lunes, 25 de abril de 2022

Más madera, es el destino


En el siglo XIX Estados Unidos estaba hecho de madera. Y ardía cada poco. Tanto que parte de las llamas del siglo XX venían del siglo previo. Nacido en 1899, Alphonse Gabriel Capone, que iba a dedicar su vida a extender el fuego del crimen organizado, llevaba siempre encima tarjetas de visita en las que, camuflando el incendio o sugiriéndolo, decía dedicarse a la venta de antigüedades. La gran mentira era a esas alturas una tradición americana. A eso mismo -vender historias falseadas- había dedicado su vida Phineas T. Barnum, primero como empresario de museos que mezclaban la historia natural con el mito pensado para atraer incautos, y después como empresario circense. 

Ni siquiera el fuego había podido con él. El museo que refundara en Nueva York, durante veinte años el más visitado de la ciudad, y probablemente del mundo, ardió tres veces de 1864 a 1868. El país entero lo había hecho de 1861 a 1865 en la Guerra Civil que terminó con la derrota del sur esclavista.

A Chicago no le llegó el turno hasta 1871, cuando un enorme incendio devastó la ciudad durante 36 horas. Al Capone seguía vivo cuando Henry King rodó In old Chicago en 1938, la historia de una familia de origen irlandés que prospera enormemente y en sentidos opuestos: uno de los hijos como empresario -corrompible- de music hall, otro como alcalde de una integridad absoluta. El fuego que, literal y simbólicamente, purifica al primero (si bien cuando ya no importa) exige la muerte del segundo. Ambas están narradas como una epifanía de honor, unión y tradición familiar pese a que la madera del primero está podrida hasta la médula. 

Encarnado por Tyrone Power, representa el clásico héroe cuyos actos miserables suceden redimidos por su atractivo, su simpatía y cierta pureza que siempre merecería la pena esperar de él pese a que soborna, engaña y miente. Acunado en un guión mediocre, la imposible ética que hay en sus actos se refugió en el infantilismo de ansiar ver feliz a su madre pese a que traiciona una y otra vez cuanto ésta demanda o representa. 

En 1938, antes de que Estados Unidos se entregara a la elección de presidentes miserables, cretinos o dementes, Franklin Delano Roosevelt afrontaba el segundo de sus cuatro mandatos consecutivos, y sus políticas públicas posteriores a la Gran Depresión, insultadas como maniobras comunistas en los amplísimos medios controlados por Hearst, parecían resonar (tanto como la calaña exacta de sus millonarios opositores) en uno de los primeros parlamentos exaltados del protagonista de la película de King que luego será alcalde: “qué os importa la gente mientras sigáis llenándoos los bolsillos. No me extraña que esta sea la peor ciudad de este país con políticos como Gill Warren al mando. Qué les importa que Chicago vaya mal si ustedes tienen toda la ternera y el cerdo del mundo”

Un siglo después Norman Mailer transcribiría un símil enunciado por un candidato demócrata, que afirmaba que, al contrario de lo que pensaba Lyndon B. Johnson (presidente en ese momento), los políticos no eran reses sino cerdos. “Para que las reses caminen hay que hacer un poco de ruido, y después espolearlas con más y más ruido. Mientras que con los cerdos hay que hacer un ruido atronador desde el principio. Una vez que se reduzca el tono de voz, los cerdos seguirán marchando.”

Cuando la película fue rodada solo habían pasado cinco años desde que Anton Cermak cumpliera sus escasos dos años como alcalde, en los que introdujo en empleos públicos a polacos, ucranianos, checos, italianos, negros, incluso a irlandeses que habitaban las zonas más pobres. Antes que él, el alcalde William Hale Thompson proporcionó a la población afroamericana tantos puestos de trabajo que el ayuntamiento pasó a ser insultado como “la cabaña del tío Tom”. Encargado de recibir la gratitud acumulada de la raza blanca más racista, Cernak fue asesinado mientras saludaba al presidente recién electo, Roosevelt. La bala era probablemente para éste último. 

De las cenizas atronadoras de Chicago en la película quedan en pie los peores cimientos familiares: la terquedad y prejuicio religioso de la madre, y el bellaco y mentiroso pertinaz de su hijo. Juntos prometen prosperar de nuevo, ser, como la ciudad, una semilla indestructible. La idea arraigó. No habían pasado treinta años desde que el incendio arrasara un área aproximada de 10 kilómetros cuadrados, dejando en la calle a más de 100.000 personas, y Chicago era ya una de las mayores ciudades del mundo. 

La reconstrucción de las ciudades sucedió en paralelo a la Reconstrucción del país tras la Guerra Civil. Los cimientos que se mejoraban en un caso se derruían en otro. El tiempo posterior a la abolición de la esclavitud muy pronto se convirtió solo en la que llevaba a la segregación, y ésta muy pronto no necesitó de leyes para darse con todo el rigor de que gozara la esclavitud. Como si imitaran el modelo constructivo que en las ciudades sustituía la madera por el cemento y el ladrillo, el hormigón ideológico que funda hoy por entero al partido republicano se consolidó y solo entonces hizo arder de nuevo los derechos civiles de la población negra. El derecho al voto fue obstaculizado primero y finalmente prohibido en muchos estados. “A cualquier político (del partido que después sería el republicano) que prescinda de insinuar que los negros son gorilas degenerados se le considera carente de entusiasmo” -observó un periodista francés en 1868 al asistir a la Convención nacional.

El fascismo norteamericano encarnado en el KKK hizo el trabajo sucio de las comunidades del sur donde el racismo era un elemento constitutivo. Y éste pervivió hasta la década de los setenta sin necesidad de ocultarse ni de dejar de matar a quienes, blancos o negros, clérigos o presidentes de la República, se oponían al supremacismo blanco. El incendio que había quemado las mejores naves de la nación ya no iba a dejar de arder. En 1871 Lincoln, que trabajara de abogado en Illinois y pasara allí ocho años en su Cámara de Representantes, llevaba seis años muerto.

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