sábado, 31 de agosto de 2013

fresco


Sin saber si la profunda devoción que uno percibe en cuantas iglesias entra se debe a admiración por el milagro más evidente –que haya iglesias por doquier, pese a los esfuerzos del estalinismo- o si a la mera fe en algo capaz de sugerir el mismo mensaje bajo zares, dictadores o presidentes de gobierno, ni el ejército de obreros que se apresta aquí y allá a rehabilitar iglesias insertas en las ciudades y monasterios enteros fuera de ellas atenúa la sensación, tan ausente en las ceremonias del catolicismo en nuestro país, de estar delante de algo valioso, algo que merece tanto respeto como recogimiento impone. Incluso sin tocar la cámara –es dudoso que el oficiante valore la ironía de que fuera el patriarca Nikon quien, en el siglo XVII, provocara un cisma en la Iglesia ortodoxa rusa-, uno renuncia a dar un paso dentro de iglesias en las que se está oficiando la ceremonia. Y no es necesario el hieratismo de algunos de los monjes del Monasterio de San Sergio, en Serguiyev Posad, tan cercano al de algunas estatuas del metro de Moscú, para entender que, sea lo que sea que les importa en ello, es algo que merece ser respetado, incluso antes de que levantar la vista hacia los frescos que maravillan en tantas de las iglesias haga ese trabajo en uno, sin necesidad de ayudas. Al atravesar las praderas de cualquiera de los monasterios de las poblaciones rurales cercanas a Moscú, y entrar, casi a la hora del cierre, en sus edificios vacíos y silenciosos como palacios abandonados, uno experimenta esa fe, no menos sagrada, en los verdaderos milagros –los labrados por los pintores, carpinteros, escultores y arquitectos pagados por los miembros de la iglesia para hacer el trabajo que tan raramente ellos mismos saben hacer: crear lo visible, lo admirable, lo inconcebiblemente humano. Quién sino el que entrara a trabajar entre sus muros cada día para predicar debía saber que los prodigios mayores sustentan la fe en los menos probables. 

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