Tan frecuente como sea en política hablar para un público
mientras se mira a otro (al que realmente se dirige el mensaje), la crítica a
unas políticas no pocas veces tiene que ver con ver con cómo les va a quienes
también las aplican en otras latitudes. A partir de eso podría pensarse que la
manifestación del pasado día 8 en Buenos Aires, convocada contra el gobierno de
Cristina Fernández, es contra… Venezuela, que al cabo comparte con Argentina
una de las inflaciones más altas del mundo, una tasa de cambio en permanente
descenso, la capacidad dudosa de su Banco Central de mantener reservas, una
economía sobreprotegida y el mordisco de una inflación sin límite aparente. La
paradoja está en que, incluso con semejantes méritos propios para merecer la
protesta, el gobierno actual argentino podría haber esquivado la comparación
sin mayores problemas –al cabo, parece endémica- si no alentara el único símil
con Chávez del que este es inocente: la reelección legítima. De cuantas
demandas cacerolee la gente en la calle, ninguna es más real que la
inconstitucionalidad de un hipotético tercer mandato al que Fernández
aspiraría. El resto se dividen entre las obvias -inseguridad y una inflación abrumadora
negada sistemáticamente por el gobierno año tras año- y las sospechosas –lo que
Clarín devuelve en visión ampliamente deformada del país a raíz de la Ley de
medios que fuerza a un dinosaurio a convertirse en un ciervo. Yo me
movilizo en defensa de nuestras libertades y derechos consagrados en nuestra Constitución
Nacional –reza la
papeleta pisoteada por doquier a lo largo de la avenida 9 de julio. Patrocinada,
como las camisetas, por partidos de derecha o directamente reaccionarios, la
protesta tendría más sentido si la sospecha sobre el pronombre demostrativo –nuestras- no fuera tan automática, tan
escasamente demostrativo.
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