domingo, 30 de diciembre de 2012

bodas para aliens


Te recuerdo Lucía, la calle mojada, corriendo a la fábrica donde trabajabas. La sonrisa ancha, la lluvia en el pelo, no importaba nada, ibas a encontrarte con él. Vale, era otro él. Es a su boda a lo que hemos venido. Entramos. Hay que imaginarse a Boris Izaguirre con ganas de juerga en el papel de juez civil en una sala minúscula y atiborrada de los juzgados de Quilmes. Así, cuanto antes se desvanezca el asombro, y si se calla, antes puedes percatarte de que allí donde se realizan las bodas civiles cuelga un crucifijo en la pared. Como una dosis de realidad en vena se cura con otra, y mejor si antagónica, en la mesa del banquete caigo entre un juez que parece saberse nuestra guerra civil con minuciosidad de historiador, y un orondo protomarxista en ejercicio al que uno observa con ternura y admiración. Y así, correspondiéndome el papel del aire por el que van y vienen sus disquisiciones sobre paleontología del socialismo y sus derivados en la primera mitad del siglo XX, mi asombro deriva al cabo en gratitud, una suerte de pasmo emocionado ante el calibre de lo que la tragedia arrumbada de mi país importe a estos dos hombretones, con vidas enzarzadas en el presente, como todos. Tras cada plato se baila, asi que la digestión se hace por trozos. Los no digeridos se las apañan como puedan una vez trasegado el postre. Hermanas del novio: cinco. Hermanas de la novia: dos. A cual más guapa, resulta una gymkhana hasta que, volviendo de un receso, me acerco a la mesa donde se sientan dos tías de las cinco primeras y dirigiéndome a la mayor –sonrosada, pelo blanco, afable, dulce, sesenta años largos cumplidos- le digo que es la mujer más bonita de la fiesta. Y por el dios de las bodas civiles que lo es. 

sábado, 24 de noviembre de 2012

donde acaba algo y empieza otra cosa


Como la distancia y la brevedad del viaje no ayuda a entender del todo los perfiles exactos de según quién en la política argentina, ayuda que ciertos actos sirvan de infalible resumen. Poco antes de subirme al avión, se lee en El País que el alcalde de Buenos Aires –mauricio macri- viene de hacer público el nombre y la ubicación de una mujer violada que se dispone a sufrir un aborto. No contento con vetar la ley que desde 1920 autoriza la interrupción voluntaria del embarazo en caso de peligro para la vida o la salud de la madre, y más descontento aún –cabe pensar- con que desde marzo de este año las embarazadas producto de una violación que además sean discapacitadas mentales o menores de edad, ya no deban recurrir a la justicia para pedir permiso, el regente logra que en la habitación donde se halla ingresada la paciente irrumpan el capellán del hospital, acompañado de miembros de una organización católica generosamente disponible. Es decir, los que no se hallan fuera, manifestándose delante de la casa de los padres de la joven –que ignoraban que aquella estuviera embarazada- o delante de la casa del director del hospital. Cita Alejandro Rebossio que la ley de 1920 tolera el aborto en caso de violación a mujeres “idiotas o dementes”, y que al menos en este último punto sí acepta macri el dictamen. Excluida, pues, de la ecuación la demencia, nos queda la idiotez como causa punibles. Como recientemente presumiera un senador republicano en Indiana –“si se produce un embarazo en una violación es porque dios lo quiere”- o como recoge la nueva ley del aborto aprobada en nuestro país, que entre otras novedades sostiene que un hijo indeseado no daña a una mujer o que la malformación no es causa objetiva de aborto, la estupidez, como tan obviamente la demencia, producen seres que una ley adecuada evitaría por el bien de todos. 

viernes, 23 de noviembre de 2012

hechos de omisión, cuerpo y violín


Timbre 4 es el único sitio de Buenos Aires al que, sin conocerlo, se qué quiero ir si me preguntan. Su sonido llegó a Madrid hace cuatro años, la llamada a exponerse al teatro furioso y hondo de Claudio Tolcachir, resonante desde el teatro Español en su trilogía –La omisión de la familia Coleman, Tercer cuerpo y esta El viento en un violín, que finalmente vuelvo a ver, esta vez donde fue concebida. Los muebles y las caras son las mismas que llevan años girando por todo el mundo. Tú eres normal –grita la madre al hijo que es cualquier cosa menos eso. Ni en esta ni en ninguna de las otras dos obras hay alguien normal, si exceptuamos el médico de La omisión, y tanta patología exhala un aire paradójico de proximidad, de vulnerabilidad marciana a la que nadie, bien pensado, es ajeno. Hechos de un imposible intento, son parte de la más insospechada de las influencias –el naturalismo.

vivir entre dos amores


Uno no logra encontrar la casa hermosa que estuviera a punto de comprar en el barrio de San Telmo hace cuatro años, y quizá sea mejor, no sea que quien viva en ella se me parezca. Uno compró su casa en Madrid en los días en que esa decisión había de ser tomada a toda prisa, nada más verla, so pena de que alguien viniera a quedársela tras de ti. Asi que, si algo, cierto valor había de tener decidir comprar una casa tras llevar cuatro años viniendo a Buenos Aires. Antes de que bancos, gobiernos y promotoras –valga la redundancia- decidieran que una casa era un jersey, esa casa era donde ibas a ser para toda tu vida. Un escultor habitaba aquella de San Telmo, tenía un patio dentro, no mucho más recuerdo. Me pregunto si quien viva en ella sueña alguna vez con vivir en Madrid. 

