Es una ironía que el propio Príncipe habría apreciado el
que, siendo él un observador certero y afamado del inapreciable movimiento
estelar, baste alguien como don Calogero Sedára para reconocer en él a un
hombre-oveja, uno de los que “existían
únicamente para entregar la lana de sus propiedades a sus tijeras de esquilar,
y para que el nombre, iluminado por un prestigio cuyo origen no conseguía
descubrir, pasase a manos de su hija”. Uno al que basta cierto contacto
familiar con Fabrizio para volver a encontrar “esa blandura y esa incapacidad de
defenderse que formaban parte de la imagen preconcebida de aquel noble-oveja”. Es
de admirar, dado que, incluso cuando es el propio Príncipe el que expone a
aquel sus problemas, “estos eran
múltiples, complejos y ni siquiera él los conocía a fondo, no porque le faltase
penetración, sino por una especie de indiferencia”. Si El Príncipe de
Salina nació de la memoria de su bisabuelo, Lampedusa tuvo años para apreciar
nítidamente el ascenso social de la burguesía en su camino hacia el estrato que
su familia había ocupado durante generaciones. Y quizá por ello, no quiso
ahorrar al nuevo rico Sedára la fatalidad que venía con el nuevo cargo –“pero también se inició, para él y los
suyos, ese proceso de constante refinamiento social que al cabo de tres
generaciones acaba transformando a unos labriegos brutos pero eficientes en
unos caballeros indefensos”.
En cierto sentido, toda la novela es el encuentro de tres
miradas –la que Lampedusa proyecta, como en un espejo, en el Fabrizio cuya
historia y pesos llevara dentro y cuya fuerza hubiera querido fuera; la que ambas
clases sociales se dirigen mutuamente –la de Calogero sobre el Príncipe, la de éste
sobre aquel- y la de Fabrizio sobre Tancredi, la del Tiazo sobre su sobrino,
por el que se cambiaría. Y acaso sea ésta la que más marca la melancolía del
último de los Salina. Para empezar porque, con dos hijos varones, ni siquiera
es el último. Y sin embargo lo siente. “Hemos
sido los gatopardos, los leones, quienes
ocupen nuestro lugar serán las hienas, y todos seguiremos creyéndonos la sal de
la tierra”. Incluso cuando,
rechazando ser senador, admite no poder ser parte del futuro al serlo del
pasado, lo que está confesando es que no puede ser Tancredi –a quien podría
pedírsele que fuera, al mismo tiempo, ambas cosas y lo sería- dado que ya lo es
aquel. Su gravedad, la impronta de la derrota que siente tanto como no puede
permitirse asomar nace de sentir que su sobrino es lo que él es, y sin embargo
él no podrá ser ya Tancredi. Luchino Visconti lo entendió bien al terminar su
película justo tras el vals que el Príncipe baila con Angélica.
La adaptación a cine de 1963 ahorraría al Príncipe de
Salina/Lancaster la agonía que Lampedusa le reservara, y a su hija Concetta/Morlacchi,
una visión más clara, siquiera al final, cuando ya poco importa, de lo que
Tancredi/Delon sintiera por ella. Para compensar, cargó en Angelica/Cardinale el
futuro de “viperina Egeria de
Montecitorio” que la novela profetiza y que en la película es vulgaridad
pasmosa durante una cena, hasta el punto –inconcebible en la novela, aunque
menos que el augurio de que su amor por Tancredi “fracasara en lo erótico”- de irritar al Príncipe. En ella, como en
el libro, Fabrizio no tiene amigos, o iguales –que acaso sea eso de lo que se
trata. Y no tendría porqué importarle pues acaso sea lo que se espera de un
aristócrata, como se esperara de su padre y de su abuelo, y así. Pero está Tancredi,
que parece tenerlos por todas partes, de todas las clases sociales, allí donde
puede obtener algo -“Volteretas y
cabriolas ejecutadas alrededor de este catafalco lleno de adornos”. Por
cada derrota que engrandece a Fabrizio, para sí o para los demás, hay una victoria
más liviana de Tancredi, que parece lograr sin esfuerzo, como si se alimentara
de lo que su reflejo va dejando de poseer.
Sea porque la frivolidad es algo que un Príncipe de
Salina no puede permitirse, sea porque sabe que justo esa frivolidad es lo
único que podría salvarle de la inmovilidad que le atenaza, por cada Tancredi que
se permite hablar de “Bellini y de Verdi
como sempiternas pomadas curativas para las llagas nacionales”, hay una mademoiselle
Dombreuil, institutriz de la que, en el único momento fugaz de emoción asomada,
Lampedusa dice que “tan pobre de cuerdas
era su arco, ella, que siempre estaba obligada a imaginarse la alegría de los
demás” o un Príncipe que se despide de
un invitado diciendo que “durante unas
horas debe interpretar el papel de hombre civilizado”, como si la llaga hecha confesión que viene
de hacer no fuera simplemente la de un hombre cuerdo, acaso el más cuerdo de
cuantos le rodean, sino la de un temerario que osara ser lo único que un
aristócrata jamás pudiera permitirse –alguien que aparca lo debido para
estacionar lo verdadero.
