Una de
las mujeres que viviera en el harén y que, al ser derrocada la familia
imperial, se casara con un compañero de trabajo del abuelo de Pamuk, y que éste
recuerda “engulliendo, feliz, bollos de
mantequilla y tostadas con queso fundido”, vivió para acudir, camuflada
entre la multitud, una vez que el palacio Topkapi fue abierto al público en
1924, al mismo lugar en el que entrara décadas antes, cuando verla, y no
digamos tocarla, conllevaba la muerte. Nada como el turismo masivo para certificar
el paso de una idea a su fósil, y así, mientras la república turca certificaba como
objeto de museo el que fuera centro mismo del imperio, la vida misma en el
interior de las casas imitaba la importancia del gesto, sin llegar a entenderlo:
honrando no lo que se tuvo, sino lo que no. En salas de estar dispuestas “no tanto como lugares en los que los
habitantes de la casa pudieran pasar el tiempo cómodamente sino como pequeños
museos creados para la visita de unos imaginarios huéspedes que nadie sabía
cuándo vendrían, donde se ocultaba la devoción por Occidente”-. Y más
valiosamente explicado, -“teniendo en
cuenta que en su lugar no se pudo crear nada nuevo que fuera lo bastante fuerte
y poderoso, un mundo moderno occidental o local, dicho esfuerzo sirvió sobre
todo para olvidar el pasado; dio paso a que los palacetes ardieran y se
hundieran, a que la cultura se trivializara y se quedara coja y a que el
interior de las casas se dispusiera como un museo de una cultura que no se
había vivido”. Sumidos en las hordas que entran hoy en el palacio como en
un parque temático, la transformación del símbolo del poder en chuchería
turística tiene también su reflejo en el libro de Pamuk, que, sirviendo para
hablar de la reencarnación de la ciudad en sí misma, también lo hace de ese
destino que Estambul comparte con Roma o Egipto o con quien lo logra: el de la
venta del imperio como souvenir. Jugaban el escritor y su hermano a nombrar un
local y a recordar entonces su historial comercial -“el local frente al Instituto Femenino Aksam. Un juego. Uno decía eso.
Y el otro enumeraba los negocios en que se convirtieron sucesivamente: 1. La
pastelería de la madame rumí. “. Una floristería. 3. Una tienda de bolsos. 4.
Una relojería. 5. Durante una temporada, fue un despacho de quinielas. 6.
Galería de pintura y librería. 7. Farmacia.” Y a qué otro rostro recuerda
Mehmed VI el año antes de su coronación como último de los sultanes otomanos sino
al de un dependiente de farmacia o de
una tienda de relojes.
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