Dueños de la mayor colección de obras de arte del mundo –que
incluye cientos de museos magníficos repartidos por el planeta-, la iglesia
católica pronto debió entender que la mirada que se eleva para maravillarse de
lo impensable –arcos, bóvedas, ábsides, contrafuertes, capiteles- está
automáticamente preparada para creer ver construcciones invisibles, tan
alambicadas, sombrías o momificadas como lo sea el propio lugar que las sugiere.
Cuánto del dibujo del alma, transmitido durante siglos, no será sino sombra
posible de los edificios, esculturas y frescos que la enaltecen como premio en
otro mundo. Es así, como sabiéndoles en el infierno –de haberlo-, uno pasea por
las interminables iglesias de Sicilia, maravillado de fe en la arquitectura,
capaz de las más bellas prisiones de la tierra.
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