Quince años antes de que Ray Bradbury publicara el relato
La obra de Juan Díaz (1949), sobre un sepulturero mezquino que discute a una
viuda el derecho sobre el cadáver de su esposo, Luigi Pirandello había
terminado su La primera noche, en la que el sepulturero Lisi Chírico, presto a
casarse de nuevo tras enviudar, promete a cada una de las cruces del cementerio
que cuidará de ellos como hasta entonces. Ambos –novio envejecido y novia joven
arrastrada a ello- acabarán llorando cada uno a una tumba distinta –él a su
viuda, ella al novio que pereciera ahogado.
Muy cerca de donde yace el otro gran escritor siciliano
–Lampedusa-, la cripta de los Capuchinos, en Palermo, con sus momias expuestas
como si en uno de los mercados que recorren la ciudad, arriba, parece haber
sido creada para el sepulturero de Bradbury. Pero sus muertos –que parecieran
aspirar a simular la vida- son los de Pirandello, que en sus cuentos escribió
sobre muertos o mártires en vida. Como Eleonora Bandi, condenada, por deshonra,
a recluirse o morir, sin gran diferencia entre ambas. Como Marastela, casada
con una tumba más, de las muchas que le rodean. Como Mattia Scala, que acepta
quemar todo lo que posee para impedir una injusticia enésima. Como Spatolino,
que se convierte en mártir vivo para corroborar lo que han hecho de él. Como si
en esta tierra la resignación mortuoria, callada, agónica confundiera los
tiempos de llegada de la muerte y de salida de la vida, el Príncipe de Salina,
el Gatopardo que Lampedusa escribiera entre 1954 y 1957, moriría… un año
después de que lo hiciera su creador al ser publicada póstumamente. Unas
cuantas páginas antes de morir, se habrá imaginado en esa misma cripta de los
Capuchinos, de pie, imponente como fuera. Como una maldición, los propios años
finales de Burt Lancaster serían los de un espectro más.
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