jueves, 22 de noviembre de 2012

más o menos madera


Subirse a uno de los trenes de la línea General Roca que une, entre otros, el barrio de Bernal con Buenos Aires es viajar en el tiempo con no menos inquietud de cómo se viaja en el espacio. Pues nadie cierra las puertas que luego permanecerán abiertas durante el viaje, no pocos viajeros llegan y salen de la estación prácticamente en los peldaños, y no porque el tren vaya lleno. Algunos saltan en marcha, sin esperar a que el tren pare. Dentro vocean unos y otros, según la mercancía que se haya subido a vender. Inaugurada en 1865, la estación de Constitución a la que se llega es, con 16 andenes, la más grande de Sudamérica. Su toponimia, incluso siglo y medio más tarde, es su más afinado sustantivo: erigido por la orden religiosa de los padres Betlemitas, antes de llamarse mercado Constitución, antes de ser el mercado del Alto, el lugar en que se construiría la estación fue llamado originalmente La convalecencia. 

miércoles, 21 de noviembre de 2012

aprecio de la gran vía


Subir la calle Corrientes es amar dos calles a la vez: el tipo de gran avenida que pisas en Buenos Aires y la que rehúyes en Madrid. Llena de librerías –aunque muchas sean de saldo- y de teatros –donde, junto a no poco saldo, hay una decena de teatros, cines y centros culturales espléndidos-, Corrientes es la Gran Vía que uno querría en Madrid, en lugar de ese gran mall al aire libre en que se ha convertido, hecho de teatros para la mediocridad, tiendas de ropa intercambiables y restaurantes lamentables. En ambos casos, son calles hechas en buena medida para el turismo. Y sin embargo, aquí –allí- uno se siente un turista más digno, menos idiota de lo que inhalo al caminar por la Gran Vía. Es, eso sí, difícil competir con ella en belleza arquitectónica y Corrientes no lo hace. Quizá por ello no deja de ser una calle argentina en todo momento. Qué sea la Gran Vía es cosa por saber.  

anúnciese aquí


La publicidad que trepa a los edificios a veces se baja para recalar en lugares paradójicamente menos visibles, desde los que aspirar, sin embargo, a mayores logros. Empresas armamentísticas, petroleras, emporios del juego, el lavado de dinero y la prostitución legalizada obtienen más réditos financiando al partido republicano en Estados Unidos del que pueda darles un anuncio en medio alguno. Es mera casualidad que cuando la falta de fe en ese método produce inversiones publicitarias en televisión, cadenas como la fox de murdoch se comporten con el mismo impulso reaccionario y criminal con que lo hace el partido al que defiende. A escala más pequeña, las marcas perpetran errores más pequeños, y quizá por ello han de repetirlos más, y así es frecuente leer en El País referencias a “la prensa afín” que jalea cada acto del gobierno argentino actual. Pero ninguna mención a cómo asomarse a clarín –el diario más vendido allí- recuerda mucho al pasmo que sobreviene a hojear aquí abc o la razón. Es duro apoyar a un gobierno sin que tu reputación periodística se tambalee, y un remedio siempre a mano es haberla perdido antes de que alguien pueda echarla en falta –véase la mayor parte de la prensa nacional en nuestro país. Como en casi todas las áreas de la vida, se entendería todo mejor si cada persona que cree pagar por un periódico supiese en todo momento quién lo paga en realidad. 

O nunca


Como si la convicción metereológica estuviera ligada a la contundencia con que se debate aquí, los días de calor intenso se interrumpen un breve lapso… que sirve para inundar la ciudad y no pocas de alrededor. Tras dejar atrás la Casa de gobierno, los soportales de Leandro Alem son el único paraguas del día que sí protege. Siguiéndolos, una vez transformada en Av. Colón, asoma La facultad de Ingeniería, que aúna la precisión propia del tema y sus columnas imponentemente griegas, con el más insospechado temario que representa el mármol de las paredes de cada uno de los pisos. Originalmente empezado a construir en 1951 para albergar la Fundación Eva Perón, durante los seis años que la albergó vio pasar por su hall familias pobres de todo el país que llegaban para solicitar alimentos, libros, juguetes, ayuda para poder estudiar en la ciudad. Siendo muchos de ellos analfabetos, se escogió un color diferente para cada una de las plantas del edificio, de forma que pudieran reconocer el área al que se les enviaba. Entre la necesidad original de servir para ser entendidos por todos y la posterior de educar en la complejidad, los cinco ingenieros que luego serían Les Luthiers se conocerían entre estas paredes para honrar ambos propósitos. 

domingo, 11 de noviembre de 2012

Salir a dejarse cosas


Tiene un cuento Haroldo Conti –Marcado- en el que un hombre sale con su barco a robar piezas de otros barcos, que poder vender. Como alguna vez el barco que desguaza en vida está ocupado, el protagonista -el Polo- se lleva el plomo que vino a robar y el que no. La primera vez que salimos en el Fauno II, tras girar en el ramal del río, a la altura de la Escuela naval abandonada, surgen dos gigantes arrumbados, apoyado uno sobre el otro, convertidos en óxido, esperando que los peces se coman lo que es dudosamente rentable desguazar. Pasan seis días hasta que salimos de nuevo, esta vez al Río de la Plata, a contemplar una regata. Es entonces, sometido al oleaje real, cuando uno se descubre en el protagonista de otro cuento sobre barcos, también de Conti –Todos los veranos-, en ese personaje que dice “un hombre como yo sin un barco como yo no está completo”. Traducción: cuando más completamente tranquila la navegación, más completo vuelvo a tierra yo.

