domingo, 11 de noviembre de 2012

del teatro manco


Hay un reverso oscuro en los méritos que llevan a algunos nombres del teatro a merecer un edificio al que nombrar desde ese instante, y es que, una vez muertos, no pueden defenderse de la programación puesta a sus pies. Incluso si por cada Adolfo Marsillach, Lope de Vega o no pocas veces el Fernán Gómez, hay un María Guerrero o un Valle Inclán, uno está indefenso ante los méritos de los teatros de otros países. Sin salir de Buenos Aires, el Margarita Xirgú alberga una programación que mejor merecería una charcutería, y a esa lista de traiciones ha venido a sumarse, insospechadamente, el Cervantes, que representa estos días el sainete Jettatore, de Gregorio de Laferrére, que tratando de la mala suerte adjudicada a un supuesto gafe, versa en realidad de la mala suerte de quienes pagan la entrada para ir a verla. Actualizada para no parecer un texto de 1904, sino… mucho más acartonado, la versión de Agustín Alezzo resulta una comedia contada con tics de mala zarzuela, que, por si las dudas, viene con instrucciones precisas de cuándo reír, y así, don Lucas/Mario Alarcón –el gafe- pasa continuamente de dirigirse al resto de actores a hacerlo al público. El resultado es un monologuista con la gracia de un enterrador.
Como si hecho para no desperdiciar semejante alarde contra ti mismo, Javier Daulte (que, como Veronese y Tolcachir, tiene tres obras en cartel) perpetra estos días en el San Martín un Macbeth que Shakespeare querría obra… de Edward de Vere. Resumen de lo que veo antes de huir, como casi todos en mi misma fila: las brujas, que en un primer momento parecerían diseñadas para ser clones de lady gaga, resultan solo… prostitutas a las que Macbeth paga para que hablen y que parecen violar a Banquo mientras le cuentan su cuota de profecía. Sin especial grandeza languidece todo hasta que, poco antes de que el cadáver de Duncan sea hallado con el grito clásicamente helador de Macduff, sobreviene el hallazgo nunca asomado: Macbeth puede ser también una comedia. Basta con introducir un monólogo en el que el soldado encargado de abrir la puerta del castillo a quienes vienen a desvelar el crimen se pregunte en alto por el rol de los personajes pequeños en el teatro, por cómo les irá al resto si él decide no abrir la puerta y paralizar la acción. Me van a matar porque rompí la cuarta pared –dice en plena y larguísima bufonada. El resultado es que la gente sigue riendo cuando la muerte del rey se revela. Logrado el culebrón, cuando Macbeth vuelve a escena para declamar su negrura contra sí mismo, es difícil no verle como un cómico sin gracia. Cuántos desdichados saldrán, como uno, de la primera para caer en la segunda.

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