Doce años habían pasado desde que Goethe escribiera
Werther cuando sus viajes por Italia le llevaron a Palermo. Jules Massenet
completaría con su ópera el personaje en 1892, un siglo más tarde. Al hacerlo, también
desplazó a Italia al personaje. O más exactamente, a su negro destino. Así,
donde Goethe hizo de Albert (marido de su amada) escudo, Massenet, al pintarle
suspicaz, indiferente, celoso, le convirtió en la primera de las pistolas que
Werther empleará para matarse. Una que, lo que dudosamente hubiera aprobado
Goethe, acaso convierte a la razón de la estabilidad del amor de Lotte –Albert
el bueno, el noble, el justo- en una segunda mano asesina. Suya la que, al leer
la carta de Werther en que le pide sus armas, henchido de celos ordena, más que
sugiere, sea Lotte la que las descuelgue y entregue al criado de aquel. Como si
ordenara a la bala ir a buscar el percutor. Si en la novela es ella la que calla,
en la ópera también él. Paradoja de la versión cantada, a la creación de dos
vidas que son, en sus sentimientos, más (Werther) o menos (Lotte) silenciadas,
se añade una más. Goethe escribió sobre un suicidio. Massenet añadió ese rasgo
del siglo XX que apenas asomaba aún –la importancia de los cómplices de
asesinato.
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