miércoles, 28 de agosto de 2013

evangelios chejovianos, 1


Hay varias formas de combatir lo que se desea evitar y Chéjov eligió una original: para huir del teatro que se estilaba en su día –comedias insulsas, farsas ridículas y dramones sentimentales en la definición de Juan López-Morillas- introdujo justo esos formatos en sus obras, adjudicando aquí y allá lo insulso sin gracia, lo ridículo sin verdad y lo sentimental desaforado. Se necesitaban cebos reconocibles si se pretendía llenar de dinamita otros menos habituales. Y a ello se aplicó: incluso antes de que Treplyóv y Trigórin atravesarán La gaviota dilucidando las necesidades éticas y expresivas del teatro de su tiempo, el desdichado Ivánov ya se había pegado un tiro hastiado de verse convertido en un personaje que odiaba.
Chéjov no ahorró versiones de ese malestar que él mismo debía sentir como una peste: terratenientes rurales venidos a menos o a un paso de serlo, ahogados en sus contradicciones o en un tedio que les transformaba paulatinamente en árboles mientras las clases recientemente llegadas a la burguesía recorrían el camino inverso hasta ser hachas nítidas. En hombres y mujeres, formas del idealismo brotado en la modestia –a veces suicida- que rivalizan con la negrura que gestaba la indolencia posada como una manta opaca sobre la más indefensa de las generaciones acomodadas. En jóvenes o ancianos, una misma incapacidad para amar sin convertir lo que se ama en algo disecado. En las clases altas, la parálisis que lleva al exilio sin necesitar siquiera de la maldad enfrente, una inmovilidad a la que basta su ceguera, su sordera, el patetismo de la voluntad más laxa. En los campesinos y los siervos, un fatalismo que conviviera con las convicciones más erradas. En todos, un malestar o un conformismo que hace insoportable la vida, que pide un médico o un disparo.
Educado en un cristianismo despótico por su padre, director del coro de la parroquia de una de las miles de iglesias que parecen poblar cada uno de los núcleos urbanos del país, Chéjov iba a escribir sobre la mirada que aún hoy persiste en quienes, como turistas, llenan hoy esas mismas iglesias: la de quienes contemplan paralizados semejante caudal, la de quienes, desde los frescos y los relieves en las paredes y el techo, asisten igual de paralizados a lo que les contempla y pregunta. 

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