Como un Segismundo o un Ayax insomnes por miedo, el sueño
de la tierra que Fabrizio describe se parece mucho a la vigilia de su clase por
no despertar –“Sicilia me parece una
centenaria a quien pasean por la Exposición Universal de Londres y no comprende
nada ni le importan un comino las acerías de Sheffield y las hilanderas de
Manchester: solo anhela que la dejen dormitar de nuevo con la cabeza hundida en
sus almohadas húmedas de baba y el orinal debajo de la cama”. Es una paradoja más que siendo el Príncipe de
Salina tan escasamente siciliano, su derrota sea, en sus argumentos, la de la
tierra en la que habita, sueño incluido –“todas
las expresiones sicilianas son expresiones oníricas, hasta las más violentas:
nuestra sensualidad es deseo de olvido, nuestros escopetazos y nuestras
cuchilladas son deseo de muerte; deseo de voluptuosa inmovilidad, o sea también
de muerte, son nuestra pereza… cuando nos ponemos pensativos, se diría que es
la nada queriendo escrutar los enigmas del nirvana”. Hay sitio para los
espejos en el símil –“Así se explica el
poder desmedido que ejercen aquí ciertas personas: son aquellos que están
semidespiertos; como también el famoso siglo de retraso en las manifestaciones
artísticas e intelectuales de Sicilia: las novedades solo nos atraen cuando
sentimos que están muertas, que ya no pueden producir corrientes vitales; a
ello se debe asimismo ese fenómeno increíble de la creación actual, ante
nuestros ojos, de unos mitos que si fueran realmente antiguos despertarían
veneración, pero apenas logran ser siniestras tentativas de sumergirse otra vez
en un pasado que nos atrae precisamente porque esta muerto”.
Incluso su resignación, la fatalidad con que observa su
destino inapelable puede leerse en su miradas sobre otro tipo de herencia, solo
algo más antigua, solo algo más ajena –“Estos monumentos del pasado, magníficos
pero incomprensibles, porque no los hemos edificado nosotros, que nos asedian
como bellísimos fantasmas mudos; todos estos gobiernos que llegaron con sus
armas desde lugares desconocidos para encontrarse con nuestro sometimiento un
día, nuestro odio al siguiente y nuestra incomprensión todo el tiempo… los
sicilianos jamás querrán mejorar por la sencilla razón de que se creen
perfectos; en ellos la vanidad es más fuerte que la miseria; toda intromisión
de extraños es un ataque contra el
sueño de perfección en que se hayan sumidos, una amenaza contra la calma
satisfecha con que aguardan la nada”. Hay pocas cosas más extrañas en El
Gatopardo que la forma en que Fabrizio de Salina se expone a sí mismo como portavoz de algo que es más grande que
él, más antiguo quizá, improbablemente más extendido. “Pertenezco a una generación infeliz” –dice. Pero busca su apellido,
sus afinidades más profundas, a través de un telescopio, de noche, mirando
donde nada de lo que le rodea puede decirle algo de él que le importe, que le complete.
Ligado a la Sicilia que “solo quiere dormir”, entre sueños propios enterrados y almohadas
que usar como espejos, acunado por “el
sentimiento de superioridad que brilla en la mirada de cualquier Siciliano, y
que nosotros llamamos orgullo pero en realidad es ceguera”, el discurso del
padre Pirrone a un hombre dormido es pura esencia del pensamiento Fabriziano, que
para aflorar necesita el sueño ajeno, con o sin telescopio de por medio –“si usted, don Pietrino, en este momento no
durmiera replicaría que los señores hacen mal en despreciar a los otros y que
todos, sujetos por igual a la doble esclavitud del amor y de la muerte, somos
iguales ante el Creador; y yo estaría obligado a darle la razón. Sin embargo,
añadiría que no es justo censurar solo el desprecio de los “señores”, porque se
trata de un vicio universal. Aunque no lo demuestre, el que enseña en la
Universidad desprecia al maestrillo de las escuelas parroquiales, y ahora que
duerme puedo decirle sin reticencia que los eclesiásticos nos consideramos
superiores a los laicos, los Jesuitas al resto del clero, como ustedes, los
herbolarios, desprecian a los sacamuelas, quienes les pagan con la misma
moneda; por su parte, los médicos se burlan de herbolarios y sacamuelas, pero
sus pacientes los tratan de asnos y pretenden seguir viviendo con el hígado o
el corazón hecho papilla. Para los jueces, los abogados son unos latosos que
intentan demorar la aplicación de las leyes. Los únicos que se desprecian a sí
mismos son los labradores, y cuando aprendan a burlarse de los otros el cielo
estará cerrado y habrá que volver a empezar.”
Sueño es también morir y juzgar lo irreparable -“Solo tenemos derecho a odiar lo que es
eterno”- incluye una resignación que se parece a mirar por el telescopio - “al fin y al cabo su muerte era antes que
nada la muerte del mundo entero”. Como su mismo jardín –ciego y no-,
Fabrizio ama el espacio pero pena en el tiempo –“A la Santa Iglesia le ha sido prometida explícitamente la eternidad;
a nosotros, como clase social, no. Para nosotros un paliativo que prometa durar
cien años equivale a la eternidad. Podemos preocuparnos
acaso por nuestros hijos, por nuestros nietos quizá; pero lo que ya no podremos
acariciar con estas manos no nos incumbe”. Hijo él mismo de una familia
aristócrata, príncipe de Lampedusa y duque de Palma di Montechiaro, último de
su estirpe, y que yacería en el mismo cementerio de los Capuchinos, en Palermo,
donde hiciera enterrar a su alter ego, Fabrizio de Salina, Lampedusa, que
sobrevivió a dos guerras mundiales, sabía que lo que no podremos acariciar con
estas manos a veces no contiene menos impotencia o devastación que lo que sí. “No puedo preocuparme por lo que serán mis
eventuales descendientes en el año 1960” –hizo decir al que podría haber
sido su padre. Escrita poco antes de ese año, Lampedusa era ese descendiente.
genial el texto ...aunque has de explicarme un día en detalle... jejeje!
ResponderEliminar