martes, 27 de agosto de 2013

las pistas que vas dejando


Como si el tamaño de sus palacios no fuera ya faro suficiente que acaba atrayendo a quienes vienen a derrocarlos, se llega al interior de los palacios de Santa Catalina y de Peterhof como al índice de un manual de instrucciones de qué hacer con una dinastía imperial: si los reflejos dorados de los sendos salones por los que hoy comienza el resto del recorrido no te han cegado aún, puedes emplear la vista que te quede en apreciar en lo que valen los cuadros enormes al principio del paseo por Peterhof: escenas bélicas con barcos en llamas, en ellos ahogados, cadáveres por doquier, hombres degollando a quienes llegaban nadando a la orilla… en casa de un matarife tendrían un sentido más claro que el que sugiere saberlos en medio del lujo más obsceno, por cuyos suelos debían pasar cada día sus inquilinos e invitados riendo, celebrando la vida. “Majestad, bendito sea el día en que el fuego devore los registros de blasones con su ufanía nobiliaria y sus intrigas” –escribió Pushkin en Boris Godunov. Acostumbrados gracias a sus frondosos bosques a edificar ciudades de madera que las llamas devoraban puntualmente, solo los palacios e iglesias construidos en ladrillo y piedra albergaban una oportunidad. El nazismo no contempló esa sutileza y arrasó los palacios que no tumbó el orgullo ruso al saber que hitler tenía ya fecha para cenar en alguno de ellos. Reconstruídos para el turismo como museos, son a la Rusia de los zares lo que las iglesias elegidas para hablar de ateismo bajo su dictadura.  

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