monolitismos


Tan frecuente como sea en política hablar para un público mientras se mira a otro (al que realmente se dirige el mensaje), la crítica a unas políticas no pocas veces tiene que ver con ver con cómo les va a quienes también las aplican en otras latitudes. A partir de eso podría pensarse que la manifestación del pasado día 8 en Buenos Aires, convocada contra el gobierno de Cristina Fernández, es contra… Venezuela, que al cabo comparte con Argentina una de las inflaciones más altas del mundo, una tasa de cambio en permanente descenso, la capacidad dudosa de su Banco Central de mantener reservas, una economía sobreprotegida y el mordisco de una inflación sin límite aparente. La paradoja está en que, incluso con semejantes méritos propios para merecer la protesta, el gobierno actual argentino podría haber esquivado la comparación sin mayores problemas –al cabo, parece endémica- si no alentara el único símil con Chávez del que este es inocente: la reelección legítima. De cuantas demandas cacerolee la gente en la calle, ninguna es más real que la inconstitucionalidad de un hipotético tercer mandato al que Fernández aspiraría. El resto se dividen entre las obvias -inseguridad y una inflación abrumadora negada sistemáticamente por el gobierno año tras año- y las sospechosas –lo que Clarín devuelve en visión ampliamente deformada del país a raíz de la Ley de medios que fuerza a un dinosaurio a convertirse en un ciervo. Yo me movilizo en defensa de nuestras libertades y derechos consagrados en nuestra Constitución Nacional –reza la papeleta pisoteada por doquier a lo largo de la avenida 9 de julio. Patrocinada, como las camisetas, por partidos de derecha o directamente reaccionarios, la protesta tendría más sentido si la sospecha sobre el pronombre demostrativo –nuestras- no fuera tan automática, tan escasamente demostrativo. 

del teatro manco


Hay un reverso oscuro en los méritos que llevan a algunos nombres del teatro a merecer un edificio al que nombrar desde ese instante, y es que, una vez muertos, no pueden defenderse de la programación puesta a sus pies. Incluso si por cada Adolfo Marsillach, Lope de Vega o no pocas veces el Fernán Gómez, hay un María Guerrero o un Valle Inclán, uno está indefenso ante los méritos de los teatros de otros países. Sin salir de Buenos Aires, el Margarita Xirgú alberga una programación que mejor merecería una charcutería, y a esa lista de traiciones ha venido a sumarse, insospechadamente, el Cervantes, que representa estos días el sainete Jettatore, de Gregorio de Laferrére, que tratando de la mala suerte adjudicada a un supuesto gafe, versa en realidad de la mala suerte de quienes pagan la entrada para ir a verla. Actualizada para no parecer un texto de 1904, sino… mucho más acartonado, la versión de Agustín Alezzo resulta una comedia contada con tics de mala zarzuela, que, por si las dudas, viene con instrucciones precisas de cuándo reír, y así, don Lucas/Mario Alarcón –el gafe- pasa continuamente de dirigirse al resto de actores a hacerlo al público. El resultado es un monologuista con la gracia de un enterrador.
Como si hecho para no desperdiciar semejante alarde contra ti mismo, Javier Daulte (que, como Veronese y Tolcachir, tiene tres obras en cartel) perpetra estos días en el San Martín un Macbeth que Shakespeare querría obra… de Edward de Vere. Resumen de lo que veo antes de huir, como casi todos en mi misma fila: las brujas, que en un primer momento parecerían diseñadas para ser clones de lady gaga, resultan solo… prostitutas a las que Macbeth paga para que hablen y que parecen violar a Banquo mientras le cuentan su cuota de profecía. Sin especial grandeza languidece todo hasta que, poco antes de que el cadáver de Duncan sea hallado con el grito clásicamente helador de Macduff, sobreviene el hallazgo nunca asomado: Macbeth puede ser también una comedia. Basta con introducir un monólogo en el que el soldado encargado de abrir la puerta del castillo a quienes vienen a desvelar el crimen se pregunte en alto por el rol de los personajes pequeños en el teatro, por cómo les irá al resto si él decide no abrir la puerta y paralizar la acción. Me van a matar porque rompí la cuarta pared –dice en plena y larguísima bufonada. El resultado es que la gente sigue riendo cuando la muerte del rey se revela. Logrado el culebrón, cuando Macbeth vuelve a escena para declamar su negrura contra sí mismo, es difícil no verle como un cómico sin gracia. Cuántos desdichados saldrán, como uno, de la primera para caer en la segunda.

sábado, 10 de noviembre de 2012

de dónde venimos


Solo días después de que menem amenace con recordar hacia dónde vamos si nadie se lo impide, el Museo de Ciencias Naturales de La Plata reluce como un fósil que contuviera otros, segregados acaso por sus paredes, sus escaleras, sus vitrinas, sus paredes, sus bustos, sus cartulinas ajadas donde escrito el nombre de cada criatura disecada, de cada hueso teñido de vejez. Es un artefacto tan propio del país como ajeno a los habitantes de Buenos Aires, plenos de agitación, de una tensión constante a medio camino de la vitalidad y el descarrile. Hechos de un civismo descascarillado que tanto recuerda al italiano y al español, que siembra de desperdicios calles y carreteras mientras sus conductores se manejan como si aspiraran a convertirse en uno más, que aúna la alegría y la desconfianza, el orgullo y la generosidad, son nosotros sin que necesariamente tengamos que vernos reflejados. También ese espejo ha de poder ser mirado desde detrás. 

