Acaso una de las escasísimas ventajas de que la iglesia
católica no sea juzgada por sus crímenes en este mundo, o en el otro, sea que
las vidrieras de sus oficinas albergan aún vidrieras y no rejas. También es, en
una tierra en la que los mafiosos son encontrados, tras años de búsqueda,
viviendo en sótanos de fincas humildes, un modelo atípico de la transparente
relación que une la opulencia y el crimen organizado. Años después de que
Coppola mezclara, al final de la segunda parte de El padrino, el bautismo bajo
palio y la sangre derramada no muy lejos, Sam Mendes incluyó en su Road to
perdition una escena en la que el asesino con escrúpulos viejos –Newman- ve
llegarse hasta su banco de la iglesia la voz del asesino con escrúpulos nuevos,
justo desde el banco de detrás –Hanks. Ninguno de nosotros verá el cielo –dice
uno al otro poco después. Suena a otro tipo de rezo, solo que de uso interno.
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