Traídos por mi amigo Leandro y perdidos después en algún
lugar de su taller, los huesos de durazno comidos en España han resultado,
injertados en suelo argentino, un hermoso árbol lleno de frutos que a estas
alturas del año lucen aún verdes y duros, tan apetecibles como incomibles. Los
símiles viajan en las maletas también y los brotes verdes de la economía
española dejan ver aquí huellas parecidas –una pasmosa burbuja –esta
inflacionaria- que se hincha a la luz del día desde años, una economía subsidiada
que alimenta el déficit por venir, una prima de riesgo disparada que dificulta
la financiación del país, o un cultivado cainismo político a la altura del
nuestro. Pero también es el reencuentro con la piel suave y agreste de una
ciudad –Buenos Aires- que uno ama desde que pone un pie en ella, y que acaso
cuenta como pocas cosas el destino al que se ve aferrada la influencia latina
–o su derivada transatlántica: cómo la costumbre de indisciplina, improvisación
y dejadez que perjudica nuestras economías es justo el que pudiera hacer las
calles tan henchidas de vida, tan paseables. De negro uno, de blanco la otra, también
a asistir a esa boda ha venido uno.
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