Incluso antes de exponerte al tráfico siciliano, la
suciedad te atropella allí donde miras. En cunetas o calles, en las
inmediaciones de iglesias o de sedes gubernamentales, en los confines del siglo
XVI o al pie de la arquitectura del XXI, desechos de todo tipo se acumulan como
si aspiraran a convertirse en montañas nuevas o edificios singulares que
pudieran figurar en los mapas con solo unas décadas más de perseverancia
ciudadana. A fuerza de verla resistir la mañana sin nadie que ose molestarla, se
asiste a la basura como a una tradición más, una escama de la sociedad
prodigiosa que exuda vida y esparce desdén con la misma mano, como si lo
primero no fuera posible sin idéntica pulsión en lo segundo. La plaza que
enmarca un palacio majestuoso está sembrada de residuos como si el confeti que
lo celebrara; el árbol en flor que crece al pie del arco imperial parece dar
frutos maduros del plástico y el papel; las colinas perfectas de viñedos,
olivos o naranjos lucen jalonadas por una alfombra de desechos a los lados de
la carretera; los templos de la roma imperial, sus villas, la presencia
imponente de sus residuos no escapa a la chuchería del embalaje desechado de
nuestros días; el paseo marítimo iluminado por una luz magnífica termina en un
basurero encharcado en el que se refleja una virgen esculpida hace siglos. Uno
acaba pensando si la patina que ha adquirido la piedra de edificios centenarios
no vendrá del tiempo sino de la vergüenza.
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