De la misma forma que la longevidad brilla siempre menos que el momento histórico (sea éste público o íntimo), la fama, que necesita viajar deprisa, agradece frecuentemente transportar lo que no existe. Quien en 1893 quisiera apreciar las virtudes combinadas del afán urgente de prestigio y el resplandor imposible de lo fugaz solo tenía que mirar hacia Chicago. Allí se erigió, en un plazo irrealmente breve, la Exposición Universal que coincidía con el cuarto centenario de la llegada de Colón a América.
De camino a las tres décadas de paz transcurridas desde el final de su segunda Guerra Civil en ochenta años, la urgencia por salir de lo efímero sacudía Estados Unidos y Chicago parecía dispuesta a simbolizarlo lo mejor posible, ya fuera desde la dificultad de erigir los edificios mastodónticos sobre el último suelo que hubiera deseado un arquitecto, a mostrar, literalmente, la forma en que la Reconstrucción (física y legal) que siguió a la guerra civil de 1861 podía ser expresada con ladrillos, cemento y acero. Si Estados Unidos deseaba que la exhibición de sus capacidades sucediera unida a su capacidad para levantarse de sus cenizas, había pocos ejemplos más claros que Chicago, erigida de nuevo en poco tiempo tras el incendio que en 1871 arrasara 18.000 edificios y dejara sin casa a 100.000 personas.
En las 250 hectáreas que ocupó la Exposición Universal junto al lago Michigan, en lo que era y es Jackson Park, cabía una guerra. Y de hecho eran dos: la que libraba el prestigio ansiado contra el precedente que supusiera cuatro años antes la Exposición Universal precedente en Paris, con la Torre Eiffel de símbolo invencible. Y la que tenía el tiempo disponible como enemigo. A medida que la presión por representar a todo un país añadía gigantismo a los proyectos arquitectónicos, el vaciado de la promesa se tradujo en la eliminación del ladrillo como elemento acompañante del acero y la piedra. “No habrá uno solo en todo el recinto” -dijo Daniel Burnham, el arquitecto responsable.
Como si también eso fuera parte esencial de la rentabilidad nacional del trampantojo, la sustitución inicial del ladrillo por una mezcla resistente de yeso y yute, que aplicada a estructuras de madera semejaba piedra, pareció representar aquellas partes de la simulación que abandonaban el mundo o eran rechazadas por añejas. El mayor representante nacional de la farsa vendida como verdad -el empresario circense P.T. Barnum- moría, de hecho, durante la construcción de la Exposición Universal.
Y el que aún viviría hasta 1917 -Buffalo Bill- era, tras ser rechazado por la organización, obligado a comprar una parcela anexa en la que poder exhibir su espectáculo que recreaba la conquista mitificada del Oeste a costa de los indios que hallara la civilización blanca en su camino. Esas seis hectáreas generaron muchísimo dinero para Bill sin que pudiera decirse que éste ahorrara esfuerzos a cambio de ese dinero: el número de personas -soldados, indios, cosacos- sobrepasaba los doscientos cincuenta. Y equivalente número de animales -caballos, búfalos, alces y mulas entre otros.
En los seis meses que permaneció abierta recibió más de veintisiete millones de visitas en un tiempo en que la población estadounidense era de sesenta y cinco millones. Consumió el triple de la electricidad que consumía la ciudad entera. Antes, la búsqueda del símbolo que representara la visión norteamericana, tratando de superar a Eiffel elaboró algunas propuestas que, si querían hacer olvidar a Francia, parecían salidas de Julio Verne, uno de sus hijos predilectos: un concurso organizado por un periódico atrajo la propuesta de dos torres que se desplegaban a intervalos dentro de una base de treinta metros de alto y ciento cincuenta de ancho. Un inventor sugirió una torre de doscientos setenta metros de alto, trescientos de diámetro y que penetraba en el suelo otros seiscientos. Una tercera propuesta elevaba la altura de la torre a mil doscientos metros, añadía un vagón con capacidad para doscientas personas que serían lanzadas desde lo alto por medio de una goma que impediría la catástrofe. El ingeniero -relata Erik Larson en su novela El diablo en la ciudad blanca- recomendaba que el suelo estuviera, no obstante, cubierto con colchones de plumas que sumaran dos metros y medio de alto.
Poco después hubieran sido empleados para dormir a la intemperie. A la ensoñación sucedió la normalidad: la crisis financiera que sacudía el país y enviaba diariamente a miles de personas a la precariedad llenó de indigentes los pabellones una vez que la Exposición Universal hubo cerrado. Muchos de ellos eran los mismos que habían trabajado durante años en levantar ese mismo escenario que ahora, por fin, ocupaban como propio. Los disturbios llevaron a enfrentamientos con la policía y ésta los reprimió brutalmente.
Si las columnas de humo eran visibles desde Jackson Park no pasó mucho tiempo sin que fuera al revés. Y ni siquiera debió necesitar que fuera provocado por las hogueras que apenas calentaban las noches del invierno de Illinois. Nueve meses después de que cerraran sus puertas, siete de los mayores edificios del complejo ardieron víctimas de fuegos intencionados. Como si esa atracción temporal -el incendio y el calor proporcional- fuera el último de los espectáculos de la Exposición Universal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario