jueves, 9 de enero de 2014

Volver como nuevo


Todo es viejo en las proximidades de Merzouga, al noroeste de Marruecos. Los granos de cuarzo anaranjado que forman el Sáhara. El adobe milenario que sostiene sus casas. El sol, el frío nocturno. La vocación comerciante, negociadora, de quienes te fuerzan a inventar el valor de lo que deseas comprar lo que tu paciencia dé de sí. Es viejo el algodón tintado que les cubre, vieja su hospitalidad, su vocación nómada, su resistencia, su perseverancia, su capacidad de adaptación a un medio hostil y yermo. Viejas sus palmeras, sus dátiles, su pericia hídrica. Viejo su conocimiento del cielo estrellado, su aprecio del silencio como un ritmo más. Lo que en las sociedades modernas es invitación permanente al cambio, a la novedad más frugal, es aquí conservación. Lo que el progreso vende como inmovilismo es en este entorno avaro lo que garantiza su supervivencia. Lo antiguo perdura como la información que los genes transmiten para poder crear órganos y huesos. Lo que conoces es lo que te salva la vida. La gente joven aparenta más años. La gente mayor aparenta necesitar menos cosas que antes. Gran parte de la artesanía que compramos está hecha para lucir más antigua de lo que es. Incluso su reloj parece tener más horas, o quizá solo más largas. También su reverso asoma: el niño que atiende la taquilla del Hamman de Rissani lo hace con una permanente cara de susto, como si cobrar y gestionar las mochilas entregadas o vivir rodeado de hombres desnudos no lograra abrirse paso como gesto adulto hasta su rostro. Como demuestra el papel de la mujer, no todas las piezas de la máquina del tiempo están bien engrasadas, pero bastan unos días aquí para sentir que la arena que desplaza el tiempo en la clepsidra parece, en la elegancia y el raro equilibrio con que lo hace, la misma que no cesa de desplazarse imperceptiblemente en el desierto. 

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