banco y de pruebas


Diseñada como una provocación para una población caracterizada por lo barroco, la catedral neogótica de La Plata está vacía el día que la visitamos, y no es raro pensar que a la jerarquía nacional ha de resultarle difícil renunciar a llenar sus paredes semivacías con retratos de los santos patrios, sacados del Peronismo o del fútbol. Sus bancos, casi nuevos, como si nadie se hubiera sentado en ellos, sugieren esa verdad no exclusiva de estas paredes: el futuro de estos pasillos no habla de fieles sino de espectadores. 

brotes traídos en la maleta


Traídos por mi amigo Leandro y perdidos después en algún lugar de su taller, los huesos de durazno comidos en España han resultado, injertados en suelo argentino, un hermoso árbol lleno de frutos que a estas alturas del año lucen aún verdes y duros, tan apetecibles como incomibles. Los símiles viajan en las maletas también y los brotes verdes de la economía española dejan ver aquí huellas parecidas –una pasmosa burbuja –esta inflacionaria- que se hincha a la luz del día desde años, una economía subsidiada que alimenta el déficit por venir, una prima de riesgo disparada que dificulta la financiación del país, o un cultivado cainismo político a la altura del nuestro. Pero también es el reencuentro con la piel suave y agreste de una ciudad –Buenos Aires- que uno ama desde que pone un pie en ella, y que acaso cuenta como pocas cosas el destino al que se ve aferrada la influencia latina –o su derivada transatlántica: cómo la costumbre de indisciplina, improvisación y dejadez que perjudica nuestras economías es justo el que pudiera hacer las calles tan henchidas de vida, tan paseables. De negro uno, de blanco la otra, también a asistir a esa boda ha venido uno. 

jueves, 25 de octubre de 2012

dime con quién andas












vistas y no vistas











el gatopardo, 1. la casa de los salina es la de los solness


Entrelazada como las partes del destino de los Salina, donde las manos hercúleas del Príncipe manejan el telescopio con que otear el firmamento justo después de que sus pies hayan recorrido las baldosas ilustradas con mitologías, convencido de que los frescos de su casa son “más proféticos que lisonjeros”, la genealogía del Gatopardo Fabrizio de Salina, creado por Giuseppe Tomasi di Lampedusa entre 1954 y 1957, en cuya sangre “fermentaban esencias germánicas: un temperamento autoritario, cierta rigidez moral, una propensión a las ideas abstractas que en el hábitat abúlico de la sociedad palermitana se habían transformado en prepotencia veleidosa, en toda clase de escrúpulos de conciencia y en un desprecio hacia sus parientes y amigos que según él iban a la deriva por el lento río del pragmatismo siciliano”, bien podría rastrearse en la del constructor Halvard Solness, levantado por Henrik Ibsen en 1891. También acaso en la del propio Ibsen, quien viviera entre Roma y diversas ciudades de Alemania durante 27 años.
Si Fabrizio sería el hijo sobrevivido al incendio de los Solness, heredó hasta la última de sus cenizas: desde las formas del amor al que no pueden renunciar –el que por su mujer de décadas, el que por la sangre joven-; a un modo de estar en el mundo hecho de un vigor inusual y una desubicación proporcional; también la pertenencia –acaso su luz más rutilante- a la aristocracia del bienestar y el prestigio social; la sensación de que el mundo –un mundo- desaparece con ellos; un anhelo de belleza cuya sombra es el conocimiento íntimo, y callado, de habitar algo que se parece a la desaparición lenta, inexorable. Lo que Lampedusa escribiera del jardín de la casa familiar de los Salina –“era un jardín para ciegos: allí la vista no encontraba más que ofensas; el olfato, en cambio, un manantial de placeres, si no delicados al menos muy intensos”- habla de lo que, no queriendo mirar, se les cuela en el alma por los demás sentidos: el fin de una era, el advenimiento de un sucesor que no querrían (aunque, como en el caso de Tancredi, Fabrizio lo adore), un malestar que solo puede ser el de un jardinero que envejece más deprisa que su jardín.
Es sencillo porque sus tallos más amados, o al menos más tangibles -Hilda Wangel y Angélica Sedára, respectivamente- son pura savia por cosechar. El rumor del deseo adulto, una letanía tan clara como, en el rezo con que se abre la novela, en “los misterios del dolorel amor, virginidad y muerte resaltaban como flores de oro”. Su aroma, el de “la inserción en una necesidad general, capaz de superar y justificar aquel extremo sufrimiento. Porque morir por alguien o por algo no tiene nada de extraño; pero hay que saber, o estar seguro al menos de que alguien sabe, por quién o por qué se ha muerto”. Solness muere por Hilda, y lo hace cayendo desde lo más alto de su fama. Si Fabrizio no lo logra es porque Lampedusa necesitaba de él que resistiera a algo que puede matar a un hombre pero no a una idea. Por eso las ensoñaciones de un plano de la realidad –la cosmología- libre de lo que constituye la base misma de sus privilegios en la tierra –las clases, la fortuna, el poder, el conocimiento, la educación, la fortaleza- sirven a Fabrizio para salvar, aunque sea a costa de saberlo inalcanzable, la grandeza que tan escasa felicidad es capaz de proporcionarle en vida.
Si Solness habría firmado la profecía de Tancredi –“si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie”-, los fuegos en las montañas, “atizados por hombres bastante parecidos a los que vivían en los conventos: fanáticos como ellos, cerrados como ellos, como ellos ávidos de poder” que Fabrizio contempla de camino a Palermo, contienen similares llamas a las que atormentaran al constructor envejecido, sesenta años atrás: por qué ceder mi puesto a otros si serán como yo, si querrán lo que yo. La vaga seducción de Kaia –amada por quien aspira a sucederle- es parte de ese patrimonio común. Al igual que la ampliación de la frase primera –“sucederían muchas cosas, pero todo sería una comedia, una ruidosa, romántica comedia con una que otra mancha de sangre en los ridículos disfraces”- explica tanto la lucha de clases o el advenimiento de propietarios nuevos, como la lucha de ambos por aferrarse a la belleza de la juventud ajena. 
Atrapado en un magma de impulsos y deterioro concretos, la resistencia inútil de los Salina, como la impotencia ante el paisaje -“la verdadera imagen de Sicilia, comparados  con la cual las ciudades barrocas y los naranjos no son más que detalles despreciables. La imagen de una aridez cuyas  ondas se perdían en el infinito, encabalgadas unas sobre otras, desamparadas e irracionales, con perfiles que la mente era incapaz de atrapar, concebidas en una etapa delirante de la creación”-, tiene que ver con la resistencia a lo abstracto -“El verdadero, el único problema consiste en descubrir el modo de seguir viviendo esta vida del espíritu en sus momentos más abstractos, los que más se parecen a la muerte” tanto como con el recuento como problema -“El luminoso imperio de la Casa de los Salina, pleno de ingenuas obras maestras del arte rústico del siglo anterior, inútiles para deslindar confines, determinar superficies, valorar beneficios”.
Ni siquiera cuando, al agonizar, el cálculo implica recopilar lo que su vida fuese, el patrimonio de un príncipe suena superior al de Ciccio Tumeo, el misérrimo cazador recluido junto a las escopetas como precio por conocer un secreto –“dos semanas previas a su casamiento, las seis siguientes, media hora cuando nació Paolo; ciertas conversaciones con Giovanni antes de que este se marchase; muchas horas en el observatorio entregadas a la abstracción de los cálculos y a la persecución de lo inalcanzable… Tancredi; los perros; algunos caballos; las primeras horas de sus regreso a Donnafugata, el sentido de la tradición y lo perenne expresado en la piedra y en el agua; los alegres escopetazos, la afectuosa matanza de conejos y perdices…”. Tras unas reliquias vendrán otras: a su muerte, sus hijas amasarán una colección de baratijas compradas a precio de reliquias auténticas, hasta que un experto venga a soplar el castillo de naipes sacros.  

el gatopardo, 2. dentro del sueño del hombre oveja


Es una ironía que el propio Príncipe habría apreciado el que, siendo él un observador certero y afamado del inapreciable movimiento estelar, baste alguien como don Calogero Sedára para reconocer en él a un hombre-oveja, uno de los que “existían únicamente para entregar la lana de sus propiedades a sus tijeras de esquilar, y para que el nombre, iluminado por un prestigio cuyo origen no conseguía descubrir, pasase a manos de su hija”. Uno al que basta cierto contacto familiar con Fabrizio para volver a encontrar “esa blandura y esa incapacidad de defenderse que formaban parte de la imagen preconcebida de aquel noble-oveja”. Es de admirar, dado que, incluso cuando es el propio Príncipe el que expone a aquel sus problemas, “estos eran múltiples, complejos y ni siquiera él los conocía a fondo, no porque le faltase penetración, sino por una especie de indiferencia”. Si El Príncipe de Salina nació de la memoria de su bisabuelo, Lampedusa tuvo años para apreciar nítidamente el ascenso social de la burguesía en su camino hacia el estrato que su familia había ocupado durante generaciones. Y quizá por ello, no quiso ahorrar al nuevo rico Sedára la fatalidad que venía con el nuevo cargo –“pero también se inició, para él y los suyos, ese proceso de constante refinamiento social que al cabo de tres generaciones acaba transformando a unos labriegos brutos pero eficientes en unos caballeros indefensos”.
En cierto sentido, toda la novela es el encuentro de tres miradas –la que Lampedusa proyecta, como en un espejo, en el Fabrizio cuya historia y pesos llevara dentro y cuya fuerza hubiera querido fuera; la que ambas clases sociales se dirigen mutuamente –la de Calogero sobre el Príncipe, la de éste sobre aquel- y la de Fabrizio sobre Tancredi, la del Tiazo sobre su sobrino, por el que se cambiaría. Y acaso sea ésta la que más marca la melancolía del último de los Salina. Para empezar porque, con dos hijos varones, ni siquiera es el último. Y sin embargo lo siente. “Hemos sido los gatopardos, los leones,  quienes ocupen nuestro lugar serán las hienas, y todos seguiremos creyéndonos la sal de la tierra”. Incluso cuando, rechazando ser senador, admite no poder ser parte del futuro al serlo del pasado, lo que está confesando es que no puede ser Tancredi –a quien podría pedírsele que fuera, al mismo tiempo, ambas cosas y lo sería- dado que ya lo es aquel. Su gravedad, la impronta de la derrota que siente tanto como no puede permitirse asomar nace de sentir que su sobrino es lo que él es, y sin embargo él no podrá ser ya Tancredi. Luchino Visconti lo entendió bien al terminar su película justo tras el vals que el Príncipe baila con Angélica.
La adaptación a cine de 1963 ahorraría al Príncipe de Salina/Lancaster la agonía que Lampedusa le reservara, y a su hija Concetta/Morlacchi, una visión más clara, siquiera al final, cuando ya poco importa, de lo que Tancredi/Delon sintiera por ella. Para compensar, cargó en Angelica/Cardinale el futuro de “viperina Egeria de Montecitorio” que la novela profetiza y que en la película es vulgaridad pasmosa durante una cena, hasta el punto –inconcebible en la novela, aunque menos que el augurio de que su amor por Tancredi “fracasara en lo erótico”- de irritar al Príncipe. En ella, como en el libro, Fabrizio no tiene amigos, o iguales –que acaso sea eso de lo que se trata. Y no tendría porqué importarle pues acaso sea lo que se espera de un aristócrata, como se esperara de su padre y de su abuelo, y así. Pero está Tancredi, que parece tenerlos por todas partes, de todas las clases sociales, allí donde puede obtener algo -“Volteretas y cabriolas ejecutadas alrededor de este catafalco lleno de adornos”. Por cada derrota que engrandece a Fabrizio, para sí o para los demás, hay una victoria más liviana de Tancredi, que parece lograr sin esfuerzo, como si se alimentara de lo que su reflejo va dejando de poseer.
Sea porque la frivolidad es algo que un Príncipe de Salina no puede permitirse, sea porque sabe que justo esa frivolidad es lo único que podría salvarle de la inmovilidad que le atenaza, por cada Tancredi que se permite hablar de “Bellini y de Verdi como sempiternas pomadas curativas para las llagas nacionales”, hay una mademoiselle Dombreuil, institutriz de la que, en el único momento fugaz de emoción asomada, Lampedusa dice que “tan pobre de cuerdas era su arco, ella, que siempre estaba obligada a imaginarse la alegría de los demás” o un Príncipe que se despide de un invitado diciendo que “durante unas horas debe interpretar el papel de hombre civilizado”, como si la llaga hecha confesión que viene de hacer no fuera simplemente la de un hombre cuerdo, acaso el más cuerdo de cuantos le rodean, sino la de un temerario que osara ser lo único que un aristócrata jamás pudiera permitirse –alguien que aparca lo debido para estacionar lo verdadero.
