Como si el tamaño de sus palacios no fuera ya faro suficiente
que acaba atrayendo a quienes vienen a derrocarlos, se llega al interior de los
palacios de Santa Catalina y de Peterhof como al índice de un manual de
instrucciones de qué hacer con una dinastía imperial: si los reflejos dorados
de los sendos salones por los que hoy comienza el resto del recorrido no te han
cegado aún, puedes emplear la vista que te quede en apreciar en lo que valen
los cuadros enormes al principio del paseo por Peterhof: escenas bélicas con
barcos en llamas, en ellos ahogados, cadáveres por doquier, hombres degollando
a quienes llegaban nadando a la orilla… en casa de un matarife tendrían un
sentido más claro que el que sugiere saberlos en medio del lujo más obsceno,
por cuyos suelos debían pasar cada día sus inquilinos e invitados riendo,
celebrando la vida. “Majestad,
bendito sea el día en que el fuego devore los registros de blasones con su
ufanía nobiliaria y sus intrigas” –escribió Pushkin en Boris
Godunov. Acostumbrados gracias a sus frondosos bosques a edificar ciudades de
madera que las llamas devoraban puntualmente, solo los palacios e iglesias
construidos en ladrillo y piedra albergaban una oportunidad. El nazismo no
contempló esa sutileza y arrasó los palacios que no tumbó el orgullo ruso al
saber que hitler tenía ya fecha para cenar en alguno de ellos. Reconstruídos
para el turismo como museos, son a la Rusia de los zares lo que las iglesias elegidas
para hablar de ateismo bajo su dictadura.
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