Incluso
hecho de multitudes sentadas a comer en los restaurantes y bares que lo llenan,
bajo el puente de Galata late la mismo tránsito que lo recorre por arriba, como
si la mezcla de propios y visitantes hiciera a sus calles lo mismo que el cruce
de lo otomano y lo bizantino a su arquitectura. Inmerso en ese tiempo hecho de
tiempos, Pamuk cita una carta publicada en un periódico en 1929 –“las agujas de los dos grandes relojes que
hay ambos extremos del puente (de Karakoy), como las de todos los demás relojes
públicos de la ciudad, avanzan a su libre albedrio y se dedican a torturar a
muchos estambulíes haciéndoles creer que el vapor que todavía está amarrado al muelle
ha salido hace tiempo, o dándoles falsas esperanzas de que el que ha partido
hace rato aún sigue allí”. Es el mismo desfase que pondría en hora… el
reloj narrativo de Pamuk, llegado el día -“Los
muros de los viejos edificios de pisos y de las mansiones de madera derruidas
alcanzan, gracias a la falta de cuidados y de pintura, un color específico de
Estambul y despiertan en mí una amargura y una apetencia por la observación que
me agradan mucho… la pobreza de esa ciudad de la que tan lejos estamos y que
nos gustaría ocultar de la mirada de los extranjeros, de los occidentales.”
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