sábado, 30 de abril de 2022

Sunday in the park with Sondheim

También quien contempla un cuadro posa para el resto de personas que esperan su turno para poder tener una visión clara del lienzo. Pintado entre 1884 y 1886 por Georges Seurat, Una mañana de domingo en la isla de la Grande Jatte es un cuadro grande (2,07 metros x 3,08), fácilmente visible en su ubicación actual en The Art Institute de Chicago. Observarlo entre quienes inevitablemente están siempre delante de él es ver añadir personajes a la composición.

Y sin embargo quien entrara en esa sala a contemplarlo en 1982 habría advertido que dos de los visitantes permanecían horas delante del cuadro sin entrar en él, tomando notas, hablando de él como si quisieran o pudieran hablar con los personajes que en él aparecen. Aunque solo uno de estos -una niña vestida de blanco- devuelva la mirada desde el centro del cuadro. Solo los vigilantes de esa sala sabían que esos dos hombres volvían día tras día. Y únicamente para observar ese cuadro, con lo que eso supone de agravio en un museo tan dotado de obras mayores.

Stephen Sondheim y James Lapine pasaron días observando el cuadro de Seurat. El resultado fue Sunday in the park with George. El décimo quinto musical de Sondheim, el primero de los que haría junto a Lapine, y el más improbable desde que anunciara su renuncia a seguir escribiendo teatro musical tras ver cómo su obra previa -Merrily we roll along (1981)- apenas permanecía en cartel dieciséis días. Quizá por eso, al crear en esa encrucijada, hay momentos de ambos actos que recuerdan a sendos pasajes de éxitos suyos previos -Follies (1971)- y de otro que llegaría después -Into the Woods (1987).

El primer acto de Sunday in the park with George muestra la peripecia de George (Seurat) al negociar con aquellos que posan para él, especialmente su amante, quien sostiene un libro que emplea para aprender a leer y escribir, aunque en el cuadro no haya nadie que lea. El segundo acto traslada la acción a 1984, fecha del estreno y un siglo exacto desde que Seurat empezara a pintar el lienzo. En él, el bisnieto de aquella, artista también, se siente estancado, como si se repitiese, quizá porque además de retomar el nombre de pila de Seurat, es también su descendiente oculto. Será justo aquel libro de su bisabuela el que proporcione la clave del camino a tomar.

Lapine, autor del libreto, señaló en su día que en el cuadro faltaba la presencia de quien lo pintaba. No es algo que pueda decirse del musical: el lamento de George en el primer acto -cómo su dedicación al arte le ha apartado de poder amar en condiciones, resignado a que la plenitud de su arte prevalezca ante las relaciones personales- recuerda a algo que Sondheim dijera de sí mismo en los últimos años de su vida. Descendiente silenciado de Seurat, el protagonista del segundo acto parece estar hablando de la propia biografía de Sondheim, quien, tras separarse sus padres cuando contaba apenas diez años, halló en el letrista de musicales Oscar Hammerstein II un segundo padre, que además le influyó de forma absoluta en su propia carrera. Justo antes, mientras cursaba secundaria en una escuela privada de Pensilvania, el adolescente Sondheim había escrito un musical basado en vivencias escolares. Honrando el nombre de la escuela, el título de ese primer intento era By George.

No fue hasta 2002 que Sunday in the park with George pudo verse en Chicago. Quien en esos días saliera de ver la obra de Seurat en The Art Institute y entrara en el teatro a ver el musical de Sondheim y Lapine se reconocería quizá en los turistas estadounidenses que en la obra pasean por Paris odiando cuanto de francés ofrece Paris salvo sus pasteles. O cómo la obra de Seurat, adquirida por el museo estadounidense en 1924, tiene en el musical un dueño que calca ese viaje: si el George del primer acto es francés, el del segundo es ya plenamente norteamericano. 

Más sutil, cuando la amante de George (Seurat) decide dejarle para casarse con otro y viajar a América, su encarnación real tenía quizá lugar en la mente de un segundo escritor americano -E.L. Doctorow-, que mientras Sondheim y Lapine escribían su obra, escribía que “aquello en lo que podemos creer o no, lo que puede permitírsenos ver y no ver, es el museo cultural de nuestros valores, dogmas y presunciones”. También los que hablan de fracasar y levantarse. Uno de los más afamados dogmas estadounidenses -el valor de la derrota como aprendizaje- estaba en escena cuando una versión del musical se estrenó en Londres a finales de 2005. El actor encargado de dar vida a ambos George -Daniel Evans- había ganado un premio Olivier por encarnar al protagonista de Merrily we roll along, que estuviera a punto de interrumpir abruptamente la carrera de Sondheim. 

Éste, que apreciaba la contribución de la casualidad al éxito de su carrera, pudo haberla reconocido cuando, tras conocer a Lapine, éste sugirió adaptar la novela de Nathanael West A cool million, cuyo título tanto preludia ya a Seurat. Más aún, si acabaron desechando la idea fue porque una de las pinceladas del pasado de Sondheim volvía para ayudarle: la historia que contaba la novela había sido ya convertida en musical por Leonard Bernstein en su obra Candide.

Sondheim, cuya definición de su propio método de trabajo -el pensamiento lineal, hecho de intenciones, actos y consecuencias que se enhebran- suena a lo último que Seurat hubiera querido en quien hubiera de adaptar su obra, agradeció la compasión que la escritura dramática de Lapine trajo a sus canciones. También que éste, ligado a producciones nacidas en los márgenes de la industria, les permitiera estrenar Sunday in the park with George sin que el segundo acto estuviese terminado. Nada recuerda más a un cuadro que esto. 

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