jueves, 2 de septiembre de 2010

El traje nuevo, el emperador viejo


Hay un punto en que la veneración en Budismo y catolicismo se encuentran, y ese lugar es un guardarropa. Decora el catolicismo hasta emboscar a sus padres recientes de seda y oro, de la cabeza a los pies. Y así lo venerado es un hombre vestido del poder de su empresa. En el vestuario de la santidad budista uno halla, sin embargo, hombres que son ya casi su esqueleto visible, consumidos, no menos harapo biológico que el trapo naranja que tapa apenas su desnudez. Como si lo que fueras a representar es lo que hiciste de ti, con sacrificio obvio. Respetable en la dignidad individual tanto como en el catolicismo sea, opcional la admiración, representada la obediencia debida, históricamente obligada bajo tortura y asesinato, de ser necesario, o como hoy, sólo con censura. No por llevar menos ropa somos mejores o tras el verano no habría tantos divorcios. Pero mientras la presencia en este mundo de un obispo parece dictarla los espejos, en el fondo de un templo tailandés, tras haberte descalzado, parece esperar la imagen del mismo hombre que pide fuera, junto a los zapatos.

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