Como un Segismundo o un Ayax insomnes por miedo, el sueño de la tierra que Fabrizio describe se parece mucho a la vigilia de su clase por no despertar –“Sicilia me parece una centenaria a quien pasean por la Exposición Universal de Londres y no comprende nada ni le importan un comino las acerías de Sheffield y las hilanderas de Manchester: solo anhela que la dejen dormitar de nuevo con la cabeza hundida en sus almohadas húmedas de baba y el orinal debajo de la cama”. Es una paradoja más que siendo el Príncipe de Salina tan escasamente siciliano, su derrota sea, en sus argumentos, la de la tierra en la que habita, sueño incluido –“todas las expresiones sicilianas son expresiones oníricas, hasta las más violentas: nuestra sensualidad es deseo de olvido, nuestros escopetazos y nuestras cuchilladas son deseo de muerte; deseo de voluptuosa inmovilidad, o sea también de muerte, son nuestra pereza… cuando nos ponemos pensativos, se diría que es la nada queriendo escrutar los enigmas del nirvana”. Hay sitio para los espejos en el símil –“Así se explica el poder desmedido que ejercen aquí ciertas personas: son aquellos que están semidespiertos; como también el famoso siglo de retraso en las manifestaciones artísticas e intelectuales de Sicilia: las novedades solo nos atraen cuando sentimos que están muertas, que ya no pueden producir corrientes vitales; a ello se debe asimismo ese fenómeno increíble de la creación actual, ante nuestros ojos, de unos mitos que si fueran realmente antiguos despertarían veneración, pero apenas logran ser siniestras tentativas de sumergirse otra vez en un pasado que nos atrae precisamente porque esta muerto”.
Incluso su resignación, la fatalidad con que observa su destino inapelable puede leerse en su miradas sobre otro tipo de herencia, solo algo más antigua, solo algo más ajena “Estos monumentos del pasado, magníficos pero incomprensibles, porque no los hemos edificado nosotros, que nos asedian como bellísimos fantasmas mudos; todos estos gobiernos que llegaron con sus armas desde lugares desconocidos para encontrarse con nuestro sometimiento un día, nuestro odio al siguiente y nuestra incomprensión todo el tiempo… los sicilianos jamás querrán mejorar por la sencilla razón de que se creen perfectos; en ellos la vanidad es más fuerte que la miseria; toda intromisión de extraños  es un ataque contra el sueño de perfección en que se hayan sumidos, una amenaza contra la calma satisfecha con que aguardan la nada”. Hay pocas cosas más extrañas en El Gatopardo que la forma en que Fabrizio de Salina se expone a sí mismo como portavoz de algo que es más grande que él, más antiguo quizá, improbablemente más extendido. “Pertenezco a una generación infeliz” –dice. Pero busca su apellido, sus afinidades más profundas, a través de un telescopio, de noche, mirando donde nada de lo que le rodea puede decirle algo de él que le importe, que le complete.
Ligado a la Sicilia que “solo quiere dormir”, entre sueños propios enterrados y almohadas que usar como espejos, acunado por “el sentimiento de superioridad que brilla en la mirada de cualquier Siciliano, y que nosotros llamamos orgullo pero en realidad es ceguera”, el discurso del padre Pirrone a un hombre dormido es pura esencia del pensamiento Fabriziano, que para aflorar necesita el sueño ajeno, con o sin telescopio de por medio –“si usted, don Pietrino, en este momento no durmiera replicaría que los señores hacen mal en despreciar a los otros y que todos, sujetos por igual a la doble esclavitud del amor y de la muerte, somos iguales ante el Creador; y yo estaría obligado a darle la razón. Sin embargo, añadiría que no es justo censurar solo el desprecio de los “señores”, porque se trata de un vicio universal. Aunque no lo demuestre, el que enseña en la Universidad desprecia al maestrillo de las escuelas parroquiales, y ahora que duerme puedo decirle sin reticencia que los eclesiásticos nos consideramos superiores a los laicos, los Jesuitas al resto del clero, como ustedes, los herbolarios, desprecian a los sacamuelas, quienes les pagan con la misma moneda; por su parte, los médicos se burlan de herbolarios y sacamuelas, pero sus pacientes los tratan de asnos y pretenden seguir viviendo con el hígado o el corazón hecho papilla. Para los jueces, los abogados son unos latosos que intentan demorar la aplicación de las leyes. Los únicos que se desprecian a sí mismos son los labradores, y cuando aprendan a burlarse de los otros el cielo estará cerrado y habrá que volver a empezar.”
Sueño es también morir y juzgar lo irreparable -“Solo tenemos derecho a odiar lo que es eterno”- incluye una resignación que se parece a mirar por el telescopio - “al fin y al cabo su muerte era antes que nada la muerte del mundo entero”. Como su mismo jardín –ciego y no-, Fabrizio ama el espacio pero pena en el tiempo –“A la Santa Iglesia le ha sido prometida explícitamente la eternidad; a nosotros, como clase social, no. Para nosotros un paliativo que prometa durar cien años equivale a la eternidad.  Podemos preocuparnos acaso por nuestros hijos, por nuestros nietos quizá; pero lo que ya no podremos acariciar con estas manos no nos incumbe”. Hijo él mismo de una familia aristócrata, príncipe de Lampedusa y duque de Palma di Montechiaro, último de su estirpe, y que yacería en el mismo cementerio de los Capuchinos, en Palermo, donde hiciera enterrar a su alter ego, Fabrizio de Salina, Lampedusa, que sobrevivió a dos guerras mundiales, sabía que lo que no podremos acariciar con estas manos a veces no contiene menos impotencia o devastación que lo que sí. “No puedo preocuparme por lo que serán mis eventuales descendientes en el año 1960” –hizo decir al que podría haber sido su padre. Escrita poco antes de ese año, Lampedusa era ese descendiente. 

miércoles, 24 de octubre de 2012

la vida encriptada


Quince años antes de que Ray Bradbury publicara el relato La obra de Juan Díaz (1949), sobre un sepulturero mezquino que discute a una viuda el derecho sobre el cadáver de su esposo, Luigi Pirandello había terminado su La primera noche, en la que el sepulturero Lisi Chírico, presto a casarse de nuevo tras enviudar, promete a cada una de las cruces del cementerio que cuidará de ellos como hasta entonces. Ambos –novio envejecido y novia joven arrastrada a ello- acabarán llorando cada uno a una tumba distinta –él a su viuda, ella al novio que pereciera ahogado.
Muy cerca de donde yace el otro gran escritor siciliano –Lampedusa-, la cripta de los Capuchinos, en Palermo, con sus momias expuestas como si en uno de los mercados que recorren la ciudad, arriba, parece haber sido creada para el sepulturero de Bradbury. Pero sus muertos –que parecieran aspirar a simular la vida- son los de Pirandello, que en sus cuentos escribió sobre muertos o mártires en vida. Como Eleonora Bandi, condenada, por deshonra, a recluirse o morir, sin gran diferencia entre ambas. Como Marastela, casada con una tumba más, de las muchas que le rodean. Como Mattia Scala, que acepta quemar todo lo que posee para impedir una injusticia enésima. Como Spatolino, que se convierte en mártir vivo para corroborar lo que han hecho de él. Como si en esta tierra la resignación mortuoria, callada, agónica confundiera los tiempos de llegada de la muerte y de salida de la vida, el Príncipe de Salina, el Gatopardo que Lampedusa escribiera entre 1954 y 1957, moriría… un año después de que lo hiciera su creador al ser publicada póstumamente. Unas cuantas páginas antes de morir, se habrá imaginado en esa misma cripta de los Capuchinos, de pie, imponente como fuera. Como una maldición, los propios años finales de Burt Lancaster serían los de un espectro más. 

domingo, 21 de octubre de 2012

el problema de la belleza


Dueños de la mayor colección de obras de arte del mundo –que incluye cientos de museos magníficos repartidos por el planeta-, la iglesia católica pronto debió entender que la mirada que se eleva para maravillarse de lo impensable –arcos, bóvedas, ábsides, contrafuertes, capiteles- está automáticamente preparada para creer ver construcciones invisibles, tan alambicadas, sombrías o momificadas como lo sea el propio lugar que las sugiere. Cuánto del dibujo del alma, transmitido durante siglos, no será sino sombra posible de los edificios, esculturas y frescos que la enaltecen como premio en otro mundo. Es así, como sabiéndoles en el infierno –de haberlo-, uno pasea por las interminables iglesias de Sicilia, maravillado de fe en la arquitectura, capaz de las más bellas prisiones de la tierra. 

viernes, 19 de octubre de 2012

Reino de las dos Sicilias


Hay un cierto fatalismo en sentarse a comer en esta tierra, como si fuera lo último que vas a hacer en la vida. Que quizá es solo que, tan inconcebible la desmesura de algunas de las comidas o cenas, piensas que pasará mucho tiempo hasta que se te presente atropello semejante. Te mientes con soltura si ves que otros lo hacen. El Etna con su erupción anual pudiera simbolizar la digestión insospechada que condense en un día lo que no ha podido el resto del año. Pregona S. que este es un viaje gastronómico y ni siquiera la advertencia más obvia del menú –que algo se llame antipasti- evita que pidas lo que te están diciendo que no necesitas. Incluso sin báscula a mano lo sabes: hay un anti, un después, un más tarde. 

