Hay un reverso oscuro en los méritos que llevan a algunos
nombres del teatro a merecer un edificio al que nombrar desde ese instante, y es
que, una vez muertos, no pueden defenderse de la programación puesta a sus pies.
Incluso si por cada Adolfo Marsillach, Lope de Vega o no pocas veces el Fernán
Gómez, hay un María Guerrero o un Valle Inclán, uno está indefenso ante los
méritos de los teatros de otros países. Sin salir de Buenos Aires, el Margarita
Xirgú alberga una programación que mejor merecería una charcutería, y a esa
lista de traiciones ha venido a sumarse, insospechadamente, el Cervantes, que
representa estos días el sainete Jettatore, de Gregorio de Laferrére, que
tratando de la mala suerte adjudicada a un supuesto gafe, versa en realidad de
la mala suerte de quienes pagan la entrada para ir a verla. Actualizada para no
parecer un texto de 1904, sino… mucho más acartonado, la versión de Agustín
Alezzo resulta una comedia contada con tics de mala zarzuela, que, por si las
dudas, viene con instrucciones precisas de cuándo reír, y así, don Lucas/Mario
Alarcón –el gafe- pasa continuamente de dirigirse al resto de actores a hacerlo
al público. El resultado es un monologuista con la gracia de un enterrador.
Como si hecho para no desperdiciar semejante alarde
contra ti mismo, Javier Daulte (que, como Veronese y Tolcachir, tiene tres
obras en cartel) perpetra estos días en el San Martín un Macbeth que
Shakespeare querría obra… de Edward de Vere. Resumen de lo que veo antes de
huir, como casi todos en mi misma fila: las brujas, que en un primer momento
parecerían diseñadas para ser clones de lady gaga, resultan solo… prostitutas a
las que Macbeth paga para que hablen y que parecen violar a Banquo mientras le
cuentan su cuota de profecía. Sin especial grandeza languidece todo hasta que, poco
antes de que el cadáver de Duncan sea hallado con el grito clásicamente helador
de Macduff, sobreviene el hallazgo nunca asomado: Macbeth puede ser también una
comedia. Basta con introducir un monólogo en el que el soldado encargado de
abrir la puerta del castillo a quienes vienen a desvelar el crimen se pregunte
en alto por el rol de los personajes pequeños en el teatro, por cómo les irá al
resto si él decide no abrir la puerta y paralizar la acción. Me van a matar
porque rompí la cuarta pared –dice en plena y larguísima bufonada. El resultado
es que la gente sigue riendo cuando la muerte del rey se revela. Logrado el
culebrón, cuando Macbeth vuelve a escena para declamar su negrura contra sí
mismo, es difícil no verle como un cómico sin gracia. Cuántos desdichados saldrán,
como uno, de la primera para caer en la segunda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario