Cuenta
Pamuk que en su familia les tranquilizaba que la fe en dios de los pobres y los
desesperados fuera verles confiar en alguien que no fueran ellos, la clase
acomodada de Estambul en los cincuenta. También cómo “le inquietaba y le daba miedo la devoción hacia un ser ajeno a
nosotros. Un miedo que no era temor de dios, sino, como el de toda la burguesía
laica turca, temor a la ira de los que creen demasiado en dios”. Lo que cuenta de la distancia frente a la
mirada occidental sirve también para explicar la que la mitad “occidental” de
la ciudad pudiera sentir respecto de la otra que vive pendiente de los rezos
diarios –“a todos nosotros nos preocupa
lo que piensan de nosotros los extranjeros, los desconocidos. Si eso enturbia
nuestras relaciones con la realidad, si llega a ser más importante que la
propia realidad, es que se ha convertido en problemática.” O lo que
escribió sobre Ahmet Rasim -“la misma emoción que un botánico puede
sentir ante la diversidad y la riqueza de las plantas de un bosque, la sentía
él por la occidentalización, por las emigraciones, por los caprichos de la
historia y por la diversidad de la ciudad, capaz de crear cada día una novedad,
una rareza, un hundimiento o una estupidez”.
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