verter


Doce años habían pasado desde que Goethe escribiera Werther cuando sus viajes por Italia le llevaron a Palermo. Jules Massenet completaría con su ópera el personaje en 1892, un siglo más tarde. Al hacerlo, también desplazó a Italia al personaje. O más exactamente, a su negro destino. Así, donde Goethe hizo de Albert (marido de su amada) escudo, Massenet, al pintarle suspicaz, indiferente, celoso, le convirtió en la primera de las pistolas que Werther empleará para matarse. Una que, lo que dudosamente hubiera aprobado Goethe, acaso convierte a la razón de la estabilidad del amor de Lotte –Albert el bueno, el noble, el justo- en una segunda mano asesina. Suya la que, al leer la carta de Werther en que le pide sus armas, henchido de celos ordena, más que sugiere, sea Lotte la que las descuelgue y entregue al criado de aquel. Como si ordenara a la bala ir a buscar el percutor. Si en la novela es ella la que calla, en la ópera también él. Paradoja de la versión cantada, a la creación de dos vidas que son, en sus sentimientos, más (Werther) o menos (Lotte) silenciadas, se añade una más. Goethe escribió sobre un suicidio. Massenet añadió ese rasgo del siglo XX que apenas asomaba aún –la importancia de los cómplices de asesinato. 

ahogados en historia


La longevidad que el Antiguo Testamento adjudica a los patriarcas –Matusalén habría vivido, el pobre, 969 años; Yéred, 965; Noé, 950; Adán, 930- hubiera querido uno para el menos afortunado gregorio de Agrigento, obispo que ordenara transformar el asombroso templo de la concordia, en Agrigento, en la iglesia cristiana que sería hasta 1748. Fallecido en 630, de haber vivido hasta ese día, hubiera logrado dos cosas adecuadas: superar en 118 años a Noé y haber podido ser fusilado. Si murió antes, quizá fuera por el disgusto de verse víctima de una conspiración, tal como se lee en una página santoral, que hoy hubiese sido más piadosamente entendida –“muy pronto, su celo por la disciplina molestó a sus súbditos y el santo fue víctima de una infame conspiración. En efecto, sus enemigos introdujeron en casa de san Gregorio a una mujer de mala vida, la «sorprendieron» allí intencionalmente y acusaron al obispo. San Gregorio fue convocado a Roma, donde probó su inocencia y regresó a su sede.” Apiñados, refugiados del temporal en esculturas modernas, el día que vamos a Agrigento mejor hubiéramos querido a Noé, para saber a qué atenernos si la tormenta dura un minuto más. 

jueves, 18 de octubre de 2012

la Norma de tu zapato


No solo en Wagner la boca que abres para comer es la que sigue abierta para cantar. Por si no fuera poco lo que puedes comer en vida en esta tierra, los manteles parecen perseguirte hasta en la muerte: incluso fuera de Catania, donde naciera Vincenzo Bellini y donde yace enterrado, la pasta a la Norma recuerda a la protagonista de su ópera más conocida, aunque solo al levantarte de la mesa, tras cenar, adviertas que también podría hablar de la Sonámbula. Cerca de Enna se halla el lago donde la mitología ubicara el descenso de Perséfone al inframundo, raptada por Hades. Tras ser liberada a condición de no probar bocado en todo el trayecto, ésta arruina el rescate al comer semillas de granada. Es durante la visita a una bodega ubicada en un palacio que un noble siciliano hiciera a mayor gloria de una cantante lírica británica cuando uno lo termina de entender: probablemente, el tamaño del edificio fuera solo un traje a medida. 

baño de multitudes


Viajar con ocho mujeres se parece a la especulación sobre el propietario de la Villa romana del Casale, en Piazza Armerina: no Maximiano, a quien se le adjudicara primero, tampoco su hijo Majencio, sino el mucho más apropiado Lucio Aradio Valerio Proculo Populonio. Cómo, si no, entrar en esta habitación con un solo nombre encima.

Crimen y castrati


Acaso una de las escasísimas ventajas de que la iglesia católica no sea juzgada por sus crímenes en este mundo, o en el otro, sea que las vidrieras de sus oficinas albergan aún vidrieras y no rejas. También es, en una tierra en la que los mafiosos son encontrados, tras años de búsqueda, viviendo en sótanos de fincas humildes, un modelo atípico de la transparente relación que une la opulencia y el crimen organizado. Años después de que Coppola mezclara, al final de la segunda parte de El padrino, el bautismo bajo palio y la sangre derramada no muy lejos, Sam Mendes incluyó en su Road to perdition una escena en la que el asesino con escrúpulos viejos –Newman- ve llegarse hasta su banco de la iglesia la voz del asesino con escrúpulos nuevos, justo desde el banco de detrás –Hanks. Ninguno de nosotros verá el cielo –dice uno al otro poco después. Suena a otro tipo de rezo, solo que de uso interno. 

miércoles, 17 de octubre de 2012

Fuera de cata


Quizá porque la cata que era de vinos acaba siéndolo también de patés y mermeladas, el señor padre del señor vinicultor acaba queriendo probar algo de lo que hemos traído a estos viñedos de Manino, al sur de Catania. Como nuestro producto estrella –de pie, junto a él- entiende de toreo fino además de todo lo anterior, conseguimos que nos inviten a cenar en la ciudad (somos cuatro en ese momento) sin que la cena consista en algo más que la pizza interminable que sirven por doquier.