Volver como nuevo

Todo es viejo en las proximidades de Merzouga, al
noroeste de Marruecos. Los granos de cuarzo anaranjado que forman el Sáhara. El
adobe milenario que sostiene sus casas. El sol, el frío nocturno. La vocación
comerciante, negociadora, de quienes te fuerzan a inventar el valor de lo que
deseas comprar lo que tu paciencia dé de sí. Es viejo el algodón tintado que
les cubre, vieja su hospitalidad, su vocación nómada, su resistencia, su
perseverancia, su capacidad de adaptación a un medio hostil y yermo. Viejas sus
palmeras, sus dátiles, su pericia hídrica. Viejo su conocimiento del cielo
estrellado, su aprecio del silencio como un ritmo más. Lo que en las sociedades
modernas es invitación permanente al cambio, a la novedad más frugal, es aquí
conservación. Lo que el progreso vende como inmovilismo es en este entorno
avaro lo que garantiza su supervivencia. Lo antiguo perdura como la información
que los genes transmiten para poder crear órganos y huesos. Lo que conoces es
lo que te salva la vida. La gente joven aparenta más años. La gente mayor
aparenta necesitar menos cosas que antes. Gran parte de la artesanía que
compramos está hecha para lucir más antigua de lo que es. Incluso su reloj
parece tener más horas, o quizá solo más largas. También su reverso asoma: el
niño que atiende la taquilla del Hamman de Rissani lo hace con una permanente
cara de susto, como si cobrar y gestionar las mochilas entregadas o vivir
rodeado de hombres desnudos no lograra abrirse paso como gesto adulto hasta su
rostro. Como demuestra el papel de la mujer, no todas las piezas de la máquina
del tiempo están bien engrasadas, pero bastan unos días aquí para sentir que la
arena que desplaza el tiempo en la clepsidra parece, en la elegancia y el raro
equilibrio con que lo hace, la misma que no cesa de desplazarse
imperceptiblemente en el desierto.
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