Si a alguien en la industria del cine estadounidense de 1934 no le
importaba pagar precios por comprar con ellos su santa voluntad, ese era Josef
Von Sternberg. En Capricho imperial llegaría a cargar a la productora,
Paramount, los gastos de escenas que no se rodaron y que supusieron la protesta
de Ernest Lubistch, entonces encargado de producción del estudio. Pero,
típicamente Sternbergiano, esto no habla de corrupción sino de orgullo, pues las
imágenes que protestara Lubitsch eran, de hecho, suyas, tomadas por Von
Sternberg de una película rodada por Lubitsch siete años antes. Ni éste lo
advirtió, ni Von Sternberg se molestó en admitirlo.
Todos los personajes que interpretara Dietrich en las siete películas
que rodaron juntos están sacadas de ese molde de dignidad exacerbada y
humorismo de consumo propio. Lo es también su papel de Catalina de Rusia en
Capricho imperial, aunque la primera parte de su hora y media larga contenga la
mayor distancia que hubo nunca entre el personaje –apocado e ingenuo- y la
actriz. Y si la película cuenta la conversión de Sofía Federica en Catalina de
Rusia, también se puede ver como el ejemplo más claro –junto al que proporciona
La Venus rubia (1932)- de lo que, una vez logrado, ya no dejaría de mostrarse
como el formato Dietrich –compendio de acidez, seducción, distancia, elevación
permanente. Y con todo, maravillosamente fotografiada, barroca y farsante, la
penúltima película que rodarían juntos Von Sternberg y Dietrich acaba
necesitando de la muerte de un personaje a mitad del metraje para convertirse,
entonces sí, en la película que previsiblemente estaba destinada a ser.
Porque, a voluntad de Von Sternberg o no, desde que aparece Louise
Dresser y hasta su muerte como la emperatriz Isabel, la película es enteramente
suya. Eleanor Mc Geary escribió su personaje como uno grouchiano, cuyas
decisiones son muchas veces puro Rufus T. Firefly sin que la Rusia feudal de
finales del XVIII deje de serlo por un instante. El reinado de los Marx duraría
apenas unos años más que el de Dresser, retirada en 1937, pero su emperatriz es
una obra maestra paralela e impensable en el camino al trono de Dietrich, en su
apogeo en 1934. Su humor de hiel empapa, discreto, el cuento de hadas inicial:
el doctor con el que empieza la película atendiendo a Catalina de niña es, de
hecho, el verdugo. Me voy a una operación –dice al salir- antes de que se nos
explique a qué va en realidad. Del relato principesco se pasa al cuento
grotesco y expresionista, y de las maravillas de la infancia y adolescencia
surge Alicia. Si su marido es, de hecho, un relojero loco o idiota, la
emperatriz/Dresser es perfectamente la reina de corazones. Y en esa corte Rusa
en blanco y negro, los cirios podrían alumbrar sin gran problema el juicio a la
recién llegada que narró Carroll.
Hay planos prodigiosos del interior de la iglesia, densísimos, de una
negrura tamizada por tantas velas que uno se pregunta cómo cabe algo más en el
plano. Los candelabros, las figuras que forman las sillas son un mundo
–barrocos, deformes, estilizadas como esculturas de Oteiza. La corte es un
entorno desquiciado: burdo, sombrío, pura conspiración regada en la sombra por
el impagable gran duque –Sam Jaffe- aunque nadie más loco que el que manda: La
emperatriz luce un peine en la pechera, levanta un muslo de cordero en lugar
del cetro, ordena sentarse a sus criados a cenar con ella, harta de cenar con
“momias”, les pregunta como si estuvieran todos en un bar. Pilla en fraganti a
un cosaco seduciendo a la mujer de su hermano –el gran duque- y todo lo que
dice es que ella también ha pasado por eso –con el mismo cosaco. Puro
desparpajo a lo Katherine Hepburn.
La humorada inserta en medio del drama histórico perméa también los
pequeños detalles: el reloj de cuco muestra a una mujer sin nada encima que se
protege y desnuda con un abrigo de piel al ritmo de las campanadas. El gran
duque torna en Pedro III a la muerte de la emperatriz, y Dietrich toma el
relevo de Dresser al mando de la farsa: ese pasar revista a un grupo de
soldados y decir que espera que estén a la altura en otras emergencias. Pero
hay replicas brillantes para todos: magnífica la que centellea el padre de la
iglesia ortodoxa tras ser abofeteado tras pedir para los pobres: “eso es para mi, ¿y para los pobres?”. El
momento llega en que Von Sternberg no puede retrasar más el desenlace –revuelta
acaudillada por Catalina/Dietrich- y su coronación, a partir de ahí la trama
acelera y la comedia cortesana termina renegando de sí y adoptando un aire
épico que Dresser habría tornado en merendola. Con menos
ficción de por medio de lo que podría parecer, unas pantallas que la
proyectaran amenizando la fila que has de guardar para acceder hoy a su
Palacio, o mejor aún, en el interior, reducirían la solemnidad del mausoleo, o
mejor aún, lo terminarían de convertir en decorado.
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