX Estados Unidos estaba hecho de madera. Y ardía cada poco. Tanto que parte de las llamas del siglo XX venían del siglo previo. Nacido en 1899, Alphonse Gabriel Capone, que iba a dedicar su vida a extender el fuego del crimen organizado, llevaba siempre encima tarjetas de visita en las que, camuflando el incendio o sugiriéndolo, decía dedicarse a la venta de antigüedades. La gran mentira era a esas alturas una tradición americana. A eso mismo -vender historias falseadas- había dedicado su vida Phineas T. Barnum, primero como empresario de museos que mezclaban la historia natural con el mito pensado para atraer incautos, y después como empresario circense. 

Ni siquiera el fuego había podido con él. El museo que refundara en Nueva York, durante veinte años el más visitado de la ciudad, y probablemente del mundo, ardió tres veces de 1864 a 1868. El país entero lo había hecho de 1861 a 1865 en la Guerra Civil que terminó con la derrota del sur esclavista.

A Chicago no le llegó el turno hasta 1871, cuando un enorme incendio devastó la ciudad durante 36 horas. Al Capone seguía vivo cuando Henry King rodó In old Chicago en 1938, la historia de una familia de origen irlandés que prospera enormemente y en sentidos opuestos: uno de los hijos como empresario -corrompible- de music hall, otro como alcalde de una integridad absoluta. El fuego que, literal y simbólicamente, purifica al primero (si bien cuando ya no importa) exige la muerte del segundo. Ambas están narradas como una epifanía de honor, unión y tradición familiar pese a que la madera del primero está podrida hasta la médula. 

Encarnado por Tyrone Power, representa el clásico héroe cuyos actos miserables suceden redimidos por su atractivo, su simpatía y cierta pureza que siempre merecería la pena esperar de él pese a que soborna, engaña y miente. Acunado en un guión mediocre, la imposible ética que hay en sus actos se refugió en el infantilismo de ansiar ver feliz a su madre pese a que traiciona una y otra vez cuanto ésta demanda o representa. 

En 1938, antes de que Estados Unidos se entregara a la elección de presidentes miserables, cretinos o dementes, Franklin Delano Roosevelt afrontaba el segundo de sus cuatro mandatos consecutivos, y sus políticas públicas posteriores a la Gran Depresión, insultadas como maniobras comunistas en los amplísimos medios controlados por Hearst, parecían resonar (tanto como la calaña exacta de sus millonarios opositores) en uno de los primeros parlamentos exaltados del protagonista de la película de King que luego será alcalde: “qué os importa la gente mientras sigáis llenándoos los bolsillos. No me extraña que esta sea la peor ciudad de este país con políticos como Gill Warren al mando. Qué les importa que Chicago vaya mal si ustedes tienen toda la ternera y el cerdo del mundo”

Un siglo después Norman Mailer transcribiría un símil enunciado por un candidato demócrata, que afirmaba que, al contrario de lo que pensaba Lyndon B. Johnson (presidente en ese momento), los políticos no eran reses sino cerdos. “Para que las reses caminen hay que hacer un poco de ruido, y después espolearlas con más y más ruido. Mientras que con los cerdos hay que hacer un ruido atronador desde el principio. Una vez que se reduzca el tono de voz, los cerdos seguirán marchando.”

Cuando la película fue rodada solo habían pasado cinco años desde que Anton Cermak cumpliera sus escasos dos años como alcalde, en los que introdujo en empleos públicos a polacos, ucranianos, checos, italianos, negros, incluso a irlandeses que habitaban las zonas más pobres. Antes que él, el alcalde William Hale Thompson proporcionó a la población afroamericana tantos puestos de trabajo que el ayuntamiento pasó a ser insultado como “la cabaña del tío Tom”. Encargado de recibir la gratitud acumulada de la raza blanca más racista, Cernak fue asesinado mientras saludaba al presidente recién electo, Roosevelt. La bala era probablemente para éste último. 

De las cenizas atronadoras de Chicago en la película quedan en pie los peores cimientos familiares: la terquedad y prejuicio religioso de la madre, y el bellaco y mentiroso pertinaz de su hijo. Juntos prometen prosperar de nuevo, ser, como la ciudad, una semilla indestructible. La idea arraigó. No habían pasado treinta años desde que el incendio arrasara un área aproximada de 10 kilómetros cuadrados, dejando en la calle a más de 100.000 personas, y Chicago era ya una de las mayores ciudades del mundo. 

La reconstrucción de las ciudades sucedió en paralelo a la Reconstrucción del país tras la Guerra Civil. Los cimientos que se mejoraban en un caso se derruían en otro. El tiempo posterior a la abolición de la esclavitud muy pronto se convirtió solo en la que llevaba a la segregación, y ésta muy pronto no necesitó de leyes para darse con todo el rigor de que gozara la esclavitud. Como si imitaran el modelo constructivo que en las ciudades sustituía la madera por el cemento y el ladrillo, el hormigón ideológico que funda hoy por entero al partido republicano se consolidó y solo entonces hizo arder de nuevo los derechos civiles de la población negra. El derecho al voto fue obstaculizado primero y finalmente prohibido en muchos estados. “A cualquier político (del partido que después sería el republicano) que prescinda de insinuar que los negros son gorilas degenerados se le considera carente de entusiasmo” -observó un periodista francés en 1868 al asistir a la Convención nacional.

El fascismo norteamericano encarnado en el KKK hizo el trabajo sucio de las comunidades del sur donde el racismo era un elemento constitutivo. Y éste pervivió hasta la década de los setenta sin necesidad de ocultarse ni de dejar de matar a quienes, blancos o negros, clérigos o presidentes de la República, se oponían al supremacismo blanco. El incendio que había quemado las mejores naves de la nación ya no iba a dejar de arder. En 1871 Lincoln, que trabajara de abogado en Illinois y pasara allí ocho años en su Cámara de Representantes, llevaba seis años muerto.