La dificultad
de significar algo ante la magnitud de la belleza que encierra Aya Sofía acaba
encontrándolo en lo que tan raramente debiera seguir allí. El mosaico de
imperios y religiones que se han turnado sus paredes, ya sea para mejor
sustentarlas desde fuera o para taparlas desde dentro, contempla hoy normal,
incluso simbólico, que la iconografía bizantina aún decore, tras cinco siglos y
medio, sus techos y no pocas de sus paredes. Porque perfectamente pudo no haber
sido así. Como un imperio sucedió a otro, un arte se superpuso a otro: el de la
interpretación sobre el que tan explícitamente honraba la fe que Mehmed sitió
al sitiar, y después conquistar, Constantinopla en 1453. Como en el Cristo
Pantocrátor de la imagen, el sustrato de la civilización y de la religión
católica fue borrado en el saqueo que siguió a la conquista otomana de la capital
de Bizancio, pero en algún momento del repintado cultural, las piezas
superiores del puzzle que se venía de arrebatar dejaron de verse como la prueba
de una realidad a la que combatir, y empezaron a contemplarse como la clase de
ilusión que el hombre deposita en el arte. El paso de la religión al museo –como
paradójicamente haría Ataturk en 1931 al instaurar la república turca- salvó al
arte bizantino de Aya Sofía aunque no a su arquitectura. Quienes se refugiaron
en vano dentro de la Iglesia de Santa Sofía una vez caídas las murallas de
Constantinopla, y quienes desde fuera pugnaban por entrar y pasar por las armas
a aquellos verían con estupor que, cinco siglos después, los refuerzos que
llegan para ambos son la misma multitud venida de todo el mundo para ignorar simultáneamente
al catolicismo y al islamismo, y adorar a quienes pusieron ahí al Pantocrátor y
los contrafuertes añadidos en 1577: artesanos y arquitectos.
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